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Fernando posa en el patio de su casa, presidido por un limonero. Irene Marsilla
CASAS QUE HABLAN

Vivir en una casa de campo dentro de Valencia

Visita a uno de los coquetos chalés del barrio de la Aguja: una casa donde se fusiona el alma rural con la trama urbana

Jorge Alacid

Valencia

Viernes, 24 de marzo 2023, 22:52

Escucha el reportaje narrado por su autor, Jorge Alacid

Valencia, ciudad pendiente de coser. Se trata de una frase hecha, un estigma muy recurrente, que suele aparecer en toda discusión sobre el aspecto ... siempre inacabado de nuestra trama urbana, la difícil o imposible conexión interna entre sus barrios, el aire asilvestrado que distingue incluso a rincones ubicados en su mismo ombligo. Alguna gracia tiene esa apelación a la complicada costura de la ciudad cuando se visita un barrio que lleva por nombre (precisamente) Aguja. Barrio de la Aguja, en alusión al gremio de modistas que alumbraron este poblado de casas bajas, coquetos unifamiliares que se esconden de la mirada en un apartado paraje de avenida del Cid… que sin embargo está a dos paradas de metro del centro de Valencia, como advierte una pareja de sus inquilinos. Se llaman Amparo y Fernando y cuando abren las puertas de su encantadora casa, advierten a las visitas: es como vivir dentro de una casa de campo. Una casa de campo urbana, valga la paradoja. Una aguja en un inmenso pajar llamado Valencia.

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Antes de ingresar en su hogar, Fernando nos obsequia con una improvisada lección de Historia que se agradece. Sus palabras ayudan a entender ese curioso enjambre de chalés, que sorprenderían menos cuando se levantaron, porque a su alrededor no había nada. No había ciudad, al menos. Como dice la frase célebre, todo esto era campo. Una solitaria masía, ubicada muy cerca de su casa y hoy abandonada, atestigua aquel pasado rural no tan remoto, cuando tenía algo de temerario levantar esta clase de viviendas en formato colonia, no demasiado habitual… pero que tampoco son una rareza. Barrios como el de la Aguja distinguen a otras ciudades españolas y se diseminan también por Valencia: de hecho, el gremio de costureras promovió en régimen de cooperativa otros bloques gemelos incluso por Sagunto. Más cerca cae la barriada de la Virgen del Carmen y San José, allá por la avenida Cardenal Benlloch, de fisonomía análoga a esta graciosa colonia organizada sobre un haz de calles con nomenclatura también clerical: todas están dedicada a distintas vírgenes. La de Amparo y Fernando, por ejemplo, anida en la calle Virgen de Lluch, una denominación que se explica porque detrás del proyecto de viviendas se encontraba la diócesis valenciana: corría el año de 1912 y el obispado impulsó, de acuerdo con el gremio de costureras, la construcción de esta barriada que vio la luz años más tarde. Hacia 1940 las obras se dieron por concluidas, las modistas y sus familias ocuparon las casas y casi un siglo después, el barrio aún sigue fiel a aquel espíritu original. Una identidad que se refleja en la frase que Fernando repite durante la visita: la Aguja es pueblo y ciudad a la vez.

La frase es muy exacta y alcanza toda su plenitud cuando las visitas pasean por el interior de la casa: es una casa de campo, en el mejor de los sentidos. Y no cualquier casa de campo: es un caserón a la valenciana, un significativo detalle que se empieza a apreciar desde la misma puerta de entrada. Hermosa madera de mobila, magníficas dimensiones (las apropiadas para el paso de carruajes y caballerías) y al fondo de la planta baja otro acceso de orden mayúsculo para ingresar en el patio trasero sin contratiempos. Nuestro anfitrión lleva viviendo aquí desde 1988: un año antes había reparado en esta curiosa construcción, animado por su suegra, que sabía de su interés por hacerse con una vivienda en propiedad de naturaleza muy especial. Él no quería un piso, sino una casa, que son dos cosas distintas. Y aunque peregrinó por otros barrios, como Orriols o Patraix, donde esta tipología goza de acabados ejemplos, no terminaba de encontrar lo que andaba buscando. El destino le tenía reservada esta sorpresa en el barrio de la Aguja: una casa a la que pudiera llamar su hogar.

Desde entonces, la vida transcurre entre estas coquetas paredes según una lógica que puede extrañar a quienes no habiten un edificio como el de esta familia. Porque une las ventajas de ubicarse en una ciudad como la nuestra al encanto antiguo de las casas de campo, con profunda raigambre valenciana, desde el espectacular lienzo de cerámica que se anuncia en el recibidor hasta el deslumbrante limonero que preside el patio, auténtica alma de la casa. El escenario perfecto para paellas familiares, tertulias con vecinos, confidencias entre amigos. Un espacio al que se llega luego de atravesar el salón, reformado mediante el respeto a la distribución original aunque añadiendo alguna mejora y respetando la huella de la construcción primigenia.

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Una regleta del viejo alicatado resiste el discurrir de los días, como la cenefa de la antigua cerámica o la puerta de dos hojas de cristal que recuerdan a sus actuales propietarios cómo era la casa cuando la compraron. Una robusta columna en medio del salón sirve también como testimonio de aquel pasado, propósito al que contribuye una formidable escalera que conserva los peldaños tal cual los encontraron Amparo y Fernando, como sobrevive la barandilla en forja que acompaña nuestros pasos hacia la primera planta. Un espacio donde se ubican el baño y los dormitorios, a los cuales se accede por cierto a través de unas puertas que conservan los tiradores de cuando nacieron.

La visita concluye aquí arriba, desde la terraza donde la familia cultiva un pequeño huerto (coles, acelgas, pimientos) y se obtiene una estupenda vista del conjunto del barrio. Un total de 56 casas, luego de haber perdido por el camino otras ocho, que sucumbieron cuando se ganó un acceso más amplio hacia la calle Burgos. Un barrio que hasta hace poco contaba incluso con una extraordinaria rareza entre sus atributos: un pozo. El agua llegaba hasta las casas gracias a ese ingenio que permanece ahora seco en una esquina de la Aguja, herencia de aquella memoria rural con que vino al mundo. Eran los años en que esa clase de vida propia de este paraje alcanzó su plenitud y aquí llega la segunda lección de historia que Fernando nos regala. Historia en este caso personal. Su propia memoria entreteje los recuerdos de cuando los más pequeños del barrio hacían la vida en el exterior, jugando al fútbol en su versión callejera o se bañaban incluso manguera mediante en piscinas portátiles que añadían jolgorio infantil a aquellos veranos que parecían eternos. Un lejano eco de esos días que los habitantes del barrio reviven de vez en cuando, organizando por verano cenas en la calle que garantizan el factor clave para entender qué significa vivir en la Aguja: un profundo sentido colectivo vecinal.

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Acaba nuestro paseo. Mientras Amparo trajina por el interior, Fernando nos acompaña a la salida. Vemos entonces con sus ojos la magnífica estampa de su casa, en cuya autoría se nota la mano del arquitecto que firmó el proyecto: el estudio del gran Javier Goerlich, a quien los inquilinos cubren de elogios. Porque décadas después, sus criaturas resisten estupendamente el paso de los años al servicio de un ideal de confort propio de aquel tiempo, cuando era posible levantar dentro de Valencia casas de 120 metros cuadrados como éstas, a los que deben añadirse otros 40 metros de patio y, sobre todo, agregar la idea clave que nos traslada Fernando mientras se despide: el barrio de la Aguja, como sinónimo de arquitectura de calidad. La mejor arquitectura rural y también urbana.

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