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La vivienda de Picanya se ubica muy cerca al barranco del Poyo. Irene Marsilla
DANA en Valencia

¿Vivir en una planta baja? Nada volverá a ser igual en Valencia

Una reforma que elevó su vivienda salvó a una familia de Picanya: una lección que los expertos animan a replicar en favor de la seguridad doméstica

Jorge Alacid

Valencia

Viernes, 6 de diciembre 2024, 00:40

icanya, 29 de noviembre. Un mes después de la tragedia, Sergio abre las puertas de su casa situada en la calle Bonavista, al lado del ... barranco del Poyo. Huele a detritus todavía, pero la peste no borra la sonrisa de su semblante, porque tiene motivos (dentro del dolor y del espanto) para ver la vida con una luz adicional: ha vivido para contarlo. Su hogar se sitúa en perpendicular al cauce que esa noche se desató y sembró su curso de cadáveres: en concreto, a 133 metros de la orilla, como precisa Jesús Céspedes, arquitecto autor de la reforma de la vivienda. «Si hubiera estado a cien metros», aclara, «se hubiera necesitado permiso de la Confederación». Una reforma salvadora por cierto: la vivienda original se recalzó unos veinte centímetros hace un par de años, cuando Sergio y su familia (su mujer y dos niñas pequeñas que aquel 29-O se pusieron a salvo en la casa de una amiga, que vive en el quinto piso de un edificio cercano) se pusieron en manos del despacho de arquitectura para darle una nueva vida a su casa, ubicado en una planta baja. Una de tantas plantas bajas tan propias de la cultura doméstica valenciana que ese día infausto se convirtieron en trampas mortales para sus ocupantes.

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Esa decisión de evitar que se entrara en la vivienda desde el puro ras de suelo impidió que el agua que rodeó todo el barrio arrasara este coqueto espacio, que cuenta al final con un patio donde la reforma incluyó una pequeña piscina. También el lodo, según sospecha Sergio, formó una especie de dique entre los recovecos del edificio por donde el agua pugnaba por entrar aquella noche. Una pared que hizo de barrera natural, de manera que apenas unos pequeños charcos, fotografiados por Sergio al día siguiente, estropearon algún mueble o ensuciaron el suelo. Incidencias menores: nada que ver con el desastre que sufrieron casas vecinas, situadas en la misma calle: tanto las más próximas al barranco, donde residen amigos de Sergio que se emociona contando su triste peripecia, como hacia el fondo, por donde discurre la vía férrea.

Un talud que se elevaba sobre la cota cero y que, según sus tesis, devolvía hacia el barranco (y hacia las arrasadas viviendas cercanas, con coches y más coches arrastrados por la fuerza del agua) una riada que le sorprendió en Valencia: cuando volvió, comprobó que los suyos estaban bien y su casa había sobrevivido, se consideró un hombre afortunado. Le salvó ese pequeño vuelo que Céspedes habilitó para su casa, metiendo una solera de hormigón y otros materiales para salvar posibles contratiempos, sin pensar que esa decisión técnica serviría además para que su reforma sirva ahora como posible ejemplo para casos semejantes. Para todos los habitantes de tantas y tantas plantas bajas en el cauce del Poyo, el Magro y otros amenazadores barrancos que hoy se hacen una inevitable pregunta: si viene otra riada, ¿qué será de ellos? De sus vidas y de sus propiedades.

Una pregunta que tiene una contestación empírica (el ejemplo de la vivienda de Sergio y los suyos) pero también científica, como explica desde la Universitat Politècnica, su profesor Francisco Juan Vidal, catedrático en el Departamento de Expresión Gráfica Arquitectónica. Vidal ha investigado en profundidad esa tipología tan propia de las construcciones de la tierra, que es también común «en la arquitectura popular» de otras regiones». «La inmensa mayoría de las viviendas tradicionales ubicaban los espacios habitables en planta baja, que son los que mejores condiciones ofrece de habitabilidad, accesibilidad», afirma. Vidal aporta para respaldar este dictamen un interesante trabajo elaborado por Carmen Cárcel, una antigua alumna que se doctoró con una tesis, precisamente, sobre el caso concreto del barrio de Campanar, donde se observa con detalle, en efecto, esa tendencia a habilitar como espacio doméstico las plantas bajas de las viviendas de todos esos enclaves donde Valencia es (todavía) ciudad y huerta a la vez.

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Sostiene Vidal que «la tipología tradicional de casa rural», según esa denominación popular que bautizó su construcción como «a una o a dos manos» (es decir, con planta baja, cambra y patio posterior) está muy enraizada «con la identidad cultural del ámbito de la huerta histórica de Valencia». «Es decir», prosigue, «que se puede considerar una herencia del pasado que forma parte de nuestro patrimonio arquitectónico más vernáculo». «Eso le otorga un valor que conduce a su apreciación y a su conservación, además de funcionar como una seña de identidad», opina. Ese indudable valor que distingue a esta clase de construcciones y contribuye a forjar el ADN valenciano, esa inconfundible estampa que distingue a tantas localidades y perceptible también en la ciudad de Valencia, se ha ido desdibujando con el paso del tiempo «con la aparición y la proliferación de los inmuebles con distribución en propiedad horizontal», recalca Vidal. Un fenómeno que se precipita cuando triunfa la idea de ciudad, se ocupan las medianeras entre edificaciones y el perfil rural de tantas localidades huertanas, incluidos los barrios periféricos de la capital, se empieza a batir en retirada. «El abandono acabará siendo definitivo con la introducción, en las primeras décadas del siglo XX, de una instalación determinante: el ascensor», añade Vidal.

También recuerda que se trata de una tipología superada por la tendencia, muy acusada sobre todo «en las poblaciones de los cinturones de las grandes ciudades» (como es el caso del entorno metropolitano de Valencia) a introducir «un urbanismo de menor densidad basado en viviendas de tipo unifamiliar, inspirado en el urbanismo anglosajón y del norte de Europa», que convive sin embargo en el caso valenciano con la preservación de su cultura arquitectónica más arraiga. Un modelo ahora en cuestión. ¿Debería repensarse, a la luz de esta tragedia, la obligación de dotar a las plantas bajas de mecanismos que aseguren una rápida evacuación y mejoren la seguridad de sus habitantes? En ellas suelen residir, como se observa trágicamente en este caso, las personas con movilidad reducida o las de edad más avanzada, un factor que tal vez justificaría la obligación de dotarse de ese elemento que mencionaba Vidal: el ascensor, un mecanismo del que carecen la mayor parte de viviendas inundadas por la DANA, por razones de espacio en algún caso, económicas en otros, o una mezcla de ambas.

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Imágenes de la casa en su actual estado; sobre estas líneas, cómo el agua apenas pudo superar la superficie con que se recalzó en su reforma.

Vidal tiene claro que «lo que nos enseña la riada es que habitar las plantas bajas en zonas inundables supone un riesgo muy elevado, difícil de asumir en el futuro». ¿Soluciones? Habilitar un ascensor sería una de ellas, aunque el catedrático de la UPV se decanta por «fórmulas o protocolos realistas de adaptación al riesgo en todos los aspectos», incluido un aspecto central: modificar también «los hábitos y costumbres de sus habitantes». Entre esas fórmulas que menciona Vidal podría figurar la réplica de la exitosa reforma emprendida en Picanya y otros casos semejantes, como asiente su propietario, mientras la visita ya concluye. Reformar las antiguas construcciones, aún hermosas y en buen estado de conservación, de una superficie sobrelevada que, cuando se construyó, suscitó en la familia una conformidad que todavía recuerda Sergio: «Nos pareció que estaba bien porque, además de evitar la humedad, también pensamos que como el barranco está tan cerca…»

Puntos suspensivos, un vacío que se rellena por sí solo a la entrada de su casa, reciente el recuerdo de la riada en la calle que cruza en paralelo a la vía del tren, donde se acumulan por decenas los coches cubiertos de barro y los amontonados, también en altísimo número, en una parcela próxima, carne del perito de seguros. El barro salpicó las casas vecinas, dejó su trágica huella en las construcciones de enfrente, arrasó con las propiedades de amigos y conocidos y segó la vida de doce vecinos, un fúnebre balance al que obedece el semblante pesaroso con que Sergio dice adiós desde su casa. La casa milagrosa salvada, un oasis en medio de la destrucción reinante: porque sí, se confiesa afortunado por haber sobrevivido a la catástrofe, pero en su yo más íntimo habita también un dolor muy profundo. «Todos en Pincaya estamos más tristes», dice con un hilo de voz, una sonrisa dulce y amarga a la vez. «Es inevitable», añade. «En cuanto hablas, te emocionas enseguida».

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