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Enrique Rambal y el teatro espectacular

Enrique Rambal y el teatro espectacular

POPULAR Nacido en Utiel, empezó en Valencia su gran carrera y triunfó en España y América con obras llenas de recursos fascinantes

Domingo, 15 de octubre 2023, 00:01

A Enrique Rambal García se le adora en Utiel, su ciudad natal. El instituto lleva su nombre y los aficionados al teatro cultivan su memoria. No es para menos: Rambal estrenó 1.789 obras de teatro, en su mayoría producciones especulares, de asombro, que fascinaban al público con sus efectos de luces y sonido. Luchó contra el cine, pasó la guerra civil en Valencia y trabajó por el teatro, como una fiera, hasta que el cinemasope acabó con su magia. Una moto le atropelló en la plaza de América y acabó con su vida aventurera.

Hace ahora cien años, el 15 de octubre de 1923, el público teatral valenciano encontró en el Principal su mejor aliciente: Enrique Rambal volvía a casa después de una larga ausencia. Y lo hacía con una compañía de posibles en la que era director artístico Luis Linares Becerra. El repertorio que anunciaron impresionaría a cualquier espectador de nuestro tiempo: «Los tres mosqueteros» (gran espectáculo). «El misterio de la mano de nieve» (efectos escénicos). «El secreto del doctor Wolfran» (obra de emoción). «El conde de Montecristo», «El hombre invisible», «Los Miserables» y diez títulos más. Pero, por encima de todos, un logro de rabiosa actualidad: «Los cuatro jinetes del Apocalipsis».

Con gran maestría y muchos medios técnicos, Rambal daba espectáculos basados en escenas truculentas, argumentos policiales con crímenes y fascinaciones confeccionadas a base de efectos de luces, humos, bengalas y sonidos. Pero en 1923 dio un paso más y, tras el éxito conseguido en Madrid, llegó a Valencia con una adaptación de la novela de Blasco Ibáñez, conseguida del maestro por Linares Becerra. «Los cuatro jinetes», en este caso, no era un cuadrito de efectos especiales: eran seis actos, nada menos, que contaban la novela sobre la Guerra Europea siguiendo, sobre todo, la pauta de la película de Rex Ingram con Rodolfo Valentino de protagonista. Por decirlo pronto, era la novela y la película más famosa de la década, puesta en escena por el famoso Rambal.

En un diario de Madrid encontramos explicación al cambio de estilo. «El género policíaco sucumbe. Afortunadamente el público se ha desinteresado de las aventuras más o menos ridículas entre policías y ladrones. Después de realidades como la muy reciente del atraco habido en la fonda de la estación del Norte, en Barcelona, que le vayan al público con sucesos emocionantes. Rambal se ha dado cuenta del cambio de opinión». Y triunfó; porque el público sencillo quería las emociones, los sueños, las simulaciones que urdía la cabeza del maestro, al hilo de los cambios de la moda visual. El regreso de la obra de Blasco a Madrid, al teatro Fuencarral, se tuvo que demorar hasta primeros de noviembre porque el éxito del Principal así lo requería. Aunque en Madrid llegó aderezado del necesario «Don Juan Tenorio», con un Rambal que declamaba el verso como nadie.

La estación de Utiel

Enrique Rambal nació en Utiel, en 1889: su padre era el jefe de la estación ferroviaria. En Utiel estudió las primeras letras y, ya de muchacho, se vino a la gran ciudad, donde se empleó como cajista en una imprenta. En 1910 estaba enrolado en una compañía de teatro para aficionados, en El Micalet, cuando fue contratado por el actor Manuel Llorens. Pero en 1912, a los 23 años, el actor de Utiel echó por la calle de en medio y fundó su propia compañía, que debutó en el Princesa con «El perro Fantasma». «La almoneda del diablo», una obra llena de efectos que solía darse por Navidad, fue uno de sus primeros éxitos, seguido del clásico «La escaleta del dimoni».

Drés Amorós, en un esbozo biográfico, escribió que «su vida es una novela llena de anécdotas increíbles: recorrió Hispanoamérica con su compañía una docena de veces, ganó y perdió millones, fue un ídolo popular». Además de actor, Rambal, expresivo hasta la exageración, adaptaba obras e imaginaba escenarios que nadie se había atrevido a meter en la caja de un teatro: porque además de folletines y melodramas lacrimógenos, era capaz de escenificar «20.000 leguas de viaje submarino» y simular el paseo de los buzos entre tiburones y pulpos con más intensidad que la de Julio Verne.

No le tenía miedo a nada. Con «El mártir del Calvario», la pasión y muerte de Jesús puesta sobre las tablas, logro 5.000 representaciones. La gente lloraba al ver la imagen de Cristo crucificado; estuvo tres años seguidos haciendo la misma función. Y montó obras que, en ocasiones, requerían de la presencia de 175 personajes y una ropería por la que ya valía la pena pagar la entrada. No es extraño, pues, que en Valencia tuviera un taller propio para el suministro de sastrería o que la compañía fuera precedida de un utillaje técnico y de decorados, también pintados en talleres valencianos, que pesaba veinte toneladas.

La guerra civil

De Rambal llama la atención que la guerra civil la pasara trabajando en Valencia, en el teatro Principal, que había sido incautado por los sindicatos, y que eso no le pasara factura posterior. Trabajó para el Frente Popular en lo suyo, que no era otra cosa que el teatro y los espectadores. Estuvo en la compañía que, junto con el propio Benavente, puso en escena «Los Interese creados» en la ciudad bombardeada. Pero tras la guerra siguió ganándose el pan con lo que sabía hacer, que era entretener al público. Que se adaptaba a la moda del cine y era capaz de llevar a la escena lo último que tuviera taquilla, fuera Drácula, un descarrilamiento de un tren en un baño de sangre, o la «Rebeca», de Hitchcock, que puso en escena en 1944 con 19 personajes y 26 cuadros teatrales distintos, incluyendo el fondo del mar y el incendio de la mansión.

Teatro en su estado puro, espectáculo en el que aprendieron actores como Carlos Lemos, Ismael Merlo o Fernán Gómez. Y un permanente escarceo con el gran competidor, el cine, que le quería robar espectadores. Las cosas se le complicaron, claro está, con la llegada del cine en color y, sobre todo, con el cinemascope. Hacia 1952, su género, su biografía misma, dieron signos de agotamiento; ya no era posible mantener el combate de los años 40 con las comedias musicales de Hollywood y su carrera se paró.

Un día de mayo de 1956, cuando cruzaba la plaza de América, su vida terminó de una manera absurda y brutal. Murió atropellado por una moto. Ese año se estrenó «Los Diez Mandamientos», de Cecil B. de Mille con una escena asombrosa, la del paso del Mar Rojo y las aguas abriéndose, que él hubiera intentado reproducir con su ingenio portentoso.

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