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Aurelio Martínez, hoy presidente de la Autoridad Portuaria de Valencia, concurrió a las elecciones municipales de 1995 con la idea de hacer del puerto un «Balcón al mar». Rita Barberá, que le venció en aquella ocasión, hizo suyo, después, el lema de su contrincante. Luego supimos que Martín Domínguez, director de este periódico, usó el término, como aspiración, en su libro «Alma y tierra de Valencia», de 1941. Ahora podemos decir que la idea de tener en el puerto «un balcón sobre el mar», es anterior a todos ellos. Y que la acuñó este periódico en 1930, cuando al fin estuvo terminado el dique norte rematado por el histórico faro. En cuestión de semanas, los valencianos se apropiaron de un paseo que «metía» al visitante dos kilómetros dentro del mar: el paisaje de siempre cambió todas sus perspectivas.
Los valencianos conocían su mar desde la orilla de la playa. Acudían a los balnearios y se congregaban en «les barraquetes» para bañarse, comer y tomar el sol; la alternativa veraniega del paseo de coches de la Alameda era el paseo de Caro, donde ahora está la terminal de Trasmediterránea, y la escollera. Pero el dique norte lo cambió todo: desde el día del Carmen de 1930 «la dirección del puerto, consecuente en su labor callada, pero constante y eficaz, de mejorarlo en todos los puntos de vista, ha dejado abierto al público el extremo del dique Norte, sucesor aventajado, como paseo, de la escollera de la Punta de la Farola de antaño, tan frecuentada por berlinas, milords y tartanas, vehículos que ya resultan casi ancestrales».
La crónica firmada por «Máster» (quizá Santiago Carbonell) que publicamos el 18 de julio de 1930, decía que el nuevo paseo era un «lugar incomparable para los aficionados al mar». Desde ese punto, el observador podía ver todo el puerto y los astilleros y, hacia el sur, Cullera y el cabo San Antonio. Hacía el norte, las playas del Cabanyal y la Malvarrosa, y un gran arco de tierra hasta Sagunto. «Y al frente, el Mediterráneo azul, salpicado de velas blancas. y de cuando en cuando por el penacho del humo de los vapores». Si Tarragona tenía un «Balcón al mar», ahora «Valencia puede jactarse, no sin razón, de esta Terraza del Mediterráneo, dentro del cual avanza 2.230 metros y cuyo punto extremo, el morro del dique Norte, donde se eleva el nuevo torreón del faro, dista casi siete kilómetros del centro de la ciudad».
La Junta de Obras del Puerto de aquel momento había culminado, después de más de veinte años de esfuerzo para ganarle terreno al mar, un paseo de más de dos kilómetros de largo y 11 de ancho en el que se autorizaba el paso de coches y se vetaba el acceso de vehículos de carga y caballerías. Se había habilitado, además, un cómodo espacio de viraje, de modo que junto al espaldón cabían ahora, estacionados en fila, hasta 200 automóviles que solo debían tener la precaución de dar la vuelta y quedar enfilados hacia la ciudad.
Había kioscos de refrescos y se autorizaba la pesca con caña. Los paseantes, tras dejar el coche, tenían, «en la parte alta del espaldón», un paseo de tres metros de anchura con un pretil en forma de banco y una barandilla de protección. Valencia, en efecto, tenía ahora el mayor paseo que podía imaginar, con un banco «donde pueden sentarse hasta 1,500 personas». ¿Qué cabía esperar, pues? Pues el periódico, tras señalar que había una policía portuaria decidida a hacer cumplir las reglas esperaba que no deambulara por el mirador «gente impropiamente vestida para transitar por un paseo de esta clase». Y también que los vigilantes mostraran «severidad con los impetuosos conductores de automóviles». Porque el puerto ofrecía una oportunidad única, que la ciudad debía aprovechar «sin llegar a confundir su democratización con la chabacanería».
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Aún hay en la crónica un matiz sociológico especialmente atractivo. El «encuentro» de puerto y ciudad se estaba produciendo gracias a un «cruce», un mestizaje de personas. Mientras el alcalde, marqués de Sotelo, era marino militar de carrera y estaba haciendo progresar a la ciudad un «formidable avance urbano», el puerto alcanzaba sus metas de la mano de ingenieros civiles: Federico Membrillera al frente de la Junta de Obras y, a su lado, tres apellidos gloriosos en la profesión: Vilar, Viciosa y Dicenta. Ellos «han llevado a la zona marítima las grandes mejoras de urbanización que tierra adentro han efectuado los hombres de mar».
Durante medio siglo, entre 1930 y los primeros años ochenta, Valencia disfrutó de ese paisaje del mar salvo durante el paréntesis de la guerra civil. La ampliación portuaria, y las nuevas normas de seguridad, terminaron con la posibilidad de frecuentar un paseo, el del Faro, que aún reside en la memoria de miles de valencianos. Era facilidad para el acceso de coches ha permitido excusiones al sol, pesqueras inolvidables, tardes románticas, millones de fotografías de puestas de sol, más de una caída al agua de coches mal frenados e incluso casos de suicidio al volante. El paseo, la casona donde estaba la estación de radio y la mole del faro forman parte de la memoria colectiva de la ciudad.
F.P.P. | El faro histórico de Valencia fue fundado por Alfonso XIII en su visita a Valencia de marzo de 1905. El rey, en una ceremonia que se produjo a pie de obra, firmó los documentos que hay guardados en una arqueta especial dentro de una primera piedra que en realidad fue el primer bloque colocado por la grúa de vapor que, durante los siguientes veinte años, habría que construir el dique Norte. Conforme el dique avanzó dentro del mar, el faro se fue desplazando. Y la recia mole de mampostería que se quiere derribar o quizá reconstruir, es la que los valencianos pudieron contemplar en julio de 1930, fotografiada en el Almanaque del periódico para 1931.
El acta de la ceremonia, encerrada en la arqueta, informa a sus futuros descubridores que el faro se instaló provisionalmente en el límite de las obras viejas del dique del Este, y que «se emplazará definitivamente al extremo del dique Norte cuando estas obras se acaben». Mediría 20 metros de altura y habría de tener una visualidad de 18 millas. La linterna fue colocada en marzo de 1909 y empezó a lucir, tras las correspondientes pruebas, en mayo de ese mismo año, según leemos en LAS PROVINCIAS.
La presencia del monarca en el puerto fue una fiesta en la que se aglomeraron miles de valencianos. Solo fue ensombrecida por un entierro que circuló a la vista del monarca: enterado de que se trataba de un «pobre trabajador», don Alfonso ordenó al comandante de Marina que se dieran 100 pesetas de ayuda a la familia. Dos convoyes de ferrocarril llevaron al monarca y a los invitados hasta el extremo del dique de Levante, donde tuvo lugar la ceremonia. Don Alfonso usó una paleta de plata y marfil.
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