Un afortunado gana el bote de 1.214.432,18 euros en la Bonoloto de este miércoles en un municipio de 10.000 habitantes
Un emblema. El pabellón del artista Carlos Cortina se ubicó en 1926 y se montaba cada año en la Alameda. LP

Una feria siglo y medio con los valencianos

El origen de las celebraciones de julio tuvo lugar en las corridas de toros que se celebraban con ocasión de Sant Jaume

Domingo, 25 de julio 2021, 00:56

Los toros, sí. La fiesta taurina, tan mal vista ahora por el Ayuntamiento, está en el origen de la Feria de Julio valenciana, llamada ... ahora Gran Fira de Valencia. El año pasado no pudo celebrarse, a causa de la pandemia, y en la presente edición ha regresado, llena de cautelas, bajo un lema -'¡Hola!'- que parece un saludo tímido ante una puerta cargada de incógnitas. El caso, sin embargo, es que la Feria cumple 150 años en esta edición. Y aunque el Ayuntamiento no ha olvidado la efeméride, tampoco ha preparado, que se sepa, una exposición, una publicación o unas pequeñas charlas que se lo recuerden a los valencianos.

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Decíamos que en el origen estaban los toros. El Hospital de la Diputación, propietario de la plaza, preparaba para Sant Jaume - hoy mismo- una feria taurina que tenía la virtud de atraer a cientos de forasteros a la ciudad, una ocasión que aprovechaban todos, desde los ferrocarriles a las casas de huéspedes, desde los comercios a las casas de comidas, para hacer una rentable temporada. Porque los toros reunían entonces a multitudes, ricos y pobres. Después de los toros, y más si había amenaza de epidemias, la ciudad se vaciaba y la burguesía salía «pitando» de veraneo, a la montaña, a la finca del pueblo o al Cabañal. Hasta que tres concejales quisieron enmendar el asunto y propusieron al pleno municipal, el 12 de diciembre de 1870, que el Ayuntamiento prolongara la aglomeración de los toros con un programa que se extendiera hasta los primeros días de agosto.

El maestro Vicente Vidal Corella buscó y aireó los nombres de los tres concejales: el comerciante Pedro Vidal, que abría su tienda en la plaza de Santa Catalina; el médico José Saura, del barrio de la Trinidad; y Enrique Ortiz que al parecer era una eminencia en todo lo que fuera mover cotarros ciudadanos. El papel que le presentaron al alcalde Vicente Urgellés convencía. Se trataba de organizar «una feria anual y exposición de productos y ganados de toda clase que debería celebrarse en los últimos días de julio, época en que terminada la recolección de las principales cosechas y en la que se celebran las corridas de toros, se considera la más apropiada para atraer concurrencia».

Cartel de 1907. El programa incluyó carreras de motos y bicicletas y ascenso de globos aerostáticos. LP

La fiesta también es comercial

El profesor Antoni Ariño, en uno de sus libros, recuerda que la vertiente comercial fue enseguida arropada por «un clima claramente festivo, que iba desde los bailes y veladas en las tiendas y pabellones hasta los espectáculos y competiciones». Lo festivo se impuso a lo comercial.

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Pero como el resultado práctico también era comercial, el teniente de alcalde Mariano Aser triunfó en su idea de unir a la iniciativa privada -círculos y sociedades, pero también toda clase de empresarios interesados- en el apoyo a un calendario que enseguida se fijó en la Alameda, el lugar elegante de la ciudad, el paseo donde la gente iba a exhibirse después de haber lucido el palmito en los toros.

Amigos del País, la Sociedad Valenciana de Agricultura, la Escuela de Veterinaria... Todos aceptaron formar parte de la organización, en la que los periódicos fueron invitados a tener un representante, junto con el cronista de la ciudad, Vicente Boix, y el secretario del Ayuntamiento.

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LAS PROVINCIAS resumió el milagro valenciano de la unanimidad alabando el resultado: «Todo el comercio, agricultura, industria y artes, han podido realizar en quince días la maravillosa transformación que se ha hecho en nuestro hermoso paseo de la Alameda».

Valencia se volcó con la idea de la Feria. Menudearon ofrecimientos de rifas de caridad y bailes de salón. Mariano Aser se lo trabajó y logró la presencia de pabellones que serían complemento del propio del Ayuntamiento.

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Don José Campo, propietario de la compañía de ferrocarril, se frotaba las manos ante la llegada de cientos de viajeros por la línea de Xàtiva y aceptó ofrecer tarifas rebajadas. Pero cuando se puso el traje de dueño de la compañía del gas no dudó en regalar a la Feria el arco triunfal que convirtió la Alameda en una ensoñación de gran ciudad.

Le pidieron ayuda para el alumbrado de petróleo, que costaba 12.000 reales, y su respuesta, según Vidal Corella, fue mejor que la esperada: «La palabra imposible está borrada de mi diccionario». Y sus obreros se pusieron a hacer zanjas día y noche para que el gas llegara hasta el arco de estilo mozárabe que decidió levantar y hasta los pabellones en ciernes. La Feria fue la primera gran instalación -70.000 metros cuadrados- alumbrada por gas en la historia Valencia. Las combinaciones traídas desde Londres permitían juegos de luces y dejaron a la gente con la boca abierta; más, sin duda, que el arco preparado por el Ayuntamiento, que no fue pequeño.

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Como siempre, los valencianos triunfaron en el 'pensat i fet'. La Feria, programada entre los días 21 y 26, se terminó prolongando hasta el 30 debido a que los primeros días fueron de chubascos. Pero todo se hizo a última hora: el bando municipal lleva la fecha apurada del 18 de julio. Y contiene previsiones para casi todo: si un niño se perdía en la Feria debía ser llevado al convento de San Juan de Ribera; si se perdía en la ciudad, al Repeso municipal. Y de ese documento data la primera regulación de los coches de alquiler para que no atosigaran a los viajeros: una tablilla con la que el cochero indicaba si estaba libre o esperaba cliente.

Martínez Aloy subrayó que el milagro se hizo en solo dos semanas y sin que el Ayuntamiento tocara un solo céntimo de su presupuesto. «El éxito -dice- coronó los esfuerzos de la junta organizadora. Llenóse Valencia de forasteros y el comercio y la industria obtuvieron las primicias de una verdadera fuente de riqueza».

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La batalla que llegó desde la Costa Azul

F.P. PUCHE | La Batalla de Flores lleva fecha de 1891, un año especial en el que Valencia había levantado al fin, en el Parterre, el monumento a Jaume I, sufragado por suscripción popular por iniciativa de este periódico. Desde 1889, el Ravachol, el tranvía de vapor que iba a la playa, pasaba por debajo del arco de la Feria y ahumaba a las damas y caballeros que disfrutaban en los pabellones. El barón de Cortes, un aristócrata cazador, se mostró en este caso dispuesto a traer a casa un festejo nacido en la Costa Azul. Niza era en el siglo XIX, y sigue siendo, un refugio francés para la burguesía que huía de los conflictos de París y el retiro dorado de muchos ingleses con recursos. Allí, en la 'Promenade des Anglais', la fiesta del Carnaval, desde 1876, era marco de una singular 'Bataille de Fleurs' inventada por Adrien Saetone. Don Pascual Frígola, el barón de Cortes (de Pallás) se preguntó si Valencia, tierra de artistas y flores, no podría hacer lo mismo. Y se respondió que sí. El primer premio de carrozas de esa singular Batalla que este año tampoco se va a poder celebrar, todavía lleva su aristocrático título. Esforzado animador de fiestas, don Pascual encontró claro eco en el Ayuntamiento y el festejo arraigó de inmediato entre los valencianos.

Con el tiempo, la Feria de Julio casi no era otra cosa que la Batalla de Flores. Un certamen que tenemos asociado a las grupas, a los brillantes trajes de valenciana, a carrozas inverosímiles que un día de 1907 deleitaron a la infanta Isabel, la Chata, y otro de 1941 a doña Carmen Polo, desde luego de Franco. Ministros y toreros, embajadores y artistas de cine, han pasado alguna vez por la tribuna municipal, en una tarde calurosa de verano, para asistir a la brega valencia de las flores, más famosa en tiempos que el propio balcón municipal fallero que no existió hasta los años sesenta. Fruto de ese glamour floral, Valencia, como un reloj, acudía puntual al No-Do y antes a las páginas de las revistas ilustradas -'La Esfera', 'Nuevo Mundo', 'Mundo Gráfico', 'Estampa'- que dedicaban espacio al colorido espectáculo de los clavelones y a la perfumada alfombra de la murta.

Y como símbolo inefable, el pabellón. El edificio efímero de las tres cúpulas, obra de Carlos Cortina, que desde 1926 a 1973 presidió el ferial valenciano y se hizo fondo fotográfico de todos los festejos, desde 'les corregudes de joies' a las carreras de bicicletas, presentes en el programa de la Feria desde principios de siglo.

Los comercios y los talleres cerraron a mediodía el 20 de julio para que los trabajadores pudieran ver la cabalgata inaugural, que fue brillante, espectacular al hilo de las crónicas publicadas. Recorrió las calles del centro y desembocó en el ferial, donde los pabellones del Círculo Valenciano, de la Sociedad de Agricultura, el del Casino de la plaza de Mirasol, rivalizaban con el del Ayuntamiento y la Diputación. Y en las noches sin chubasco, los fuegos artificiales volvieron a dar al cielo de Valencia el aire soñador de las mejores fiestas. Banderolas y guirnaldas, templetes y adornos luminosos transportaron a la gente, aunque a pequeña escala, al ambiente de la gran exposición del Crystal Palace de Londres, de 1851. En un tiempo en que aún estaban por llegar las exposiciones internacionales, Valencia solo había conocido algo parecido cuatro años antes, en 1867, en la Exposición del Centenario de la basílica de la Virgen.

El profesor Antonio Ariño subraya de modo especial el origen laico de la Feria de verano de Valencia, nacida como atracción en sí misma. Está al margen de la abundante tradición religiosa, aunque en ocasiones tuviera algunos actos de esa índole. Vidal Corella señala cómo, en años sucesivos, extendió su calendario, arraigó en la ciudad, mostró su potencia comercial y fue aumentando sus alicientes con festejos nacidos en los nuevos tiempos entre los que destacan el Certamen de Bandas y la Batalla de Flores.

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LP

La cita que nunca llegó

Esta publicación, que llevaba por título 'Joyas valencianas', contiene el programa de una Feria de Julio que finalmente nunca se llegó a realizar, la del año 1936, fecha en la que dio comienzo la Guerra Civil Española. El conflicto impidió cualquier celebración ese y los siguientes años. El folleto fue editado por Ortíz Bau. Se trataba de una guía para disfrutar de Valencia, sus jardines, museos y monumentos y de sus famosas fiestas. «Venid los turistas a nuestra Feria de Julio seguros de no perder el viaje», decía. El programa oficial de la feria de ese año se iniciaba el 20 de julio y se debía haber prolongado hasta la Batalla de Flores, que en esa ocasión se iba a celebrar el miércoles 5 de agosto.

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