![El guardián del Patriarca](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/04/19/_DSC2415-RNVwgNXdFGISmhEMZlspysM-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
![El guardián del Patriarca](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/04/19/_DSC2415-RNVwgNXdFGISmhEMZlspysM-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
Secciones
Servicios
Destacamos
Con un brillo pícaro en la mirada, casi infantil, que desmiente su imagen de caballero como de otro tiempo, la seriedad y el rigor científico que son su rasgo distintivo, Daniel Benito Goerlich se despide de las visitas con una frase en tono irónico pero ... muy descriptiva del papel que ejerce en el Colegio del Patriarca: «Yo siempre digo que soy el enviado de Juan de Ribera para asegurarme de que su legado se conserva como debe». Ese guiño travieso con que pronuncia estas palabras es el mismo que empleó para advertir, cuando el recorrido por la iglesia, el museo, el patio o la capilla de la Purísima ya concluía, que debíamos seguir sus pasos hacia los pisos superiores, donde esperaba otra de las joyas de este magnífico monumento, que tal vez por alojarse desde tiempo inmemorial en el corazón de Valencia tiende (paradójicamente) a pasar desapercibido. Es una presencia tan familiar que evita pensar en él como lo que es en realidad: una suerte de Escorial valenciano, a su escala. Un tesoro que alberga por ejemplo el apabullante legado formado por 36.000 protocolos notariales que custodia en las plantas cimeras del Colegio, hasta donde nos guía siempre con ese brillo divertido en los ojos. La clase de mirada con que un mago se dispone a ejecutar su truco final.
Así que cuando abre la puerta de las antiguas estancias colegiales, reconvertidas hoy en la sala que custodia ese deslumbrante alijo, Goerlich recuerda a un adolescente a punto de cometer una travesura. O al mago citado. Alehop, y detrás de un cuadro encuentra una llave. Otro alehop y enciende la luz mientras ingresa en el archivo, iluminado ahora en toda su enorme magnitud: miles y miles de documentos, agrupados en cartapacios (los así llamados protocolos), que esconden lo que nuestro guía define en una frase feliz: «Esta es la memoria de Valencia». Lo dice porque escondidas en estos legajos habitan las vidas de quienes nos precedieron, que acabaran según el protocolo vigente en la antigüedad (y todavía hoy) confesando sus virtudes y sus pecados no ante el párroco de guardia, sino ante quien ejercía ese rol en la jurisdicción civil. A saber, los notarios. Notarios como este Gaspar Falcó, cuya firma examina con una curiosidad genuina y de nuevo juvenil el profesor Goerlich, abriendo al azar una página para que sirva como ejemplo de la riqueza documental que atesora el Colegio del Patriarca.
Noticia relacionada
Jorge Alacid
Ha tenido suerte, por cierto. Escritos con primorosa caligrafía en valenciano antiguo, estos añejos papeles detallan cómo el notario tuvo que pronunciarse allá en el año 1660 sobre un conflicto entre regantes, un pleito de aguas que incluye alguna página tachada de la fecha a la cruz y un prolijo contrato cuyas cláusulas exigió firmar a los litigantes. Es sólo una prueba, una admirable prueba, del valor que encierran los 36.000 protocolos que atesora el Colegio y que Goerlich contribuye a custodiar llevado por el celo científico y también por el amor que destila hacia nuestra historia. «Es que aquí está todo», insiste. «La vida comercial, artística o profesional de Valencia, porque todos esos detalles se consignaban en los protocolos firmados ante el notario para que no hubiera lugar a dudas en casos de herencias o semejantes». Un auténtico striptease personal y familiar al que se entregaron nuestros antepasados, que gracias a donaciones y otros mecanismos de transmisión de conocimientos ha llegado hasta nuestros días y todavía (¡Todavía!) alienta algún milagro como los que Goerlich cita admirado.
¿Por ejemplo? Por ejemplo un hallazgo reciente. Una profesora australiana de la Universidad de Hong Kong llegó hasta Valencia siguiendo el rastro de una investigación sobre la historia de la música occidental, acudió al Patriarca, buceó entre sus protocolos y… Bingo. En estos anaqueles que Goerlich casi toca con la cabeza tropezó con un deslumbrante alijo que habla del fecundo pasado de Valencia como sede de una proteica industria musical de orden artesanal, con detalle de los compositores que aquí se alojaban por el siglo XVII e incluso de los lutieres que tenían sus muros en aquella ciudad pretérita. ¿Otro ejemplo? Al conservador del Colegio del Patriarca, maestro de varias generaciones de historiadores del arte no sólo valencianos, se le vuelve a iluminar la mirada cuando detalla un caso paradigmático: en la catedral de Valencia se custodiaba desde antiguo un hermoso relieve de alabastro, situado detrás de un altar dedicado a los santos Cosme y Damián, médicos de la antigüedad. Una pieza cuya autoría se desconocía hasta que (bingo, otra vez) alguien reparó en unos papeles dormidos en el archivo del Patriarca y descubrió, gracias al feliz azar que alguna vez alumbra el olfato detectivesco de todo investigador, que era una escultura debida a un insigne artista Felipe Bigarny, un tallista castellano de ancho prestigio que dejó entre nosotros esa imagen de la Resurrección que estuvo largo tiempo pendiente de datar y de conocer en profundidad.
Son solo dos de los innumerables ejemplos que Goerlich enarbola para resaltar el valor de este archivo que recorre ensimismado, como si fuera la primera vez que lo visita. Explica que los protocolos se organizan de acuerdo con un doble orden (por fecha y por nombre del notario), resalta que la madera que forja el haz de estanterías casi infinito, siendo de un material tan endeble, ha resistido muy bien el paso del tiempo y apunta hacia uno de los legajos donde, por el contrario, acaba de detectar cómo sufre el ataque de los xilófagos, esos incordiantes bichitos que se alimentan de papel a costa de amenazar la supervivencia de esta clase de archivos. Aupado a una escalera, como si el tiempo se hubiera detenido, parece dispuesto a permanecer en esa postura hasta la eternidad… hasta que repara en que llega la hora de cerrar. Ejecuta de nuevo su truco de magia, saca de no se sabe dónde la llave que preserva este santuario de la sabiduría que es su archivo, y acompaña a las visitas hasta la salida. Por el camino se admira ante la majestuosidad de algunos rincones que embellecen el Colegio, como la empinada escalera presidida por una imagen de Hércules que conduce al piso superior y que preserva la memoria de aquel Juan de Ribera, el patriarca de Valencia que dio nombre al Colegio (y también al pueblo de Alfara del Patriarca, donde instaló los hornos de cerámica que le proveían de los azulejos que festonean el edificio), cuya escultura nos saluda mientras decimos adiós a nuestro cicerone.
La obra debida a Benlliure es la hermosa pieza que preside el bellísimo patio renacentista, otra de las joyas que Goerlich preserva con esa mezcla de erudición y desenfado (milagro: es un contemporáneo que no se da importancia) que distingue su discurso, nada afectado. Un depósito andante de conocimientos, que tan pronto habla en latín como en castellano o valenciano, y que hoy se confiesa especialmente feliz… de nuevo con ese toque pícaro y travieso en los ojos. La razón de su dicha es muy mundana: hoy es jueves y en el Patriarca todos los jueves se celebra la fiesta del Corpus Christi. Una efeméride religiosa y también mundana, que el Colegio conmemora con un aperitivo que ya se aproxima y con un menú especial. Toca paella y Goerlich se despide relamiéndose. Saluda a un par de colegiales y dice adiós: adiós al enviado de Juan de Ribera. El guardián del Patriarca.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.