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L'Alcora, cuna de la industria cerámica de Castellón

L'Alcora, cuna de la industria cerámica de Castellón

REAL FÁBRICA. En el siglo XVIII, el conde de Aranda abrió un sector de alta calidad que dio trabajo a miles de familias hasta 1940; lentamente, el espacio se está recuperando

F. P. PUCHE

Sábado, 3 de diciembre 2022, 23:37

El tercer centenario está a las puertas: el 1 de mayo de 1727, la Real Fábrica Cerámica de l'Alcora empezó una andadura industrial y artística que se extendió, dando empleo a miles de familias, durante más de dos siglos. La mejor porcelana de España se cocía en sus hornos, con unos colores y una calidad que competía con la de los mejores talleres de Sevres, en Francia, o Meissen, en Sajonia.

En los mejores museos del mundo, junto con lozas de Manises y Paterna, hay piezas selectas que llevan el sello inconfundible del conde de Aranda. Al terminar la guerra española, el ciclo de aquella tradición quedó congelado en el tiempo. Pero la población castellonense de l'Alcora lleva muchos años queriendo recobrar la gran industria y su recuerdo.

Los primeros hornos recuperados, que son visitables, hablan de un pasado esplendoroso; pero hay que darse más prisa. L'Alcora presume sin temor de ser la cuna de la potente industria cerámica de Castellón.

La población de l'Alcalatén tiene a sus pies, en la llanura que se extiende hacia el mar, uno de los conglomerados industriales mayores de Europa, dedicado a las mil formas de la cerámica. Pero en la población, donde todo es cerámico empezando por el edificio municipal, saben que la estratégica existencia de docenas de minas facilita desde antiguo la abundancia de tierras especiales para la alfarería; y que los montes cercanos, hasta Teruel, han propiciado desde hace siglos la «fornilla», el monte bajo que caldeaba los hornos de cocer.

Felipe V, el rey que nos quitó los Fueros, tiene «la culpa» de todo. Dicen que este monarca de origen francés quería tener en la mesa porcelana como la de Sevres para su servicio. Se buscó una solución que no fuera la de importar tan costosas piezas: España necesitaba fabricar y exportar para cubrir los gastos de las guerras. La salida la encontró en Buenaventura Pedro de Alcántara Ximénez de Urrea, marqués de Torres y señor de Alcatalén, el IX conde Aranda.

En l'Alcora, un pueblo de sus dominios, había una larga tradición alfarera y una veintena de talleres. Bastaba con encauzar desde la modernidad el potencial creativo de los diseñadores, las manos hábiles de los alfareros, la gracia insuperable de las mujeres con el pincel y la destreza de quienes sabían cocer el barro con fuego de leña.

La aventura, que empezó con facilidades para importar materias primas y quitando los impuestos a las manufacturas nacionales, se convirtió en un milagro industrial de largo recorrido. Los trabajadores de la cerámica quedaron exentos de servir al rey con las armas; le servían mejor haciendo platos decorados para frutas y dulces, tabaqueras para el rape, mancerinas para el chocolate, soperas, jarros, fuentes, salseras, salvillas, tinteros y aguamaniles. Incluso bacías para afeitar a Su Majestad.

Una visita imprescindible

La reciente Asamblea de Cronistas del Reino nos dio ocasión de una doble visita cultural en l'Alcora. Si el Museo es un compendio perfecto de todas las etapas de producción de la Fábrica del conde de Aranda, con su cronología y una variedad enorme de modelos, la visita a la propia Fábrica es el exponente de un proceso de recuperación que ya muestra un gran esfuerzo, pero que debe continuar con la ayuda de la Generalitat y el Estado. Allí hubo, en 1805, hasta 10.000 metros cuadrados de industria, que ahora está congelada, allí hay una docena de naves por salvar de la ruina y muchos hornos por rehabilitar.

Cuando el viajero entra en uno de esos hornos, cuando le explican por dónde se inyectaba la leña durante horas, cómo la quemaban gradualmente, y cómo el calor subía del suelo para circular por las paredes refractarias y subir hasta la gran cúpula, se percata de la grandiosidad de la labor. En una hornada se apilaban hasta diez y doce mil piezas, delicadamente modeladas y pintadas. Y encerradas en cajas refractarias para su protección. Primero se necesitaba una cocción a 1.000 grados; después eran esmaltadas de blanco y se volvían a cocer. Más tarde se decoraban y pintaban y eran sometidas a una tercera cocción a baja temperatura, tras la que la pieza adquiría los delicados colores finales y la perfección que conocemos. Una cocción suponía 40 horas de trabajo continuado de docenas de personas.

Aranda, en l'Alcora, compitió con Von Tschirnhaus y con Böttger, los alquimistas de Sajonia. El décimo conde, que dirigió la industria en las décadas centrales del siglo XVIII, disfrutó de una plantilla de hasta 500 personas. Las piezas de l'Alcora viajaban por tierra a la Corte y a toda España, y por mar a media Europa y a las colonias americanas. «A tres leguas hay buena playa para embarcar», escribió Felipe V al razonar la fundación de la industria. Cuando la porcelana china tenía valor de oro, la fábrica castellonense estuvo compitiendo donde tenía que estar.

Los propietarios de la industria se esforzaron por retener a los mejores trabajadores. Las ordenanzas de la Real Fábrica indican que se laboraba diez horas en verano y once en invierno; y que los obreros viejos tenían una pensión, algo que solo se disfrutaba en gremios muy selectos, como el de la seda.

Junto a la empresa, l'Alcora, por orden del rey, tuvo una escuela donde se formaban 100 aprendices de los distintos oficios. Nada impedía que los especialistas en modelado o pintura establecieran también su propio taller. Eran «les fabriquetes», que produjeron piezas parecidas, en ocasiones tan buenas como las de la Real Fábrica, y en todo caso dotadas de un tierno aire popular, artesanal y humilde.

Esos sucedáneos nacieron en 1770, lo que obligó a los condes a marcar las piezas originales y después, en 1790, a prohibirlos. Pero nada pudo impedir que los artesanos ubicaran talleres fuera de la jurisdicción, en Ribesalbes o en Onda, de donde emana la industria actual.

Los dos primeros siglos de producción de l'Alcora son divididos en cuatro fases a tenor de los estilos que imprimían los jefes de diseño. Cada una se subdivide en series o tendencias, según la moda del momento. A finales del XVIII y principios del XIX, l'Alcora produjo la azulejería pintada a mano que tanto estimamos. Cubrió cocinas y zócalos de numerosas iglesias. A través de las producciones de la Real Fábrica, muchos especialistas han ponderado la calidad de las piezas pero han estudiado también cómo se vivía y comía en esos tiempos.

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