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Era el 'black friday' de su tiempo; una máquina de hablar y vender, un coloso de las rebajas, la atracción de niños, jubilados y soldados sin graduación. Era León Salvador, alias 'El Manchao', durante décadas el personaje más popular de las aglomeraciones de las Fallas y de la Feria de Navidad. Desde los años veinte a los cincuenta animó las ferias de toda España.
Se decía de él que hablaba más y mejor que don Emilio Castelar:
-Y este magnífico reloj despertador, que en París de la Francia se vende a más de 100 francos la pieza, León Salvador no se lo ofrece al público valenciano por 200 pesetas, sino por cien. !Qué digo cien! !Muuuucho menos! León Salvador, el demonio de las rebajas, el loco de las oportunidades, se lo va a dejar a los vecinos y viajeros de esta entrañable ciudad, en solamente diez miserables duros, cincuenta ridículas pesetas... una nadería, poco más que lo que cuestan dos bocadillos...
Había que estar al quite. En cuanto el 'gancho' situado en primera fila del público hacía un ademán, Salvador, el León del comercio popular, rugía:
- !Aaaad-judi-cadooooo al caballero!
Vendido el primer reloj al colaborador previsto, venía el goteo de compradores del desconocido despertador Rosko Patent, una marca oriunda de un remoto cantón suizo. En pocos minutos, 'El Manchao' había colocado todas sus reservas. Que siempre eran limitadas pero se regeneraban por la tarde, o al día siguiente, gracias a nuevas maravillas llegadas de Beirut, Bratislava, Frankfurt del Meno o cualquier otro rincón rimbombante que el charlatán se inventaba para embobar a los paisanos.
En 1932, en 'Mundo Gráfico', el periodista valenciano Vicente Viñals le hizo la mejor entrevista disponible al singular personaje. Fue donde confesó que había nacido en 1874, en el pueblo de Pedrajas del Portillo. «Sus relojes son eternos y sus paraguas irrompibles», escribió Viñals de un vendedor que hablaba por los codos aunque «no aprendió a hablar hasta los tres años». Octavo hijo de una familia de nueve retoños, León se marchó pronto de casa detrás de las faldas de 'Doña Aventura'. Para fregar platos en Barcelona y luego liar el hatillo tras el hijo de un fiscal que quería ser torero.
Capeas, noches al raso, hambre... hasta que la Guardia Civil hizo volver a Barcelona al aspirante a torero. León, banderillero vocacional, se largó a Francia y terminó toreando en Marsella, donde también fregó platos, hizo de camarero y ganó en el hipódromo un premio gordo que le permitió volver a Valladolid. Pero no, no era un hombre de empleos fijos, no había nacido para estar atado a una mesa: en el teatro dicen que hizo el coro en la zarzuela y fue ayudante del mago Onofroff. Cuando el maestro daba el pase de los polvos milagrosos, él tenía que hacerse el hipnotizado, poniendo cara de trance y aguantar a los canallas que iban al teatro a clavarle alfileres en las carnes.
Se le apodaba 'El Manchao' por las señas que le había dejado en la cara la viruela. Era feo, verdaderamente; pero hablaba tan bien... Tras años de miseria y trenes de tercera, fonduchos y noches de tripa vacía, Salvador parece que encontró el fin su camino, a principios del siglo XX, con el maestro de charlatanes, Pedro Gómez, Perico, de quien adquirió las artes de embaucar al público en verbenas y ferias de santos patronos. La suya fue, desde entonces, una vida ambulante y expuesta, una vida de buhonero parlanchín en la que se dejó melena suelta para convencer a los calvos con boina de las propiedades de un magnífico crecepelo. Y después, las hojitas de afeitar Piel Roja, los cuchillos Solingen, los afamados relojes Rosko.
La temporada de Salvador solía empezar en las Fallas y terminar en octubre, cuando el Pilar de Zaragoza. Pero la Navidad se la pasaba en Valencia con regularidad. Siempre con el tablado de la farsa a cuestas, tuvo tiempo para casarse como Dios manda en Valladolid y tener tres hijos que apenas le conocían. En 1932 confesó a Viñals que llevaba «treinta años ya en el oficio» y que podía recaudar algunos días «70.000 pesetas», que no estaban «nada mal para los tiempos que corren».
Pero se los ganaba. Con una portentosa oratoria, con un dominio de la psicología de masas, Salvador apelaba al orgullo español y, cuando un público se mostraba remiso de cartera sabía retar a la audiencia:
- «¡ Mucho presumir, vestiditos de domingo, pero no tenéis un real! A ver: al primero que me enseñe un billete de veinte duros le regalo este de 25 pesetas...»
Regalaba dinero cuando hacía falta y rompía los más espesos silencios de la audiencia para crear un espacio de confianza en los bolsillos. Sin embargo, Salvador era un administrador estrafalario de su hacienda: capaz de regalar a la beneficencia la recaudación de un día bueno, sufría por las noches el tirón morboso del tapete verde.
En las cartas, en las rifas, en las ruletas, se dejaba hasta las pestañas una y otra vez, entre maldiciones contra la Sota de Bastos, la dama esquiva. Pero perdía, se empeñaba y volvía a empezar vendiendo como churros unas estilográficas de «plumín placado en oro de quince quilates, que escriben que no se siente».
Se hacía amigo de los guardias y procuraba llevar a mano el permiso municipal, que cada año, por cierto, le cobraba un canon mayor. Lo suyo, que al principio no era más que un catafalco para dominar el mar de gorras, terminó siendo un chiringuito notable con trastienda y mostrador, un teatrillo de guiñol en grande donde él era el único actor y el público quedaba seducido por sus marionetas: peines y tinta invisible, pastillas para la tos y «pulseras de esmeraldas sintéticas», collares de «perlas finas»... Y relojes sobre todo relojes, que a saber si en la siguiente feria iban a funcionar...
Vendió durante la monarquía y durante la dictadura; sorteó la crisis de los años treinta y conoció todas las agitaciones de la república.
Nadie sabe dónde pudo pasar la guerra; pero las ferias le vieron regresar en los duros años cuarenta, ya avejentado, para disfrutar con el pueblo del pan de serrín y las saludables dietas de boniatos asados. Estaba mayor y tenía achaques. Así es que se murió en agosto de 1949, con las botas puestas, trabajando en una feria de pueblo y al parecer de una hernia estrangulada. ¿Arruinado o con ahorros? Tampoco hay datos fehacientes.
El artículo póstumo que le dedicó Antonio Carrero en 'La Vanguardia' elogiaba sus artes oratorias, el portentoso dominio de la psicología del pueblo, pero no dio pistas al respecto.
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