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En 1913, decir Luigi Mancinelli era citar a uno de los grandes directores y compositores del mundo de la ópera: un clásico, especializado en las grandes obras de Ricardo Wagner, cuya música se había encargado de difundir por los mejores teatros. Pero su paso por Valencia solo lo detectaron dos o tres periodistas especializados: venía en visita personal, sin orquesta y sin propósito teatral. Venía con dos objetivos declarados: el primero y principal, ver la reliquia del Santo Cáliz, el San Gral wagneriano; el segundo, comerse un plato de paella, de la que tanto le habían hablado.
Luigi Mancinelli (1848-1921) había estado en Valencia, con su orquesta, veinte años antes, pero ya nadie se acordaba. Ahora, en 1913, acababa de dejar atrás Buenos Aires, y el teatro Colón que puso en pie en 1908, después de ser director musical de la institución durante cinco brillantes temporadas. De modo que, con 65 años, y unos recursos más que suficientes, regresó a Europa a disfrutar de un descanso razonable en espera de una oportunidad musical nueva. Instalado en Madrid, esperaba a ver qué ocurría en el Teatro Real, que estaba vacante de gerencia, y quería ir luego a Barcelona. Pero antes, quiso cumplir un deseo: venir a Valencia. Y para ello se valió de un buen amigo, Clemente Lamuela, redactor-jefe de «La Correspondencia de Valencia».
«Su viaje a Valencia -escribió el periodista- responde a una exigencia de su espíritu, categórica, terminante. Enamorado de la leyenda mística del San Gral, la inspiradora de Wagner, y conocedor de las noticias que da el tenor Viñas (...) abandona quehaceres, negocios y contratas y aquí se viene para cerciorarse, para admirar con sus propios ojos tal maravilla». Tras el enunciado, una reflexión: «Pensando muy bajo, ¿verdad que pocos encontrarán motivo suficiente para un viaje en tales condiciones?».
El 26 de septiembre de 1913, Mancinelli se plantó en la estación de Valencia, dejó los bártulos en el Palace de la calle de la Paz, y pidió enseguida un coche para ir a la catedral. Clemente Lamuela le pidió calma, pero no hubo manera: cuando llegaron a su domicilio, el canónigo Sanchis Sivera no estaba. Le habían preparado cartas de recomendación, pero no se había establecido una cita formal. «La decepción fue terrible al no hallarle en casa», escribió el cronista Lamuela.
Nadie había avisado a tiempo al archivero, y al músico wagneriano le tocó ver la reliquia de la Última Cena, la legendaria Copa de Parsifal, el Grial de los caballeros traído por el Magnánimo a Valencia... acompañado de un sacristán. «Con la más profunda emoción reflejada en el semblante (Mancinelli) vio abrirse ante sus ojos el santuario donde se guarda en la catedral la Sagrada Reliquia». El bueno del sacristán contó lo que sabía. Y lamentó la ausencia del estudioso don José, que podía haber dado al maestro explicaciones mucho más brillantes, teológicas y académicas. Pero relató incluso la triste historia del capellán al que se le cayó de las manos la reliquia y murió de la pena, no sin antes haber dejado cuanto poseía para que se reparara el amado vaso.
El Santo Cáliz no se mostraba en público en 1913; estaba guardado en el relicario. El periodista contó la emoción del instante de la presentación a los visitantes. «Todos callábamos; el ágata del Sagrado Cáliz, iluminado por la mortecina luz de los cirios, tomaba tintes opacos, destacándose sus graciosas curvas sobre la brillante y artística peana de plata maciza». Pero el músico Mancinelli estaba abstraído. Ensimismado, encerrado en ese silencio místico que solo los músicos saben atrapar, contempló con arrobo la reliquia. Y sin duda alguna recordó, reconfortado, a Francisco Viñas cantando y a Wagner mismo, al que conoció y trató muchos años atrás.
Notas y acordes le cruzaron por la mente: Mancinelli era, en todo el mundo, el único capaz de dirigir una ópera de Wagner -entre tres y cuatro horas de música- sin tener delante una partitura. Él había puesto de moda las grandes óperas del maestro en los teatros de Londres, de París, Madrid, Lisboa y Nueva York, como había hecho con el repertorio de Puccini.
Cuando volvió a la realidad, sus acompañantes dijeron de ir al museo de Bellas Artes, en el Carmen, donde le esperaba el pintor Muñoz Degrain y el director, Luis Tramoyeres. Y fue, para conocer la colección y saludar al famoso artista. Pero antes pronunció una sentencia: «Me voy mañana. Demoro el viaje un día más». Quería volver a la Catedral por la tarde para «ver la histórica copa de ágata una vez más».
Cuando estuvieron de vuelta en el hotel, todos querían ver por dónde iba el gusto del maestro, y cómo podían complacerle. ¿Cuál era el programa de deseos de aquel caballero al que la prensa describió elegante y con aire de coronel retirado? «Parece que quiera hacernos depositarios de un secreto terrible», se escribió.
- ¿Me permiten ustedes que sea franco? -les dijo-. Mi viaje a Valencia reconoce dos deseos. El primero ya lo he realizado, o poco menos. El segundo... es el de comer un plato de paella a la valenciana, que los amigos de allá tanto me han ponderado.
Cortésmente, se despidió de todos y entró en el hotel. Así es que quedó en el aire la especie de que todos esperaban haber sido invitados y él quiso estar solo... ante la paella.
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Patricia Cabezuelo | Valencia
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