Hay una Valencia azul, teñida por un cielo de postal dominado por ese color. Una Valencia blanca, la alumbrada por una luz donde prevalece ese ... tono. Una Valencia verde, que se extiende a través del viejo cauce, pródigo en jardines y arbolado. Y hay también una Valencia roja. O la había. Es una Valencia cuyo suelo se tiñó de ese color a finales del siglo XIX, cuando su pavimento llegaba de las minas de sierra Calderona donde se extraía una piedra pigmentada de óxido de hierro, que pintaba con su tono rojizo las calles que pisaron nuestros antepasados. Aquel suelo que todavía resiste en algunos rincones de la ciudad antigua, donde se puede trazar una sugestiva ruta que habla de historia y de costumbres sociales. Y que es también una lección de ciencias naturales, subsección geología: la que imparte para LAS PROVINCIAS mientras pasea por Valencia el profesor jubilado José Azkárraga.
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Azkárraga tiene anotado este evocador itinerario desde que empezó a interesarse por una particular asociada a la pavimentación que antaño recorría la ciudad: la enorme cantidad de fósiles que sobreviven incrustados en las piedras más venerables, restos del pasado marino donde hace millones de años empezaron su formación las rocas que acabaron desembocando entre nosotros. Fijándose en la punta de sus zapatos, reparó en la tonalidad rojiza que distingue algunos suelos y profundizó en sus pesquisas. El resultado de sus indagaciones es una reivindicación de aquella Valencia en tono rojo que dispone de unos cuantos hitos. Etapas de esta caminata que ahora comienza.
El viaje se inicia en uno de los rincones más hermosos de la muy hermosa ciudad antigua: plaza del Arbozispo, frente al palacio episcopal, emboscada detrás de la catedral y de la basílica, a los pies del Museo de la Ciudad de Valencia. En el patio de acceso a su sede, ubicada en el viejo Palacio del Marqués del Campo, Azkárraga aguarda junto a su bici para guiarnos a través de esa secuencia de adoquines que brillan en tono rojo al sol del mediodía. Es un hermoso suelo, que traza un sugerente juego en bloques rectangulares y se conserva bastante bien: llegó a mediados del siglo XIX hasta nosotros, más o menos por la fecha en que este coqueto inmueble se remodeló como hogar de aquel noble valenciano. Piedras procedentes en su mayoría de las canteras existentes entonces en Serra, epicentro de una bulliciosa actividad minera. Afuera, en una terraza, aguarda un grupo de arqueólogos del SIAM (Servicio de Investigación Arqueológica Municipal), a quienes Azkárraga ha contado el objetivo de este paseo y que comparten con él una interesante información. También han encontrado estos de ese mismo tipo de suelo en rincones de Valencia alejados del centro. Pero esa es otra historia que espera en el capítulo final.
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Cruzamos desde el Museo por la calle de la Harina y alcanzamos en un suspiro la siguiente etapa de nuestro paseo: la calle dedicada al sagrario de la vecina iglesia de El Salvador, otro encantador rincón de la Valencia antigua. El recorrido por el pavimento rojo forma entonces una especie de ele, que recorre un solar vacío y vallado, donde a esta hora apenas entra el sol. La ausencia de luz permite que el tono rojizo brille con especial intensidad, sobre todo en los bordillos: ahí precisamente, apunta Azkárraga, se preserva todavía hoy con más frecuencia la herencia que dejó las piedras de Serra en la ciudad. «Hay bordillos rojizos en muchas calles, incluso por la Gran Vía», señala, «porque así como el suelo se pisa y se ensucia y acaba perdiendo ese color, en los bordillos resiste». Es una tonalidad curiosa, muy visible en algunos adoquines y menos en otro: el resultado de una elevada carga de óxido ferruginoso y también de cuarzo, la composición propia de este tipo de material arenisco por otro lado muy enraizado en la historia geológica de la provincia de Valencia. «Era un material abundante en zonas concretas de un territorio donde abunda la caliza», observa nuestro cicerone. En ese atributo reside una de las explicaciones de que se empleara tanto en aquellos lejanos años, aunque no es la única justificación. Por puras razones de operatividad, teniendo en cuenta que el mineral se transportaba en carretas que debían soportar un acusado peso, nuestros abuelos procuraban proveerse de materia prima en el entorno más cercano. «Además», añade Azkárraga, «la piedra de rodeno era muy resistente y al parecer sencilla de trabajar».
Nuestro paseo alcanza otro discreto enclave de esa Valencia antigua, hoy tomada por el turismo y los preparativos de las Fallas: un apartado rincón que puede pasar desapercibido a quienes no sepan la interesante historia que nos va relatando José Azkárraga. Estamos en la calle En Pina, un curioso recodo que dibuja una pícara fisonomía en zigzag, donde el pavimento rojizo es casi negro en algunos tramos: saliendo hacia la calle Tundidors, el tono original empieza a brillar y nuestros pies surcan un adoquinado rojizo, muy visible (de nuevo) en los bordillos Nuestro cicerone recuerda que antaño era habitual que este suelo se diseminara por toda la ciudad, gracias a que era una tipo de pavimento muy agradecido para que se fijaran sobre sus adoquines los raíles del viejo tranvía. Sonaba por entonces la hora final del suelo rojo. Estaba próxima la trágica irrupción de la Guerra Civil, que desbarató la mayor parte de ideas de urbanidad, y también el aterrizaje del asfalto: la brea y el alquitrán fueron reemplazando a los suelos anteriores, que ejercen hoy como una especie de robinsones urbanos. Resisten en soledad, a la espera de despertar la curiosidad del paseante que viene avisado y valora como merece esta sutil herencia de nuestro pasado. Un pasado inmemorial, por cierto: como bien subraya Azkárraga, por las leyes de la Geología puede concluirse que estas piedras iniciaron su viaje mucho antes de que llegaran desde Serra a Valencia. Algunas de ellas proceden con seguridad del Triásico, la etapa predecesora del Jurásico: nada menos que 250 millones de años contemplan nuestros pasos.
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La ruta por el corazón de Valencia ya concluye. Aunque como advierte Azkárraga hay noticias de pavimento rojizo lejos del centro, y luego promete contarnos algo al respecto, este paseo muere en los alrededores de la majestuosa Lonja: en ese pasadizo que llega desde la plaza del Doctor Collado y llamamos calle de las Escaleras (o escalones) de la Lonja. Los peldaños de acceso, en efecto, están teñidos de ese color, aunque ya muy desvaído por el uso: millones de pisadas después de que nacieran, es milagroso que sobrevivan con un tono más radiante en el pavimento que va hacia el entorno del Mercado y también en el bordillo que antecede a una de las entradas laterales de la Lonja. Es seguro, nos advierte Azkárraga, que si picáramos en el suelo de donde ha ido desapareciendo el suelo rojizo para ser sustituido por otros materiales también rocosos (granito, sobre todo), encontráramos en esa Valencia subterránea vestigios de las adoquines que un día llegaron desde Serra y alrededores. «Cuando excavaron hace poco en la plaza de la Reina para hacer el aparcamiento», señala, «apareció pavimento rojizo». Es el legado que nos transmite Valencia cuando indagamos en su pasado: una herencia que muere hacia los años 30 del siglo pasado. Desde entonces, el pavimento rojo ya se convertido en pieza de museo.
Nuestro viaje ha concluido pero José Azkárraga se reservaba una sorpresa final. Mientras charlaba con el grupo de arqueólogos municipales con quienes coincidió en la plaza del Arzobispo, recordó que días atrás había encontrado también testimonios de este suelo rojizo lejos del centro de la ciudad, en el barrio de los Poblados Marítimos. Festoneando las Casitas Rosa, el pavimento donde brilla ese tono tan peculiar todavía llama su atención, aunque no es el único caso: los profesionales del SIAM le explican que también lo han encontrado por Quatre Carreres y por el entorno del Camí d'En Corts, donde se establece lo que denominan los expertos zona de vigilancia: antes de excavar en el suelo y eliminar el rastro del suelo rojo, debe abrirse un expediente informativo. Parece una medida razonable. Al menos, quienes paseen mañana por Valencia podrán retener la memoria de cuando fue roja. O al menos lo fue su suelo.
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«Dicen que se oía un tintineo por las calles de Serra», explica José Azkárraga, mientras apunta al fértil pasado de esa localidad valenciana vinculado a la extracción de piedra de las canteras vecinas. El sonido que menciona era el que hacían los picapedreros ahormando las rocas que nacían de su entorno, una costumbre de carácter artesanal tan arraigada que la localidad acabó por dedicar un monumento a sus antiguos artesanos. Que eran eso: artesanos cuyo oficio alcanzó tal dimensión que hacia 1913 se creó incluso una mutua para organizar la actividad. El apogeo duró más o menos medio siglo, apunta Azkárraga. Para los años 70 la minería dejó de ser un negocio y subsistió casi a título particular. Como legado se conserva esa orgullosa memoria que atesora la localidad, con una veta amarga: fueron habituales las muertes por silicosis, porque Serra es una de las raras islas silíceas con que cuenta la provincia y aunque los mineros trabajaban en explotaciones a cielo abierto, el polvillo que despedía la piedra envenenó sus pulmones. Como herencia, la minería valenciana dejó también una sugerente lección: que una ciudad debería construirse siempre con los materiales que tiene más cerca.
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