
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El caminante surca el barrio de Patraix, regatea el Mercado de Jesús y al fin enfila hacia el conjunto de edificios que hablan del lejano ... tiempo (hace un par de siglos) en que nació en Valencia el concepto de Diputación para ofrecer servicios a la ciudadanía como si ya se hubiera implantado en España el Estado del Bienestar, hasta alcanzar el imponente caserón que sirvió como manicomio y hoy alberga una delicada joya de nuestro patrimonio, que tiende a pasar inadvertida, a pesar de los valiosos tesoros que custodia: es el Archivo de la Diputación de Valencia, a cuyas puertas espera su directora, Mai Gil junto con otros miembros de su equipo, que operan para LAS PROVINCIAS como improvisados cicerones por esta cámara de las maravillas. Comienza un maravilloso recorrido por nuestra Historia, en mayúsculas. Una Historia donde conviven nada menos que Tirant lo Blanch con Grace Kelly.
En el principio, fue la Diputación. La Diputación de Valencia… que curiosamente nació en Alicante, a consecuencia de los convulsos tiempos vividos tras la invasión francesa. Es el 7 de enero de 1813. Meses después, ya se instala en su sede del actual Palau de la Generalitat, compartiendo edificio con la Audiencia, y se inicia un venturoso camino, no exento de dificultades, que todavía hoy mantiene el pulso vital: uno de sus hijos más valiosos es este edificio que aloja su Archivo, que antaño fue una dependencia más en el conjunto de servicios que se prestaban en el Palacio del Temple, luego pasó el Convento de la Trinidad y desde 1992 anida en el edificio oficialmente llamado Pabellón de Privados del Sanatorio Psiquiátrico Padre Jofré, instalado en el antiguo Convento de Religiosos Franciscanos de Santa María de Jesús. En total, unos 2.700 metros cuadrados de superficie que se condensan en otra cifra que la directora menciona mientras alcanzamos la primera etapa de nuestra visita: el conjunto de documentos ocuparía nada menos que 9 kilómetros si los pusiéramos en fila. Google Maps nos ayuda a hacernos una idea: se trata de una extensión semejante a la que media entre el parque de Cabecera y el final del jardín del Turia. E imaginemos ahora cómo sería un paseo por el antiguo cauce ilustrado por los bienes que duermen entre estas paredes.
Nuestra primera parada, luego de superar el control de seguridad en el vestíbulo, aguarda en el primer piso: estamos en uno de los cuatro grandes depósitos con que el Archivo organiza toda esta abundante documentación. Las medidas de protección son prolijas e intimidantes, como corresponde a los tesoros que aquí nos esperan. Sus gestores relatan el detallado apartado de normas que aseguran el control de la temperatura y la humedad, incluyendo puertas cortafuegos y un servicio de extinción de incendios mediante gas para evitar el daño que causaría el agua en un hipotético siniestro, pero también subrayan un factor intangible que estará muy presente a lo largo del recorrido. El alto contenido de carácter espiritual, la singular atmósfera donde se funde el valor del propio edificio con el latente en los bienes que guarda. Es una finca por cierto con un sobresaliente encanto y una larga historia, muy fecunda: la Diputación adquirió el 11 de mayo de 1866 el Convento de Santa María de Jesús, ubicado en el barrio de Patraix, con la finalidad de convertirlo en un manicomio que permitiera el realojo de los enfermos mentales procedentes del Hospital General. Era la Valencia de la desamortización: de monasterio franciscano pasó en 1835 a su nueva ocupación luego de que fuera adquirido por un industrial y político de origen francés Santiago Dupuy de Lôme (Madrid, 1819 - Alicante, 1881) y de salvar distintas encarnaciones: la Sociedad Dotrés, Clavé y Fabra instaló en aquí una fábrica de hilaturas, cometido que cumplió hasta 1866, cuando se vendió a la Diputación «con el objeto de destinar el local a casa de dementes». Coloquialmente, Manicomio de Jesús.
La primera fase de la visita se sustancia en una especie de recopilación de los grandes éxitos del Archivo. Su directora nos presenta una acabada muestra de algunas de sus joyas, para que podamos hacernos una idea del valioso botín que el paso del tiempo ha ido depositando entre sus muros. Tesoros recientes, como el legado del fotógrafo Sanchis, algunas de cuyas cámaras también se dejaron como herencia para su mejor custodia, aunque el alijo mayor consiste en nada menos que las 125.000 imágenes donde reside una suerte de manual de historia valenciana contemporánea. También nos esperan algunas piezas que la Diputación heredó del pintor Joaquín Michavila uno de tantos artistas pensionados de la Diputación, mientras se empieza a abrir paso la idea principal que palpitará durante la visita: entender el Archivo como una extensión de la función social que ejerce a lo largo de la Historia esta institución, cuyos distintos brazos abarcan todo tipo de entidades e incluyen también por ejemplo la gestión de la plaza de toros. El histórico coso de la calle Játiva, de donde proceden algunas de las joyas que iremos viendo, formando una curiosa compañía con otros luminosos hallazgos: por ejemplo, la joya de la Corona que preserva el Archivo. Una página original del Tirant lo Blanch, hallada por casualidad, que parece que nos quiere hablar mientras conocemos sus peripecias. Esa hermosa página de los capítulos 407 y 408 que nos transporta de repente a la fecha en que Joanot Martorell fijo su relato para la posteridad. Hemos regresado sin apenas darnos cuenta al siglo XV pero nuestro viaje no concluye aquí: la visita continúa.
Ese atributo de la Diputación como una suerte de gran hermano provincial al que nada de la provincia le es ajeno explica que entre sus bienes figure otro emblemático ejemplo de su función: el libro de honor, donde se consigna el quién es quién de la Valencia moderna. «Esto es una joyita», avisa Gil, mientras se pone los guantes y va hojeando el delicado volumen inaugurado (por supuesto) por el dictador Francisco Franco, a cuya firma se añade a continuación la de su esposa y en sucesivas páginas las de cuantas personalidades se pasaron un día por esta orilla del Turia y dejaron su huella para la posteridad: la del califa de Marruecos llama mucho la atención, aunque tal vez la más evocadora sea la de Grace Kelly. La princesa de Mónaco nos visitó un día y como recuerdo el libro de actas deja constancia de su firma y la de su esposo, el príncipe Rainiero, y también del elegante detalle con que se ilumina la página. La coloreada silueta de un cisne, en alusión a una de sus películas más famosas. Mandaba la tradición que artistas reputados ilustraran las páginas de este libro con alusiones a la personalidad de sus signatarios, un hábito que explica la presencia de pintores como José Segrelles y también, en tiempos más recientes, de Andreu Alfaro e incluso el equipo Crónica.
El repaso a los fondos del Archivo se puede leer como un viaje al interior de nosotros mismos. Es un compendio documental de enorme envergadura, a la altura de la misión que encarna históricamente la Diputación: ser sensible a las inquietudes de los valencianos, vivan en la capital o en cualquiera de sus municipios. Un propósito que explica que estos fondos se nutran de fotos documentales cuyo valor actual es de naturaleza etnográfica (ayudan a saber cómo éramos o y cómo eran los pueblos que habitaron nuestros abuelos) pero que en origen tenían un fin más bien administrativo: puesto que la institución subvencionaba la mejora de calles y plazas, construcción de dotaciones (mataderos, cementerios, lavaderos) y administración de otros servicios, el fotógrafo de guardia inmortalizaba aquellas actuaciones sin saber tal vez que sus creaciones llegaran hasta nuestros días. El resultado se condensa en este apabullante muestrario de imágenes en blanco y negro, que preceden nuestra visita al siguiente depósito, el número cuatro, donde la Diputación alberga los fondos más antiguos. Aquí yacen por ejemplo los papeles de la Duquesa de Almodóvar, que merecen una mención aparte, o toda esa rica colección de carteles taurinos, de un tamaño tan formidable que obligó a facturar armarios muy específicos, de generosa envergadura, para que cupieran sin riesgo de desperfectos. Entre dos trabajadores del Archivo logran rescatar de su guarida a alguno de estos carteles, cuyo exagerado volumen se justificaba por el carácter propagandístico que tenían: se trataba de llamar la atención de la ciudadanía, para que viera cómo se satisfacían sus intereses también en materia de ocio, de manera que los mejores cartelistas de la época trabajaron para la Diputación. Incluyendo por cierto a los autores de unas curiosas piezas que dan fe de aquel tiempo en que la plaza de toros acogía veladas deportivas y hasta circenses. Papeles efímeros que hoy invitan a la melancolía mientras repasamos el listado de maestros en el arte de Cúchares que aparecen consignados: de Chicuelo a Manolete, pasando por Juan Belmonte, el pasmo de Triana…
También nosotros nos confesamos bastante pasmados a estas alturas del recorrido, que ya concluye. Cuando ingresamos en el edificio, no podíamos sospechar la sobresaliente riqueza que contienen los fondos que el Archivo conserva. Ahora, mientras cruzamos por las salas donde trabaja una plantilla formada por 13 personas más el personal de servicios auxiliares y mientras vemos indagando en sus pesquias a los investigadores que acuden a estudiar sus documentos («Cualquier ciudadano puede venir aquí», recalca su directora), vamos repasando el abrumador catálogo de tesoros que acabamos de ver, reciente ese escalofrío que procura haber revisado los expedientes de la Inclusa (otro de los servicios que prestaba la Diputación) y saber por boca de los responsables del Archivo que todavía hoy se presenta por aquí alguien deseando saber quiénes fueron sus padres, nada menos. Testigos de una Valencia desaparecida, cuya huella convive en estos anaqueles con otros tesoros de un valor tan exagerado que cuando se pregunta a Gil y sus compañeros cuál de ellos salvarían de una improbable catástrofe, todos enmudecen. Son tantos y de tanta valía que no saben pronunciarse... Un espeso silencio nos invade mientras abandonamos el edificio y la directora y los demás expertos prometen que nos harán llegar días después un listado donde pongan por escrito su respuesta a esa pregunta. El listado que ocupa el capítulo final de este reportaje.
Lo prometido deja de ser deuda. Gil anota que entre esa relación de maravillas debe figurar el libro de Actas de la Diputación, datado en 1814. «Es el libro de actas más antiguo que se conserva de la Diputación de Valencia, ya que se perdió el inicial hace más de un siglo», señala. El volumen se inicia el 1 de marzo de 1814, «cuando la Diputación en aquella época estaba compuesta por un presidente, el jefe superior político, que era designado por el Gobierno, el intendente de la provincia y siete vocales electos mediante el sistema de elección indirecta empleado para escoger a los representantes de la nación en las Cortes». A ellos se sumaba el secretario, responsable del libro de actas, y un depositario de fondos.
¿Otra joya? La llamada 'Indulgencia colectiva por la que se conceden al Hospital General de Valencia las gracias y concesiones del Archihospital de los Incurables de Roma'. Un pergamino que registra la equiparación entre dos instituciones benéficas», como detalla Gil: se trata del Archiospedale de san Giacomo degli Incurabili de Roma (representado por el escudo de Roma y la imagen de un enfermo inválido) y el Hospital General de Valencia, «representado por el escudo de la ciudad de Valencia, la imagen de Jesús resucitado ante su madre y la de los santos Inocentes Mártires ante la Cruz». «La inclusión del Hospital General de Valencia como dependiente del centro romano», prosigue la directora del Archivo, «suponía la transmisión de todas las indulgencias, gracias, remisiones y concesiones que los sucesivos papas habían concedido al archihospital».
Gil añade unas cuantas piezas más en su catálogo de imprescindibles. Es el caso del Álbum de las obras de reforma del Palacio de la Generalitat (circa 1950), que recoge las fotografías de las obras de reforma del edificio donde estuvo instalada desde el siglo XVI la Diputación. «En la restauración y ampliación del palacio para acoger a la Diputación de Valencia participaron los arquitectos provinciales Vicente Rodríguez y Luis Albert, que ideó la construcción de un segundo torreón», observa la directora, que incluye otra mención a un nuevo tesoro que destaca en su relación de bienes más importantes del Archivo: una curiosa imagen denominada 'Perspectiva del proyecto «Gran Generalidad', obra del arquitecto Luis Albert Ballesteros y datada en 1952, cuando «una vez concluida la ampliación del Palau de la Generalitat, ante la imposibilidad de albergar a todas las oficinas dependientes de la Diputación de Valencia, se realizó un ambicioso proyecto que pretendía la unión del Palacio de la Generalitat y el palacio de Bailía con un pasadizo elevado». Un proyecto «finalmente frustrado por desacuerdos entre la entidad municipal y provincial», observa Gil.
Por supuesto, su repaso a los mejores fondos de la institución que dirige incluye la mención al único fragmento manuscrito conocido que se conserva del Tirant lo Blanch, «descubierto a principios de los años 90 por Jaime J. Chiner en el fondo Duquesa de Almodóvar». «Lo más curioso», señala, «es que la hoja manuscrita fue utilizada como guarda de un pleito del siglo XV». Una hoja que fue arrancada del manuscrito para reutilizarla, «plegada por la mitad», como carpeta para proteger los documentos de un proceso judicial que tuvo lugar en 1454 relacionado con la familia Loris, una de cuyos miembros (Isabel de Loris) «es citada en el colofón del Tirant», precisa Gil. «Hay que tener en cuenta que la primera edición de la obra se realizó en Valencia en 1490, y este fragmento manuscrito es datable con anterioridad a esa fecha», concluye.
En su minucioso repaso a lo mejor del Archivo, Mai Gil abre un capítulo especial para detallar la importancia del los fondos procedentes del legado de la Duquesa de Almodóvar, un archivo propio, que comprende aproximadamente 700 unidades de instalación (cajas y volúmenes) y abarca desde mediados del siglo XIII hasta principios del siglo XIX. «Para explicar cómo ha acabado el fondo de la Duquesa de Almodóvar en el Archivo de la institución provincial», recuerda, «hay que remontarse al testamento de la última duquesa de Almodóvar, escrito en 1804 y en el que doña Josefa Dominga Catalá de Valeriola y Luján nombra ejecutores testamentarios y nombra heredera a su alma». «En sufragio de ella», agrega Gil, «ordena que sus bienes o el producto de los que se vendiesen se distribuya entre pobres huérfanos de uno y otro sexo que estuviesen en estado de contraer matrimonio y sean de honestas costumbres y que fuesen vasallos suyos». Así que cuando fallece la duquesa, allá en 1813, «se organizó la testamentaría para ejecutar su testamento y lo hizo autónomamente hasta que la Ley de Beneficencia de 20 de junio de 1849 crea las Juntas provinciales de Beneficencia, que tenían a su cargo, como auxiliares del Gobierno, los Establecimientos Provinciales de Beneficencia». «Cuando fueron suprimidos, el 17 de diciembre de 1868», precisa Mai Gil, «todas las funciones directivas y administrativas que desempeñaban fueron asumidas por las Diputaciones Provinciales, pasando a éstas los fondos documentales y efectos»: una laberíntica historia que permite al Archivo presumir de la custodia de unos fondos esenciales para cumplir con el propósito central de estas instituciones. Saber quiénes fuimos y también lo que somos. También tal vez lo que seremos.
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