Una gran responsabilidad, y un gran honor recae sobre todos los técnicos que, desde hace un par de semanas, trabajan en la remodelación de la plaza del Mercado y su vecina, la plaza de Brujas. Mil años de historia de la ciudad se conjugan en ... un espacio reducido que presiden tres monumentos: el Mercado Central, la parroquia de los Santos Juanes, y la Lonja de la Seda, patrimonio de la Humanidad. En los trabajos ha llamado la atención la aparición de las vías del tranvía; pero ese es un patrimonio de apenas 60 años de antigüedad. En la plaza del Mercado, si los arqueólogos ahondasen, podrían aparecer muchos más restos del pasado porque gran parte de la vida de la ciudad ha pasado por la zona para dejar su huella, capa tras capa.
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Un personaje de la exitosa novela «Noruega», de Rafa Lahuerta, pinta la plaza del Mercado como una playa: sus edificios dan a «un mar» que baja desde la Bolsería y se escurre por María Cristina en busca de la calle de las Barcas y el Parterre. Y en realidad así ha sido históricamente: el brazo alternativo del Turia, que arrancaba en la Pechina, tenía ese recorrido, según los historiadores. La riada de octubre de 1957, y otras anteriores, han venido a confirmarlo: el mostrador de la tienda «El 2 de mayo», en el Tossal, apareció en la plaza del Mercado tras la furiosa avenida.
Río alternativo, para las grandes riadas. Y por lo tanto, suelo profundo de gravas y arenas. Como la de los Predicadores, es decir la plaza de Tetuán, la del Mercado era una rambla que ceñía la muralla musulmana. Explanada a las afueras de la ciudad califal donde se asentó el comercio y se levantó seguramente una mezquita. Juan Luis Corbín usó esos mil años de historia para hablar del Mercado de Valencia; y se apoyó en los estudios de Primitiu y Forriol para corroborar la peculiar arqueología de una zona fluvial usada durante diez siglos para todo: mercado y oración, desfile y tertulia, horca y plaza de toros... Y también procesión, bando, insurrección, duelo, negocio, bienvenida regia, barricada, fuente y tranvía. Hasta un cuartel militar tuvo la plaza al lado mismo de la iglesia de los Santos Juanes.
La muralla islámica se levantó en el siglo XI y en los sótanos de la antigua librería Mariana, en la plaza del doctor Collado, se podrá algún día visitar. Bajo los Escalones de la Lonja, y en muchos comercios hay sótanos que están señalando que el suelo de la plaza ha subido un par de metros en mil años. Basta ver «Les Covetes de Sant Joan» para notar que tienen escalones de bajada a su suelo originario... que es el piso «moderno» del siglo XVIII.
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Tras la conquista, don Jaime otorga privilegio para que haya mercado fuera de la muralla. Se consolida el espacio mercantil de la larga época musulmana que, en el interior, abarcó toda la Alcaicería, hasta lo que hoy es plaza de la Reina, en sucesión de plazuelas especializadas.
Durante cientos de años, mercado diario de quita y pon, desmontable. Mentidero y hecho para los bandos, los chismes y los enfados populares en tiempos de hambruna. Una plaza populosa que reclama mejor comunicación con la ciudad comercial de intramuros y en 1435 determina, dado que la puerta de la Boatella era insuficiente, la apertura del Trench, un boquete de alivio practicado en el muro islámico. Las obras de Jaume Monçó costaron 2.200 sueldos.
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Dos conventos caracterizaban el dédalo de callejuelas que iba desde la calle de San Vicente a las proximidades del mercado. Uno era el de Nuestra Señora de la Merced. Ocupaba el solar que va desde María Cristina a la plaza que lleva hoy el nombre de la Merced, espacio que en época foral estuvo ocupado por los carpinteros, después del trágico incendio de sus talleres en el año 1447. Demasiado ruidosos para la vida conventual, fueron desplazados de la zona en beneficio de los vendedores de ajos, quizá menos molestos. El convento era de mercedarios calzados y tuvo un campanario del siglo XVII.
El barreig (mezcla, saldo). Espacio donde se vendía el atún y el bacalao. Orellana no explica el origen del nombre, que atribuye a un mercader llamado Thomas Barreig..
El clot (agujero). Era el espacio destinado a la venta de aves de corral y toda clase de volatería. Se corresponde con la actual plaza Redonda, construida en el siglo XIX.
Els encants. Zona de rastro o baratillo situada en las inmediaciones de la Lonja y en la calle de los Escalones.
Les estaques Se llamaba así a la zona próxima a la terraza de «Les Covetes» y recibe el nombre por los palos hincados que se usaban para atar las caballerías. Allí estaba el mercado de equinos y jumentos, que se trasladó a la plaza de San Francisco primero y a la plaza de las Barcas, después.
La forca. Situada en la zona central, entre la Lonja y los Santos Juanes. Tuvo diversos formatos, de madera y de obra, de dos y hasta de tres pilares en tiempos de ejecuciones múltiples y abundantes. Se quitó en 1599 con motivo de las fiestas de la boda de Felipe III, pero se repuso enseguida. Unos versos de Jaume Roig hacen guasa con la costumbre de no comprar carne los días en que había ahorcados a la vista.
La palestra. Cerca del convento de las Madalenas. Lugar donde se instalaba la plaza de toros, generalmente de formato rectangular. Se llamó también Tablat de la Vela, por estar cubierto por lonas para evitar el sol. En 1610 hubo 60 muertos al hundirse el «carafal». El 1743 terminó la instalación después de que los velámenes arrancaran una almena de la Lonja. La Real Maestranza hacía sus ejercicios de caballería en la misma plaza.
Els ramellets. La calle subsiste en la actualidad. Obviamente denomina la zona donde se asentaban floristas y se hacían ramos.
A finales del siglo XV, en el momento de mayor pujanza económica y cultural de Valencia, la plaza se ennoblece con la llegada de la Lonja de los Mercaderes, una decisión municipal que toma cuerpo entre 1482 y 1498. La obra de Pere Compte, el mejor gótico de la ciudad, eleva la calidad del espacio. El comercio bulle a todas horas, la vida de la ciudad es un vaivén incesante. Entre los puestos populares, la Taula de Cambis hará a diario su movimiento de dinero. Dos siglos después, a finales del XVII, llegará otra transformación, la de la fachada barroca -todo: imágenes, terraza, espadaña, reloj- del veterano templo de los Santos Juanes.
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Les Madalenes, el otro convento de la zona, desapareció, como el primero tras la desamortización, en el siglo XIX. Vicente Boix nos dice de este, el de dominicas de Santa María Magdalena, que es de tiempos de la conquista. Una de sus fachadas daba a la calle de «Mitja galta», media cara. Una forma a la valenciana de decir que la calle tenía casas en una acera y en la otra -la tapia conventual- no las tenía. El solar de Las Madalenas, desamortizado en 1838, permitió al Ayuntamiento levantar un mercado estable que funcionó al año siguiente.
Provisto de cubierta a dos aguas y generosos soportales, ese mercado albergó 70 puestos, ordenados en cinco hileras y tres calles. Pero bajo él cabían 234 concesiones más : 72 de ellas para panaderos y setenta para carnicerías de todo tipo. Pero Cruilles, que editó el 1876 su Guía Urbana, informa que en su momento -más o menos la época en que Blasco Ibáñez, vecino del barrio, lo conoció y describió- el Mercado de Valencia tenía hasta 1.498 puestos más con licencia otorgada; de ellos, 1.116 eran para hortalizas, y 382 para abacería, patatas y otros artículos. Claro está que una licencia, por lo común, era para el humilde espacio ocupado por un «covech», un cuévano o cesta, y la persona en cuestión que despachaba la mercancía.
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