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La Isla de Cuba: cuatro letras que todavía crepitan en la memoria de la Valencia más madura, entre los depositarios de la memoria de ... superior longevidad: sólo el ala senior del censo valenciano podrá alardear de que un día visitó el histórico recinto comercial, en la esquina donde arranca la calle San Vicente bajo la jurisdicción de la plaza de la Reina. Un totémico negocio, dedicado al ramo textil, que la ciudadanía asociaba con su particular Corte Inglés, porque como es el caso de los famosos almacenes en sus mostradores se vendía (casi) de todo. Su celebridad fue también mayúscula. Resiste no sólo en las hemerotecas o en los recuerdos de aquella Valencia en blanco y negro: también sobrevive porque la familia fundadora mantiene el vínculo con el comercio textil desde el establecimiento que los Campoy, herederos de la casa madre, defienden en Ciutat Vella. Calle de las Avellanas, corazón de la Valencia eterna.
Allí atiende una privilegiada testigo de los años más proteicos de La Isla de Cuba: se llama María Luisa, se ocupa de atender la tienda dedicada a la venta de artículos religiosos y encarna la cuarta generación de comerciantes… que acabará con ella. No, no tiene descendencia, así que buena parte de la memoria que atesora en la rebotica de su negocio o en el hogar familiar corre el riesgo de perderse. De momento, ella se apaña mejor que bien en el relato de cómo se fundó el comercio original y cuál fue su andadura hasta decir adiós a tan emblemático emplazamiento: el mismo local (protegido por cierto por su alto valor patrimonial) donde ahora se ubicará otro negocio de postín, la afamada tienda de Loewe que apura estos días su apertura. A María Luisa le ayuda en su narración la prodigiosa memoria de su padre, José, quien se recuerda a sí mismo de chiquitín correteando por aquel inmenso establecimiento, del que guarda un pormenorizado aparato gráfico. Se marcha un segundo a la trastienda de su actual local y vuelve con fotos y más fotos, antiguas imágenes viradas a sepia, que testimonian la enorme pujanza del negocio que puso en marcha su abuelo, un Campoy llegado desde la localidad almeriense de Vera… sin que hasta ahora se haya podido saber de dónde salió la inspiración para bautizar como La Isla de Cuba al establecimiento que fundó en Valencia allá por 1880.
«Ni idea», responde José cuando se le pregunta por el origen de esa denominación. Sospecha, y además cuenta con alguna pista proporcionada para sus pesquisas en el propio municipio de Vera, que los Campoy ya se dedicaban al negocio comercial en su localidad natal y que (otra posibilidad, bastante creíble) algún descendiente remoto o algún pariente emigraría a la isla caribeña y de vuelta trajo la idea de abrir un establecimiento dedicado al sector textil. Sea como fuera, el caso es que aquel Manuel Campoy (sin que su nieto sepa la razón) apareció por Valencia y para sorpresa de José, que todavía se asombra por aquel empuje tan emprendedor, abre en la esquina citada su tienda. «Yo me sigo preguntando cómo se le ocurrió alquilar la finca entera», sonríe José, que luce unos envidiables 84 años. El negocio original se fue engrandeciendo, gracias a la habilidad y el buen olfato de don Manuel (y de sus hermanos Emilio y Juan, que transmitieron a la generación siguiente, encabezada por su hijo José y continuada aún hoy por su nieto, también llamado José), hasta alcanzar un impacto sobresaliente sobre todo el tejido social valenciano: La Isla de Cuba se convirtió en un icono. La clase de tienda que tenía entre su clientela a media ciudad.
¿De dónde nace esa repercusión tan fenomenal? José Campo responde como un rayo, con tres sucintas palabras: «Del precio fijo». ¿Precio fijo? Sí, precio fijo insiste. Y enseguida aclara a qué se refiere: una estrategia comercial ideada por sus antepasados que abarataba el precio del género y negaba toda opción de rebaja. Una decisión comercial que granjeó el favor de la parroquia, puesto que La Isla de Cuba se transformó en sinónimo de buena calidad a tarifas contenidas y alardeaba además de una extraordinaria variedad en sus mercancías: tejidos de toda índole, pero con una especial predilección por su objeto fetiche, el mantón chino. «Que no era chino, ojo», advierte raudo José y asiente su hija María Luisa. «Es chino, en efecto, porque lo elaboraban tejedores cantoneses, pero en realidad trabajaban para compañías británicas que se encargaban de su comercialización». Campoy apunta que se trataba de una manufactura elaborada sólo por manos masculinas (otro misterio) y abre entonces un cajón, señala un anaquel, apunta hacia unos cuadros enmarcados que nos saludan desde las paredes: huellas todavía lozanas de aquellas sedas para mantones que La Isla de Cuba proveía a sus clientas y que lucen gallardas en su actual muestrario, vestigios de aquel fecundo pasado, cuando la sociedad valenciana acudía a la tienda, elegía su tela favorita y esperaba la llegada del mantón tejido a su gusto y con sus colores predilectos. «Había miles de combinaciones para escoger», observa María Luisa.
Aquel hábito de poseer tan preciado artículo, junto a la adquisición de otros elementos más propios de la vestimenta de entonces, fue sin embargo languideciendo. Hacia mediados de los años 40 del siglo pasado, La Isla de Cuba abandona su sede original y la familia Campoy inicia un peregrinaje que les lleva primero hasta la calle Espinosa, donde José recuerda que les visitó la riada del 57 («Sacamos barro a punta pala», señala), luego a Ruzafa, más tarde a Sorní… Su actual negocio, que conserva orgulloso su apellido, se inaugura coincidiendo con la pandemia, especializado en la venta de artículos religiosos, como da fe la feligresía que entra y sale con continua frecuencia de la tienda mientras José trajina con su álbum de fotos. Casullas bordadas, albas, estolas… Y también manteletas de falleras, el género que ha reemplazado en su muestrario al que era característico en La Isla de Cuba, según el orden establecido por los Campoy: telas en la primera planta, a ras de calle, y mantones en el segundo piso. Y por entre uno y otro, el pequeño José correteando, hasta que le caía alguna bronca por sus travesuras, y el resto de los Campo dedicados al oficio que les dio celebridad, el tipo de celebridad popular: una especie de pasaporte a la posteridad, que sin embargo se bate ya en retirada. La memoria de aquel comercio flaquea por pura cuestión biológica. José recuerda que en los mejores momentos de aquella tienda era costumbre comprar a plazos y también se practicaba la desaparecida moda de fiar a la clientela, «que pagaba cuando podía».
Un contrato de lealtad entre comerciante y parroquiano que también ha desaparecido. Un vacío que hoy ocupa la nostalgia, el recuerdo del tiempo en que hasta La Isla de Cuba llegaban desde los pueblos aledaños a Valencia por oleadas, los tiempos que no olvida José, ya con un punto de emoción brillando en su mirada. Es una emoción compartida, detonada por las fotos donde se atesora la memoria de aquella ciudad que se ha ido evaporando y que contagia también a María Luisa, quien se confiesa repasando con su padre el álbum familiar «muy orgullosa» de pertenecer a esta saga de comerciantes tan arraigada con Valencia. Un comprensible orgullo que empieza a entonar su despedida. Como acaba de explicar, no hay quinta generación a la vista, lo cual justifica la frase con que despide la charla, mientras recorre la melancólica mirada por su negocio de la calle Avellanas: «Todo esto se pierde con nosotros».
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