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A media mañana de un lluvioso día de primavera, la estampa que presenta el Cementerio General de Valencia no difiere gran cosa de la habitual. ... Mustios visitantes, algún taxi que va y alguno que viene, las floristas que pregonan su mercancía... Una imagen cotidiana que convierte en invisible, de tan habituada que está la mirada a su presencia, el recinto ubicado al otro lado de la calle. Es un cementerio, también, aunque de tamaño más contenido, con varias particularidades adosadas a su interesante historia: le llaman Cementerio Británico no por casualidad, puesto que los primeros restos que albergó procedían de nacionales de aquel país, pero es que además los inquilinos originales profesaban la fe propia de los naturales de esas islas y es por lo tanto un enclave consagrado en su origen a la fe protestante. Y además luce un atributo singular: pertenece a la Corona británica. Una suerte de pequeño Gibraltar a escala, con la peculiaridad de que aquí, a diferencia del Peñón, la vida está ausente. Sus habitantes duermen el sueño de los justos: el silencio es la banda sonora del paseo que sigue a continuación.
De cicerones ejercen Tracy, Pamela y Enrique, tres inmejorables guías cuyo denominador común es que en este breve espacio tienen enterrados a sus seres queridos. En el caso de Tracy, su hermano Steve, fallecido en Inglaterra durante la pandemia, quien prefirió ser inhumado bajo el sol de Valencia. Fue el último enterramiento que se ofició en este camposanto denominado desde hace un tiempo con la singular etiqueta de Cementerio Internacional: una nueva nomenclatura que apela al carácter multirreligioso que opera en su interior, puesto que a los nichos y panteones de raíz anglicana se añaden otros credos de un tiempo a esta parte, incluida una zona para devotos del judaísmo. No es el caso de quienes acompañan esta visita. Sus orígenes se funden en la religión protestante de sus ancestros, como seguramente ocurre en los nichos y panteones más antiguos. Piedras antiguas desbordantes de poesía.
Entre ellos, el que es propiedad de la familia de Enrique, los Fink. Una saga de industriosos ingleses que vinieron a la Valencia del siglo XIX atraídos por el bullicio generado a finales de esa centuria alrededor de los hallazgos de la modernidad de entonces. Entre ellos, la Estación del Norte, cuya construcción pronto justificó la necesidad de contar con ingenieros y otros profesionales doctos en el arte de la siderurgia y la locomoción a vapor. De ahí proviene la fecunda trayectoria de este cementerio, cuyas fechas clave permiten interpretar la lógica que da sentido a todo el enclave: en 1851 se conocen denuncias por las malas condiciones de enterramiento de los británicos empadronados en Valencia, en 1860 comienza la obra de este cementerio, tres años después se registra el primer enterramiento (un niño llamado Charles Morris) y en 1880 se anota el momento decisivo, cuando la propiedad pasa a la Corona británica. Poco antes, el cónsul inglés Enrique Dart y su homólogo noruego habían adquirido este paraje que invita esta desapacible mañana a la introspección: un oasis contra el ruido ambiente tan propio de la ciudad que lo alberga.
A esa sensación de dulce melancolía contribuye no sólo la lluvia que salpica nuestros pasos por el hermoso recinto, sino también los comentarios que van lanzando nuestros guías. «Aquí están mis padres», dice Enrique. «Aquí acabaré yo», sonríe Pamela. Al unísono, lanzan una advertencia con un punto de indisimulado orgullo: «Este el sitio más plural de Valencia, el más internacional». Con la frase aluden a la mencionada faceta multirracial del cementerio, que también enfatiza Tracy en la despedida, cuando presume del cartel con la denominación que alardea de su carácter polirreligioso, un curioso concepto: la multifé, valga la palabreja. El paseo ha concluido cerca de la tumba de uno de esos valencianos de estirpe inglesa más célebres, los Falconbridge, tan vinculados a la escena deportiva de la ciudad. Hemos caminado antes entre los aposentos donde disfrutan de la vida eterna otros de sus más llamativos inquilinos, como los brigadistas que llegaron a combatir en la Guerra Civil en favor de la República, un momento histórico que dota de su particular sello al camposanto: durante ese espacio de tiempo fue propiedad de Suiza y Suecia (países neutrales) y se ocupaba de su gestión la Cruz Roja.
Ese dato avala la condición de oasis de este territorio que nos dice adiós en medio de un proceso de (perdón por la broma) resurrección. La Asociación de Amigos que lo custodia, con serios esfuerzos económicos para mantenerlo tan primoroso como luce esta mañana, pretende dar a conocer este pequeño tesoro entre la ciudadanía. Dotarse de un programa de actos que haga salir del anonimato a la propiedad que custodian, dueña de una rica amalgama de nacionalidades (naturales de 18 países, incluidos ocho españoles, con prevalencia británica: 130 casos ) y de historias adheridas a sus ocupantes: desde quienes vinieron a Valencia en la etapa fundacional a quienes, como los parientes de Pamela, llegaron ya bien entrado el siglo pasado y encontraron entre nosotros su lugar en el mundo. O como Tracy, que viajó un poco a la aventura, buscando el sol de España y aquí plantó sus raíces: es una orgullosa valenciana de Ruzafa, donde nacieron sus hijos y donde trabajó dando clases en un colegio británico hasta su jubilación.
Tracy cuenta los pormenores de su vida en un envidiable tono entusiasta que conspira con el lánguido tono dominante. Es una sensación contradictoria, aunque prevalece la invitación al sosiego propia de todo cementerio, acrecentada en este caso por lo breve del espacio (apenas dos mil metros cuadrados), el aire solitario (un punto romántico, muy inglés en efecto) de sus 350 enterramientos, la belleza delicada de su arquitectura, desde la fachada de acceso (obra de Antonio Martorell), a la capilla, cuyas vidrieras llevan la firma del artesano Vicente Sancho... Otros nombres propios ayudan a entender el encanto de este enclave, como el del ingeniero Trevor Nicholson, que se ocupó junto a un jardinero de su confianza de acondicionar el conjunto allá en 1975, luego de los daños sufridos en varios episodios de vandalismo que afearon el recinto: nada que ver con la hermosa estampa que luce esta mañana durante la visita que ya concluye.
En la despedida, la suma de esos apellidos extraños para una voz castellana (los Gerbel, Steiner, Whiting y compañía) termina por inundar de una extraña emoción la caminata que se clausura en el exterior. Y el tono ensimismado con que Finck repasa la vida de sus predecesores («El primero enterrado aquí fue el padre de mi tatarabuelo», suspira) ayuda a alimentar la impresión que causa la visita: una especie de efecto placebo muy recomendable. Un cementerio lleno de vida, aunque tal vez de otra clase de vida: Otra de espíritu más liberal, como sostiene el propio Finck: «En nuestro cementerio aceptamos hasta a los ateos».
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