Un grupo de visitantes, en el interior de uno de los 41 silos. J. Signes

Un tesoro de Valencia que se custodia en Burjassot

Los silos que aloja el municipio limítrofe con la capital: un monumento histórico y artístico poco conocido que recuerda la rica tradición agrícola de la Comunitat

Jorge Alacid

Valencia

Viernes, 8 de diciembre 2023

Es una rica joya de Valencia… pero no está en Valencia. Es por lo tanto un tesoro poco conocido por la capital, que sin embargo ... encierra un torrencial depósito de identidad propia para los vecinos de Burjassot: sus silos. Sus silos que desde el siglo XVI anidan en el corazón de su término municipal pero que son en realidad propiedad del Ayuntamiento de la capital, porque fueron los antiguos jurados valencianos quienes acometieron su construcción y forjaron desde entonces un vínculo contractual que ha superado el paso de los tiempos. Los venerables silos, una obra modélica de la edificación de su tiempo, son un hermoso patrimonio valenciano que rara vez se abren al público. Hace unos días se hizo una excepción: como aquellos exploradores de ficción que retrató Julio Verne, un grupo de privilegiados también descendieron hasta las entrañas de la tierra. Nueve metros más abajo aguardaba un emocionante recorrido por un monumento catalogado como histórico-artístico a nivel nacional hace más de 60 años. Una pieza de orfebrería arquitectónica, vestigio del valioso pasado agrícola de la Comunitat que merece una divulgación superior.

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En la tarea de fomentar el conocimiento de sus silos se afana el Ayuntamiento de Burjassot, que anuncia para el próximo año un calendario de visitas organizadas, puesto que sus vecinos se consideran los auténticos custodios de esta obra de arte, que genera por el contrario escaso interés en Valencia. Hace cinco años, la falta de cuidados provocó el derrumbe de una de las paredes. Solucionado el desperfecto, hasta que llegue ese día en que se abra al público el conjunto de 41 silos interiores (llegaron a ser casi 50), valgan estas líneas que siguen como acercamiento divulgativo a una obra que merece ser más conocida, aunque sólo fuera porque opera como homenaje al tiempo en que la actividad agrícola daba sentido a las vidas de nuestros antepasados. «Ello sí que trabajaban», sonríe Ángel López, que ejerce como guía en el recorrido. Es un experto conocedor de la historia de Burjassot, que rinde en sus palabras su particular tributo a aquellos lugareños durante siglos han preservador este proteico capítulo de su historia. Empieza la excursión.

Sobre nuestras cabezas, una explanada por donde asoman las bocas ahora cegadas de esa cuarentena de silos recuerda el pasado glorioso del municipio, el tiempo en que Valencia vio superada su capacidad para almacenar grano y necesitó dotarse de un depósito de dimensiones a la altura de sus necesidades. Hasta ese momento, la ciudad se apañaba con guardar el cereal en El Almudín, las Atarazanas o los pequeños almacenes distribuidos por sus barrios, pero la cantidad que exigía el consumo de los vecinos aconseja tomar ejemplo de la antigüedad y dotarse de esta clase de construcciones que ya están documentadas desde la prehistoria: silos subterráneos, los que llevan siglos acompañando las vida de Burjassot. Una superficie en el exterior de media hectárea (o un par de anegadas, como aclara con gracia otro visitante) que bajo tierra se dispone según un formato irregular: el camino desciende en zigzag por la lógica explicación de que durante la Guerra Civil aquí se instaló un refugio, un detalle que justifica también que tenga dos vías de acceso, norma elemental de seguridad en caso de huida.

Exterior de los silos y dos detalles del interior. J. Signes

Se trata en realidad de una montaña que ahora carece de esa fisonomía: cuando los jurados de Valencia decidieron buscar un depósito para el grano, encomendaron a un funcionario que localizara en los alrededores el emplazamiento más adecuado, que precisaba de ciertos requisitos. Por ejemplo, que fuera una ubicación bien ventilada, una exigencia que se cumplía en esta loma de Burjassot que fue convenientemente vaciada para adoptar su curiosa forma trapezoidal tan característica, que garantizaba en su interior el alojamiento de la profusa cohorte de silos que fueron surgiendo a medida que las necesidades de abastecimiento de la población de Valencia y alrededores también crecía. En ese factor reside por cierto la clave de arco de este enjambre de depósitos que nos aguardan durante nuestro recorrido: el trigo era la materia prima que abastecía a la población, un cultivo prácticamente inexistente entonces en suelo valenciano, como ocurre hoy. Su carencia equivalía a hambrunas que las autoridades de aquel tiempo no se podían permitir, así que idearon este complejo sistema de almacenamiento para mantener las provisiones a buen recaudo: silos de tamaño y configuración, pequeños como el primero que nos recibe en nuestro itinerario o más amplios como el vecino, donde nuestro guía se explaya en la descripción de la lógica constructiva que explica este milagro.

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Ángel avisa para empezar que la conexión entre los depósitos no figuraba en el plan original, sino que se llevó a cabo más tarde. En origen, cada silo tenía su propia configuración, espacios estancos donde se cumplía la máxima de impedir que entraran los peligrosos insectos y también se vetara toda humedad, los dos grandes enemigos del grano para su adecuada conservación. En total, aquí se acumulaba una capacidad de 26.000 metros cúbicos. En este nicho principal donde ahora nos encontramos, tratadas las paredes con ladrillo superpuesto sobre la roca (mitad caliza, mitad arcilla que veremos como piel dominante en el resto de silos: una mezcla llamada tap), los anónimos constructores idearon un perfecto modelo de abastecimiento que se nutría desde arriba, luego de aventar el grano para asegurarse de su perfecto estado antes de introducirse por esas bocas exteriores bautizadas como tetones según el ingenio popular. De ingenio fue bien servido todo el proceso de construcción, que permitió a los silos sobrevivir incluso avanzado el siglo XX, aunque perdida para entonces su principal función. Se utilizaron como almacenes para la custodia del cereal en manos privadas, funcionando incluso como una suerte de banco: quien no tenía grano se hacía con un poco de aquel trigo, que luego devolvía con intereses cuando por fin producía su propia cosecha.

Aquel tiempo inauguró la decadencia que vivirían los silos desde que más modernos métodos de almacenaje se impusieron en el sector y arrebataron el sentido a aquel venerable transporte artesanal, que tanto hizo sudar a nuestros antepasados: los buques procedentes de Sicilia o Cerdeña descargaban su mercancía frente a la costa de Valencia, luego depositadas en tierra por las barcazas dispuestas a tal efecto, que a su vez viajaban hasta Burjassot en aquellas carretas de la época para oficiar el espectáculo que puede imaginarse. Como tenían prohibido situar los vehículos sobre los silos para evitar daños (de hecho, los conserjes que habitaban las construcciones aledañas tenían entre sus objetivos detectar el mínimo incidente entre loseta y loseta, la más minúscula brizna de hierba), se emplazaban con su carga en un lateral, de donde se transportaban en sacos de hasta 50 kilos de peso para vaciarlos en el interior, bajo la supervisión de otro trabajador que, dentro del depósito y provisto de los utensilios propios de aventar, asegurase un final feliz al laborioso proceso.

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Nos cuenta Ángel López aquella epopeya en otro recodo de la visita, mientras alerta de un detalle que habla de la alta importancia del silo para la mentalidad de aquel tiempo: adherido al depósito se ubicó un destacamento militar que evitara sustos en la custodia del grano. Ese vínculo con la milicia se observó también por cierto durante la Guerra Civil, cuando su elevado emplazamiento aconsejó situar sobre su esqueleto ya casi en desuso un localizador para detectar otro tipo de carga, más cruenta: las mortíferas bombas que descargaba la aviación enemiga sobre la Valencia republicana. Para entonces, los buenos tiempos de los silos de Burjassot, una rareza a escala nacional por su condición subterránea, ya habían pasado. Queda entre los vecinos la memoria adosada a su condición de espacio público privilegiado, apto para verbenas y toda clase de espectáculos.

Lo recuerda Ángel López ya de vuelta a la superficie; hemos atravesado otras construcciones vecinas. La ermita de San Roque, por ejemplo, el edificio que fue sede de la Escuela de Artes y Oficios de la localidad, que contó entre su alumnado al ahora célebre arquitecto Santiago Calatrava, nacido aquí cerca, en Benimámet. Nuestra expedición vuelve a la luz dejando atrás no sólo un espléndido ejercicio de arquitectura, sino también los vestigios de un desaparecido esplendor de la actividad agrícola. Los silos de Burjassot almacenan también una rica historia sentimental para sus vecinos, a quienes parece gustar la idea de hacerse a todos los efectos con la propiedad que preserva para sí el Ayuntamiento de Valencia. López apunta entonces hacia otros detalles que atestiguan ese vínculo entre ambos municipios. La desaparecida iglesia valenciana de San Bartolomé, el derrumbado templo de la calle Caballeros, cuya portada se trasladó hasta un lateral de los silos y otorga desde entonces un relieve superior al conjunto. O su condición de valioso bien patrimonial, de índole nacional, no demasiado conocido entre nosotros. «Es como la Lonja, por ejemplo, con el mismo nivel de protección», advierte.

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La visita ha concluido. Estamos observando desde el exterior la adecuada disposición de los silos, que en su momento prohibía que se edificara casas en su contorno para evitar que el humo de las chimeneas dañara el grano y que sirvieron incluso de escenario para aquella aventura de Titín y las naranjas azules, como azul es la hermosa piedra de Sagunto, ya algo descolorida, desde donde nuestro guía aquel tiempo en que desde aquí se divisaba la silueta de Valencia, también el frente marítimo lejano y por supuesto las huertas circundantes, en la cúspide de su apogeo. Explica a una niña cómo se abrían y cerraban las bocas diseminadas sobre la ancha superficie y rescata de aquel pasado remoto una unidad de medida casi desaparecida, la bellísima palabra cahíz, que servía para medir la cantidad de grano. La suya es una mirada nostálgica que apunta además hacia el futuro, hacia ese próximo horizonte donde un patrimonio tan excepcional se pueda dar a conocer entre el vecindario y a quienes vengan de visita a Burjassot. Un espacio casi religioso bajo la cota cero, donde el tiempo se detiene y hasta las estaciones disponen de sus propios códigos: la temperatura es siempre estable. Una burbuja temporal y espacial a dos pasos de Valencia… pero en términos de Burjassot.

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