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Juanjo y Aziz paran junto a la carretera con las mulas. Almuerzan bajo un olivo antes de acometer la empinada senda que sobre el barranco de Baguena, en Alcudia de Veo, conduce a una zona elevada cubierta por alcornoques donde hoy la cuadrilla está sacando el corcho. El mismo que, lejos de aquí, en la región de Borgoña, servirá para proteger los delicados sabores de los vinos del dominio Chandon de Briailles. O de otras marcas, como Bodegas Contador, Mas Martinet, Quinta de la Quietud o Belondrade, por poner unos ejemplo. Pero ese mundo de sibaritas poco tiene que ver con los cuatro hombres que golpean con hachas las cortezas de los árboles; todos son de Almedíjar, Lolo y su hermano Félix, Tonín y su hijo, Sergio. «Si quieres te digo ya el titular del reportaje», bromea Lolo, «puedes poner que es el peor trabajo del mundo», aunque también es el jornal agrícola más caro. Hasta unos 80 euros netos al día.
Resulta difícil de saber con certeza si la queja es sincera porque a menudo él y sus compañeros dan muestras de un profundo afecto por unas montañas que conocen con detalle. Hoy andan en un risco asfaltado de hojas secas que resultan muy resbaladizas. Las distancias que recorren son largas y han de llevar las hachas y estacas, a veces escaleras si el árbol es muy alto, cargan también con agua y unas garrafas que contienen una mezcla de tomillo, ajo y cobre con la que se cura el tronco del árbol una vez queda desnudo de su corteza para evitar que sea atacado por hongos. Si todo va bien, cuando hayan pasado catorce años, podrá ser pelado de nuevo. La naturaleza se toma su tiempo.
Adolfo Miravet lleva la empresa, Espadán Corks. La puso en marcha su bisabuelo León en Eslida. Al principio, sólo se dedicaban a la extracción. Ahora ha evolucionado y abarcan todo el proceso de elaboración de los tapones de corcho, un trabajo sofisticado en el que se emplean tecnologías complejas. Se hacen a medida para cada bodega y se analizan con detalle para evitar imperfecciones, algo difícil «porque cada corcho, cada árbol, es distinto, en función de su situación geográfica, de su exposición al sol o de la genética. Lo bueno y lo malo de los productos naturales es eso, que son naturales», dice Adolfo. Una de las grandes preocupaciones de su equipo es el TCA o tricoloroanisol, uno de los compuestos del corcho que en un porcentaje pequeño de tapones puede arruinar el sabor de un vino, algo que nadie desea y menos si ha gastado mucho dinero en él. Hasta ahora, aunque alguna empresa anuncia que es capaz de producir tapones libres de TCA, sólo el olfato humano es capaz de detectarlo sin margen de error y en esta empresa, si el cliente está dispuesto a pagar el precio, se hace así. Y se huelen de uno en uno porque ninguna tecnología de análisis químico es tan precisa, «hablamos de nanogramos, para hacerse una idea una cucharadita de café de TCA arruinaría toda la producción de la Rioja». Carolina, que está sentada en una silla junto a una máquina por la que pasan los corchos, es la encargada de separarlos en función de su aroma. Primero se calientan con una lámpara de infrarrojos y se humedecen para que desprendan su aroma. «¿Ves?», dice acercando uno, «huele como la habitación cerrada de una casa vieja».
Adolfo habla sin reparos de las limitaciones de otros productos que se emplean para sustituir el corcho, en especial del plástico, «porque no es lo mismo que lo uses para envolver un trozo de jamón, que te lo vas a comer en unos días, que una botella de vino. Hay que tener en cuenta que contiene un 14% del etanol y que el etanol disuelve el plástico, además de un plástico que no sabes de dónde ha venido, no deja de ser polietileno con aditivos secretos». Mientras, observa algunas planchas que acaban de llegar. Las piezas de corcho se colocan en un patio, sin contacto directo con el suelo, y se dejan secar al aire libre por un periodo de tiempo mínimo de seis meses. Cada paso en este proceso requiere calma, como si el propio árbol contagiara su ritmo vital a la cubierta que lo protege. Hace falta un cuarto de siglo para que se le pueda extraer sin riesgo para su salud y después, como cualquier especie viva, explica Adolfo, «el malo es malo y el bueno es bueno, tienes toda clase de tapones». La riqueza de la Sierra de Espadán, de la que la empresa gestiona un 10% de su superficie, resulta clave en la calidad del producto. Se trata de alcornoques relícticos, pertenecen a un bosque alejado del resto de su especie, sin capacidad para expandirse y dentro de un espacio protegido. Con todas las cargas burocráticas que eso conlleva, en el despacho de Adolfo un par de mesas están ocupadas por expedientes pendientes de resolver por la conselleria del ramo y, mientras, cuenta que el principal problema de este negocio es que existe un monopolio, el del grupo Amorim, que «lo compra todo y, claro, nosotros no nos podemos meter ahí».
Adolfo Miravet destaca, ente las muchas cualidades de los tapones de corcho de la Sierra de Espadán, que hacen posible conservar intactas las cualidades de un vino, «es lo que se llama la vida eterna». De hecho, algunos de sus clientes, como las Bodegas Mas Martinet, «quieren nuestro corcho porque no necesitan cambiar los tapones de las botellas, aunque hayan pasado quince años». Incluso, yendo un poco más lejos, afirma que este producto no sólo no se descompone sino que mejora la calidad de los caldos. Algo que no ocurre con el resto de tapones que se ofertan en el mercado, algunos con apariencia de corcho pero mezclados con plásticos microaglomerado.
A unos cuantos y serpenteantes kilómetros la cuadrilla ha hecho un descanso para almorzar. Pasando por Azuébar, Chóvar y Ahín, o por Almedíjar si se prefiere, lugares conocidos también por la calidad de sus aguas, un pequeño camión con la carga de corcho acumula toda la corteza que la pareja de mulas han ido transportando desde lo alto de la montaña, por esos caminos de rocas areniscas. Sendas que Juanjo y Aziz recorren con los animales una y otra vez mientras charlan de sus cosas. Una vez llegan al lugar donde la cuadrilla ha ido dejando las planchas de corcho las cargan y las atan con cuidado sobre las bestias y, desde allí, emprenden el camino de regreso a la carretera. Así una y otra vez, al ritmo lento que impone la montaña y siempre que el terreno lo permita, «a veces hay sitios a los que ni las mulas pueden subir», bromea Juanjo.
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