Imagine a la persona más alta que haya visto. Puede que piense en Pau Gasol. Pues trate ahora de visualizar a alguien entre 17 y 20 centímetros más alto. Así, tendrá delante al habitante de la Comunitat Valenciana más alto de toda la ... historia de la que se tiene registro y el segundo o tercer español más alto de todos los tiempos según las fuentes que se consulten, ya que la diferencia se estima en muy pocos centímetros.
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Cuando vivía estaba considerado el europeo más alto de la época. Es muy probable que no haya oído hablar de Jaime Clemente Izquierdo, la persona más alta nacida en la Comunitat. Llegó a medir 2 metros y 33 centímetros, aunque algunas fuentes sostienen que llegó hasta los 2,36. Para encontrar sus orígenes hay que desplazarse hasta la pequeña localidad castellonense de Pina de Montalgrao, de 114 habitantes.
Clemente falleció en 2005 y permanece enterrado en el cementerio de la localidad. Fue un hombre grande en lo físico y aún más en lo personal según sus vecinos: «Era especial, muy buena persona», recuerda Gloria Clemente.
Nacido en 1951, tuvo unos padres, un hermano y una hermana de estatura normal, pero una enfermedad, la acromegalia o gigantismo, le provocó un crecimiento desmesurado que hizo que ya en la clásica fotografía del colegio destacara mucho de sus compañeros. En los años 60, con don Juan Antonio como profesor, ya sobresalía de manera exagerada. Y es que de niño, con apenas ocho años era capaz de coger un saco de trigo al hombro y llevarlo al molino.
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No quería ser el centro de atención, durante toda su vida intentó pasar desapercibido, pero su estatura le empujaba a ser observado, a veces de manera excesiva, por muchos, lo que le molestó durante su existencia.
Como no podía ser de otra manera, hizo alguna prueba para jugar al baloncesto, pero no tenía la coordinación necesaria y lo dejó. Trabajó durante algún tiempo en la carpintería de su padre, quien combinaba la carpintería y la agricultura como oficios, pero tampoco pudo continuar.
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Los niños también disfrutaban mucho de la grandeza de Jaime en todos los sentidos. No en vano, recuerda Rosa María Clemente, «los subía por el balcón directamente desde la calle. Estaban encantados con él. Era muy bueno».
Unos años después regentó un quiosco en Valencia. Su bondadosa figura aún se recuerda en las cercanías de los Viveros: «Apenas cabía en el kiosco, y cuando te devolvía el cambio tu mano quedaba ahogada por la suya», recuerdan quienes le conocieron.
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En el hospital La Fe tenía reservada una cama especial para cuando debía ingresar por alguna circunstancia como las úlceras, que le llevaban a mal traer. En Valencia vivió en el barrio de Trinidad, y allí fue donde falleció, de repente, mientras caminaba junto a los Viveros.
Su deseo siempre era volver a pasar las vacaciones en Pina de Montalgrao, donde no era extraño verlo contemplar las danzas o incluso grabarlas desde la privilegiada atalaya que le daba su estatura. Allí se sentía feliz porque todos estaban acostumbrados a verlo y no le observaban con sorpresa sino como a un vecino más.
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Su altura también le llevó a la televisión. Junto a su padre viajó a Madrid para participar en el programa de José María Íñigo, en TVE. De allí no salió contento: «Primero porque no dejaron entrar a su padre», recuerda un vecino, y segundo, según el propio Jaime comentó posteriormente, porque no le dejaron expresar lo único que para él era importante: «No poder decir que era de Pina de Montalgrao le molestó».
Sin embargo, su estatura también le impedía hacer otras cosas: ir en bicicleta, «que era una ilusión» o comprarse un coche adaptado a su estatura, ya que, según él explicó, le pidieron una cantidad prohibitiva. Como aficiones, no era ni mucho menos torpe con las manos, ya que hizo una maqueta en madera de la primera fuente pública que se instaló en la plaza. Además, también le gustaba mucho leer y escribir.
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Dar una vuelta por este pintoresco municipio de calles empinadas y preguntar por Jaime equivale a recibir dos respuestas casi consecutivas: «Sí, le conocía» y «Era muy buena persona». En eso hay una coincidencia unánime.
Jesús Martínez, ya jubilado, fue el alguacil del pueblo y regentó un bar. De Jaime recuerda que también tenía sentido del humor: «Mi hijo era muy pequeño en ese momento y, quitándose una bota, que se la tenían que hacer a medida, porque no había zapatos de su talla (la 55), me dijo que si la quería usar como cuna porque lo cierto es que cabía dentro». Además, «cuando venía a por tres o cuatro cafés o carajillos no le hacía falta bandeja. Su mano era suficiente para transportarlo todo».
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«Ya viene Jaime». Unos pasos con los que retumbaba la calle marcaban la llegada a la casa de María Dolores y Manuel. La mujer recuerda que conocía a Jaime «porque venía a darle de comer a las gallinas y los conejos» que había en el domicilio de enfrente de la casa de este matrimonio, propiedad de la abuela de Jaime. Manuel, quien fue amigo de la infancia, rememora que fue «el primero que le hice bailar con una chica. Teníamos 14 o 15 años y la chica le llegaba por la barriga».
Con respecto a su carácter, y al ser consciente de su fuerza física, siempre se retuvo. Un día se enfadó con su amigo Olegario y le pidió que no le cabreara «porque te puedo hacer daño».
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Victorino Macián fue vecino de Jaime y aún hoy reside en la casa contigua: «Él era feliz con cualquier cosa. Muchas veces se venía conmigo al monte a buscar rebollones o a recoger piñas». Victorino tenía una pickup en la que a duras penas cabía Jaime.
Otro vecino, Jaime Izquierdo recuerda que también fue «amigo de cuadrilla» de su tocayo. Ambos compartieron comidas y cenas multitudinarias: «Él me ayudaba a cocinar paellas o gazpacho. Desmenuzaba la carne con esas manos..». Respecto a su carácter, recuerda que «no se enfadaba con nadie». La gélida noche de enero en que estaban velando el cuerpo «se fastidió la caldera y tuvimos que resistir a 16 o 17 bajo cero». Aquella jornada, un gran número de vecinos quiso despedirlo.
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Jaime Clemente conserva un hermano y una hermana que residen en Valencia y que los fines de semana y los periodos vacacionales disfrutan de la tranquilidad de su pueblo, el que Jaime tuvo en su corazón. Como el propio Jaime, prefieren ser discretos y han declinado amablemente participar en este reportaje en su recuerdo.
En el municipio no queda ningún vestigio en forma de placa o recordatorio. «A él no le gustaba todo eso. Como decía muchas veces, sólo quería que lo dejaran en paz», recuerda un vecino. Con su muerte se quedó también a medias la reforma en su casa para seguir adaptándola a sus necesidades. Y es que Jaime sólo quería eso. Pasar desapercibido. Pese a medir 233 centímetros y ser aún más grande de carácter que físicamente. Y eso es mucho decir.
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