Armando y Alejandro arrastran sus maletas de cabina hacia la zona con diferencia más desangelada del aeropuerto de Manises. En uno de los extremos de la terminal está el acceso a la boca de Metro que comunica con Valencia. Cuando llegan a las escaleras mecánicas se encuentran con una alicaída cinta de plástico que impide tímidamente la entrada, sin explicación alguna que indique al menos dónde están las alternativas. «¿No se puede coger?» pregunta Armando. Viene con su colega de Gran Canaria a quitar barro. Se han comprado un billete de avión de ida y vuelta por menos de cien euros. «Es que tenemos un 75 por cien de descuento», dice casi excusándose. Quieren ir a Benimaclet, donde han quedado con amigos, y de ahí a algún lugar que todavía ni conocen de l'Horta Sud. «Nadie nos había dicho que el metro no funciona aunque lo que sí nos dijo un amigo es que hay mucha desorganización a todos los niveles», explica.
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No les queda otro remedio que salir al exterior y optar por alguna de las dos opciones que a primera vista tienen: el taxi o el autobús, además de las compañías de alquileres de coches y los servicios de VTC. Hasta que la Generalitat no puso autobuses lanzadera, los pasajeros que llegaban estos últimos días a Manises tenían que pelearse por un hueco en el autocar de la línea 150 que es la que funciona a diario y que acerca a los usuarios a la ciudad aunque pasando previamente por los pueblos. Esa línea se ha incrementado en vehículos, pasando de tres a ocho, en un ir y venir constante. Pero al menos ahora funcionan autobuses lanzadera (línea 152) que de la terminal va directo a la plaza de España. Es la más eficaz para aquellos que buscan el centro.
Pero el desbarajuste de los usuarios es bastante evidente. Cuando uno aterriza con un avión por primera vez en una terminal y con la dificultad del idioma añadida, lo único que desea es que haya señales claras de dónde está la parada del autobús, el trayecto que sigue, los horarios que tienen, el precio (4,80 euros) y también si se puede o no pagar con tarjeta de crédito (a algunos les tocó rebuscar deprisa y corriendo el dinero en sus bolsillos con la gente apretando por detrás para subir). Este no es el caso de Valencia. Para empezar, no hay ningún cartel que diga nada al respecto. A las once de la mañana, que es cuando suelen aterrizar más aviones (ayer seis en algo menos de una hora), el aluvión de gente un poco despistas es importante. Las preguntas al chófer del autobús son constantes. Algunas en inglés, otras en 'spanglish' y cuando no, por señas. Todos quieren ir al centro pero la mayoría no entiende del todo y se sube en el primero que pasa, aunque sea el que atraviesa los pueblos y el que va a tardar casi una eternidad en ir al centro, en lugar de coger el lanzadera que no está en ese momento pero que asoma por detrás a los pocos minutos.
Se llena casi de inmediato el bus. «Hasta que no pusieron esos lanzaderas era todo bastante agobio porque se llenaba enseguida», asegura la conductora, que cierra en cuanto hay un pequeño parón de viajeros y emprende rápido la marcha.
A apenas unos metros, la doble cola de taxis no para de agitarse. «Hoy ha estado más parado que los últimos días, pero se nota que el metro no va... te dejo que tengo cliente», dice un taxista, que sale disparado sin tiempo a preguntarle al menos por su nombre.
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En Manises se vive en apariencia un clima diferente al de apenas unos pocos kilómetros. Ha bajado en número de turistas, pero aunque hay quien parece no haberse enterado de nada, la mayoría se interesa por saber cómo está realmente la ciudad. Así lo aseguran en la oficina de turismo que está instalada dentro de la terminal. «Nos han venido a preguntar voluntarios de diferentes puntos de Europa que han venido a ayudar y sobre todo nos preguntan cómo pueden ir al centro», dicen las trabajadoras de la oficina.
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