![Ludopatía | La autodenuncia, el último recurso contra la ludopatía: "Me prohíbo ir al casino»](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202302/17/media/cortadas/d20bf5d3-d7e2-487d-a83a-bb56007f69a6_20230217162606-RBoZBWk4Ftb2Oi8qxUJpFaP-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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Cierto día, una mujer acude a una oficina de la Administración, reclama un formulario, lo rellena y automáticamente activa el protocolo del Ministerio de Consumo que prohíbe a quienes remiten ese papel ingresar en un casino. Sufren una terrible adicción al juego, que en ... su caso se manifiesta mediante una propensión casi irrefrenable a acudir a una sala de juego y gastarse el dinero que tiene y hasta el que no tiene y debe incluso endeudarse. La autodenuncia es su último recurso. Vienen de obligarse a mil piruetas psicológicas para evitar ese drama que sale a su encuentro en cada paseo. Esquinas de Valencia pobladas de bingos, casinos, puestos de venta de cupones, administraciones de lotería: la tentación vive aquí al lado para todos ellos.
No existe una cifra que ayude a radiografiar la tragedia que viven los valencianos acechados por la ludopatía porque la discreción en que se mueven impide dimensionar su enfermedad. Al menos, algunos de ellos saben que mediante ese trámite que un día protagonizó la mujer que desvela aquí su calvario pueden aliviar su dolor. Salvo en caso de recaída. Una posibilidad, por cierto, en que suelen incurrir. ¿Cómo funciona ese procedimiento? No es complicado. Desde la asociación de jugadores anónimos de Valencia explican que puede tramitarse on line pero también de manera presencial. Basta descargarse un formulario bautizado como RGIA en el argot burocrático, que consta en el llamado 'Fichero de interdicciones de acceso al juego', y acudir una vez rellenado a una sede del registro electrónico de la Administración autonómica o a una oficina de Correos. Una vez cumplimentado, se activa el proceso que bloquea su acceso a toda sala de juego y también (un matiz muy importante) a las webs de apuestas, de manera indefinida.
Sólo se vuelve a la casilla de salida a petición del propio autodenunciante, si pasados seis meses solicita su cancelación. Es el caso de esta valenciana que confiesa su odisea, que hasta en tres ocasiones registró su solicitud: la primera, de manera presencial. Error: llegó la notificación por correo postal hasta su domicilio y ocurrió lo que tanto temía: que su familia se enterase de la adicción que sufría. Desde ese dramático momento, recurrió a la vía electrónica para que ocurriera el milagro que por su propia cuenta le resultaba imposible de materializar: que le impidan entrar en el bingo. Porque su adicción es muy concreta: reside en salas de bingo. En la Comunitat hay una sesenta, que equivalen a otras tantas señales de peligro para quienes han visto derrumbarse su vida hasta un extremo inimaginable para ella, que nunca sospechó que esa primera vez en que acudió a una sala en compañía de una amiga, quien le animó a que se distrajera cartón mediante de una serie de infortunios que por entonces le golpeaban, estuviera en realidad inoculando una adicción que equivale a bajar a los infiernos.
Aún recuerda cómo aquella primera vez encontró lo que no hallaba en ningún otro espacio: «Paz». Sufría una serie de penalidades que le ahogaban pero que desaparecieron cuando se sentó en la sala de juego donde hoy tiene vetada su entrada. «Es una enfermedad, una enfermedad muy jodida». Al menos, ahora dispone del alivio de su autodenuncia, que cancela cuando piensa, equivocadamente, que está recuperada y puede retomar el control de sus actos. Accede a desvelar su historia porque piensa que ayudará a que se divulgue la posibilidad de prohibirse a uno mismo el ingreso en salas de juego y porque aspira a que la sociedad cobre conciencia de la envergadura de un mal más extendido de lo que parece. Y con peor remedio: «Con otras adicciones, te tomas una pastilla para que pases el mono pero con la del juego, estás tú sola con tu enfermedad. Tienes que tener fuerza de voluntad, ir a terapia o al psicólogo. No hay más ayudas».
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Su única cura consiste en movilizar sus propios resortes personales y acudir a terapia en la asociación, donde coincide con casos semejantes y algún consuelo encuentra: «Nos reconfortamos los unos a los otros, te das cuenta de que no estás solo, que hay quien ha salido de esa pesadilla pero sigue acudiendo a terapia para ayudar a los demás y porque teme que pueda recaer». Allí se cuentan sus flaquezas. Y allí detectan la inquietante tendencia que acompaña al juego en su versión on line: «Llevaba tiempo sin ir a terapia y ahora que he vuelto veo que cada vez viene gente más joven». «Yo empecé con mi problema hacia el 2010», relata mientras rememora el día infausto en que pensó que esa visita al bingo que sería el bálsamo para sus heridas. «Era un sitio donde mi cabeza se relajaba», explica. Un oasis que se transformó con el paso del tiempo «en mi peor pesadilla».
Un mal sueño que parecía eterno, del que pudo librarse gracias a que alguien le informó del mecanismo de la autodenuncia. Hoy reconoce que la experiencia funcionó… hasta que dejo de funcionar. Recayó igual que recaen quienes sufren adicciones análogas, como el alcohol. «En las terapias de alcohólicos dicen que uno es alcohólico toda la vida, aunque en ese momento no beba. Con el juego pasa lo mismo. Nunca te curas». Ocurre a su juicio que la sociedad convive con una enorme familiaridad con la ludopatía. «No le damos a la adicción al juego la importancia que tiene, que es mucha, porque es muy desconocida, pero no menos grave», subraya. Ella pudo compartir con su familia los problemas que le amargaban la vida, encontrar comprensión («Entenderlo no es fácil», admite), un ligero remedio mientras acertaba con la cura definitiva. No fue sencillo. Hubo momentos de alta intensidad dramática: un día, entre la ansiedad y la impotencia, acabó por abrirse la cabeza golpeándose con una piedra. Un horror que tuvo efectos reparadores: «Pensé en mi familia, en cómo les dolería verme tirada en la calle en esa situación y reaccioné. Sólo cuando vi la sangre corriendo por mi cabeza, reaccioné». «Es que hay momentos», recuerda, «en que llegas a pensar de todo, pero de todo. Cuando estás mal no estás mal: estás muy mal, pero que muy mal». El pozo del que finalmente escapó. «Ahora puedo hablar más tranquila», sonríe.
Sabe sin embargo que ese combate entre su parte más oscura y la más luminosa se sigue sosteniendo dentro de su cabeza. Vuelve a medio sonreír cuando habla del «diablillo» tentador, que le anima a recaer en su adicción. O del «angelito» que le acompaña en el sentido opuesto, hacia esa vida más confortable que ahora le rodea. «Mi vida va mejor en todos los aspectos siempre que me prohíbo jugar y cuando vuelvo a jugar me pasa lo contrario, mi vida va peor en todos los sentidos». No olvida que su adicción se nutre de elementos adicionales contra los que protesta. El papel del Estado recaudador, por ejemplo, «que saca unos beneficios bestiales pero a costa de un nivel de endeudamiento de gente como yo que no nos podemos ni imaginar». Ella tiene cuantificada en miles de euros la factura de su adicción, avisa de que conoce casos de otros ludópatas que han llegado a delinquir («No es mi caso», apunta) y descubre otro infierno que corre en paralelo al del juego: lo que llama «facilidades bestiales» que ofrecen las compañías de préstamos rápidos. «Son usureros», se enfurece. «Pides un minicrédito y sin apagar el ordenador ya está concedido». Una vertiginosa rapidez que achaca al beneficio igual de inmediato que obtienen los prestamistas. Valga su caso como ejemplo: «El mínimo es 300 euros pero como he sido buena pagadora, no sé si por suerte o por desgracia, tenía concedido el máximo, que son 1.400, a pagar en treinta días más de 1.800 o hasta más de 2.000 si eliges el sistema de cuatro cuotas». «Es abusivo», denuncia.
«No veía otra salida». Otra voluntaria de Jugadores Anónimos recuerda cómo hace tres años se autodenunció, luego de convencerse que era «jugadora compulsiva». «Sabes que tienes un problema pero no llegas a tomar la iniciativa hasta situaciones límite», dice. Su adicción al bingo, también versión on line, había nacido dos años antes. Desde la autodenuncia, no ha recaído, fruto de una gran fuerza de voluntad: «No juego a nada igual que un alcohólico no bebe nada. Nada es nada. Ni a la baraja con la familia». Esa familia que le ayuda a no recaer: «No me deja llevar tarjeta ni dinero en el bolsillo
La charla va concluyendo. Más relajada, incluso suelta sin darse cuenta su nombre auténtico y se carcajea cuando se da cuenta del desliz. «Cada recaída ya sido peor», acepta. «Dejas de ir a terapia pensando que estás bien y luego, lo de siempre. No dormía, tomaba ansiolíticos, pastillas para dormir… No sabía cómo encontrar la paz». Un espanto psicológico lindante con la ruina económica: «Hay un momento en que intentas sacar dinero de donde puedes. El último día que fui al bingo», explica, «me gasté los 200 euros que llevaba, saqué luego otros 200, gané 1.400 euros y me lo dejé todo». «En cuatro horas», apostilla. «Ahora me lo prohíbo y no me acerco», añade, pero luego vuelve sobre el hilo central de su relato: la recurrente tentación a jugar, que adopta tantas veces la forma de anuncio por televisión. «Es una tortura», se queja. «Tienes que tener la enorme fuerza de voluntad de decir no al juego, al bingo, al rasca de la Once… Te están bombardeando todo el día. Pero nadie te dice que cruzas una línea muy fina y que para cuando te das cuenta, lo que has ganado ya te lo has gastado». «Esos anuncios que te dicen que juegues bajo tu responsabilidad. Ja, me río. Menuda mierda». Ella propone una alternativa revolucionaria: «Deberían poner anuncios donde salga gente que lo ha perdido todo, hasta la vida. Anuncios explicando el daño que haces a tu familia y lo mal que lo pasas».
¿Final feliz? No se hace ilusiones aunque se confiesa contenta. Atraviesa la llamada «nube rosa», un estado de ánimo que identifica con estas palabras: «Es cuando estás a gusto contigo misma». Su conclusión oscila entre el temor a recaer y la fe en un porvenir más venturoso, pautado en un tramo de tiempo muy concreto: 24 horas. «Hoy no juego y mañana será otro día. A largo plazo no pienso», resume. Y como despedida, esta lúcida reflexión: «Yo no juego ahora pero soy jugadora. Es una enfermedad para toda la vida, como un cáncer. Vas al hospital, te ponen quimio, lo paralizan. Pero a veces se reproduce y a veces mata. Otras veces no y puede seguir viviendo con él. Yo lo tengo paralizado y espero que siga así por muchos años».
(Para registrar la autodenuncia: https://www.ordenacionjuego.es/es/rgiaj)
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