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La reciente incautación judicial cautelar de la colección zoológica de un empresario valenciano, ha puesto de actualidad la profesión de disecador o taxidermista, que se extingue a causa de la falta de demanda actual, pero que en sus tiempos, a finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX, gozó de un gran respeto social y académico, dado que la Universidad, con fines científicos, necesitaba proveerse de toda clase de animales, así como de plantas, fósiles y minerales con los que investigar y educar a los alumnos. Entre los taxidermistas valencianos de indudable prestigio destacaron los Benedito, padre y dos hijos, de nombre José María y Luis, famosos por la calidad y vivacidad de sus composiciones; con animales que, al decir del momento, parecían cobrar vida ante el espectador.
El arte estaba presente en la familia de taxidermistas a la hora de dar expresividad a un águila o un tigre, y también al configurar con el animal un diorama donde todo encajaba de forma didáctica; el paisaje, las rocas, las plantas donde la especie habitaba, cobraban vida ante el espectador. Esa exigencia de artistas contribuyó a que en la familia surgiera un gran pintor, Manuel Benedito Vives, también hijo del fundador de la saga. El que fue mejor alumno de Joaquín Sorolla, sin duda trabajó de jovencito en la preparación de escenarios para aves de la Albufera, corzos, zorros, serpientes y otras muchas especies.
Cuando murió José María Benedito padre, en febrero de 1899, a los 53 años de edad, dejó viuda y siete hijos y una estela de reconocimiento general. Su esquela mortuoria estuvo encabezada por el rector y el claustro de la Universidad que le admiraba. José María Benedito y Mendoza, escribió LAS PROVINCIAS, no solo fue «excelente disecador» sino que había alcanzado el título de «Ayudante de la Facultad de Ciencias de esta Universidad». «Conocidos son sus servicios en los Museos de Historia Natural de la misma y del Instituto de segunda enseñanza, que conservan excelentes ejemplares de leones, tigres, hienas, panteras y otros animales exóticos por él preparados, y con los que se han enriquecido dichos gabinetes». El periódico habló del «esmero y limpieza con que preparaba esta clase de trabajos», y de los escaparates de la tienda familiar, que «atraían la atención pública, especialmente en tiempos de las ferias, por la exposición de cabezas de toros». Gracias a su trabajo se habían conservado «notables ejemplares» de ejemplares lidiados en Valencia.
En ese año 1899, Manuel Benedito, ya de 25 años, terminó su etapa de aprendizaje con Joaquín Sorolla y, como su maestro, inició con una beca pensionada sus estudios en Roma. Su hermano José María, sin embargo, continuó la tarea de taxidermista de su padre y la mejoró en lo que a la consideración universitaria se refiere: en julio de 1905, nuestro periódico publicó la noticia de que había sido nombrado 'corresponsal'del Museo de Ciencias Naturales de Madrid y, por otra parte, obtuvo el honroso título de «proveedor de la real casa». Ello fue posible «por el obsequio que hizo al monarca de tres preciosos paneaux, uno conteniendo una cabeza de jabalí, perdices, liebres y conejos, y los otros patos de distintas especies que se crían en el lago de la Albufera».
Alfonso XIII había cazado aves en la Albufera en 1902 y estaba enamorado de un paraje que por entonces todavía era de la corona. En su viaje a Valencia de abril de 1905, según añade la noticia, «estos trabajos estaban expuestos en los salones de capitanía general y fueron muy elogiados por el rey, quien ordenó que se colocaran en el comedor de su palacio de la Zarzuela, en el Real Sitio del Pardo». Ese éxito alimentó una gran carrera profesional: José María y Luis Benedito Vives instalaron taller en Madrid, a la sombra de palacio, la Universidad, los aficionados a los toros y los cazadores de la aristocracia.
Desde el siglo XVI, los naturalistas ilustrados se valieron del dibujo y la pintura para reproducir plantas y animales descubiertos en sus viajes alrededor del mundo. Pero había una forma mejor y más completa, que era conservar la especie entera. Con los animales, más allá del formol o el alcohol, no había otro procedimiento mejor que el trabajo de los taxidermistas: los ojos de cristal contribuyeron a una fiel reproducción de los animales.
En la Universidad de Valencia, los mejores catedráticos de Ciencias compitieron en busca de fósiles, moluscos y plantas paras las colecciones universitarias. Ignacio Vidal, en el siglo XIX, se especializó en los peces; el profesor Cisternes, en «ejemplares tipo»; el maestro Arévalo Vaca, fue un especialista en aves al que sucedió en conocimientos el profesor Eduardo Boscá, antecesor de Beltrán Bigorra. Como es natural, todos encontraron profusión de especies vegetales y ejemplares únicos en los montes valencianos; pero la Albufera fue siempre su paraíso predilecto.
En 1910, Francisco Bru, un notable cazador valenciano, dejó en nuestras páginas testimonio de la colaboración científica nacida de los esfuerzos combinados del arte de la caza y la investigación académica. En 1882, José María Benedito, el fundador de la saga, encargó a Bru una garza cenicienta, un raro y bello animal del que apenas se habían visto algunos ejemplares en las marjalerías de Cullera. Usando como cimbeles otras garzas disecadas, Bru buscó y abatió al ave pedida en el curso de varias jornadas de espera de las que queda crónica en el periódico del 10 de febrero.
En el año 1923 fue otro cazador aristocrático, el conde de Ezenarro, el que alabó el arte de los Benedito. En una entrevista no pasó por alto la conquista de dos avutardas logradas en el Acequión de Albacete y de dos flamencos abatidos en la Albufera. «Las cuatro -dijo- las tengo admirablemente conservadas, pues basta que le diga que las disecó aquel notable naturalista que se llamaba José María Benedito».
El segundo José María de los Benedito se jubiló como jefe de taxidermia del Museo de Ciencias Naturales y falleció en Madrid en 1952. Pero la saga de taxidermistas Benedito continuó dos generaciones más hasta llegar a los primeros años de este siglo. Hoy en día, en Madrid, sigue funcionando un taller con el apellido valenciano. Es obvio que las costumbres han cambiado. Pero las grandes colecciones privadas, al menos en tiempos antiguos, terminaban nutriendo, en sus ejemplares más valiosos, las colecciones de la Universidad. Cuyo museo de Ciencias Naturales, uno de los mejores de España, sigue abriendo sus puertas en el campus de Burjassot.
El fuego que calcinó docenas de especies únicas
«Aquí estuvo el león», exclamó ante los periodistas, entre lágrimas de emoción, el ilustre catedrático de Ciencias Naturales Francisco Beltrán Bigorra. Era el 13 de mayo de 1932 y el histórico edificio La Nau de la Universidad de Valencia se había incendiado a causa de un cortocircuito. Profesores y alumnos, desde el primer minuto, habían estado trabajando, en cadenas humanas, para llevar hasta el Colegio del Patriarca docenas de libros, aparatos y enseres de gran valor educativo salvados de las llamas. El fuego, iniciado precisamente en la zona de laboratorios del Museo de Ciencias Naturales causó un daño irreparable en las instalaciones, en la biblioteca, y sobre todo en las colecciones que se albergaban en docenas de vitrinas. Los estudiantes valencianos, esa mañana de mayo, estaban airados: durante la noche, mientras salvaban patrimonio académico, vieron trabajar a los bomberos con un material anticuado y escaso. Esa misma mañana, cientos de alumnos del 'alma mater' valenciana se manifestaron para pedir la dimisión del alcalde Alfaro.
Entre los museos universitarios de Ciencias Naturales, el de Valencia fue en su momento el primero. Solo los de Ciencias de Madrid y Barcelona le superaban en cantidad de especies, aunque el de Valencia ganaba en la presencia de «ejemplares tipo», raras piezas zoológicas que en ocasiones eran únicas en el mundo. «Han sido muchos los cazadores y los pescadores que al tropezarse con un animal que desconocían lo enviaban». Y todos ellos pasaron por la expertas manos de los Benedito, padre e hijo.
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