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Neyzan tiene un año y va subido a un carro de supermercado que su madre ha forrado con bolsas de basura para protegerle del fango. « ... Me han regalado un carro de bebé pero no quiero usarlo todavía porque está nuevo», dice su madre, Amparo, que ha salido de su casa en Catarroja a buscar comida para alimentar a su familia. Parece resignada, aunque conforme pasan los días el shock inicial da paso a la ira, o la tristeza, ante una situación más parecida a una posguerra, donde ni siquiera el dinero puede pagar nada.
Conforme las calles van vaciándose de trastos, una nueva anormalidad se impone, en la que la vida está afuera, en la que los vecinos viven de donaciones. En la plazoleta ubicada frente a la parroquia Santa Madre Iglesia de Catarroja, hay una actividad incesante, pero a la vez extraña. Los bancos de la iglesia se han convertido en filas de pasillos para la cola de la comida caliente, que hoy se ha acabado pronto. La fideuà no llega para todos y hay que conformarse con un bocadillo de salchichas de Frankfurt o de revuelto. Hay un puesto enorme, como en un mercadillo gratuito, de ropa donada, y también de mascarillas y productos higiénicos que están por todas partes, excedentes de una pandemia pasada.
En un banco más allá, todos de la iglesia, una psicóloga que se llama María hace terapia con un vecino. Ella viene de Torrent para ayudar, Marina ha llegado desde Granada. Son historias «muy bestias», admiten, y expresan su preocupación sobre todo por los mayores y los niños. «Hoy he conocido a una pequeña que tenía fobia a tocar el suelo». Por este motivo, dice, es tan positivo que tengan espacios para ser ellos mismos.
En la misma plaza, todo organizado por voluntarios de la iglesia, se ha improvisado un espacio para que puedan jugar, algo que está costando, porque no hay parques, no hay polideportivos, no hay extraescolares, no hay colegio para la mayoría y las calles todavía no son lugares seguros, llenos de maquinaria pesada y con una capa de fango que resbala muchísimo. Dos niños le dan a un balón, otro lleva una bolsa de chuches que le han regalado, y una animadora les prepara un juego. Hasta ahora, los pocos niños que se veían por las calles estaban limpiando, ayudando, viviendo el drama en sus carnes. Hay un halo de tristeza en los ojos azules de una niña de Paiporta mientras escucha a sus padres contar que lo han perdido todo.
Hasta ahora, tampoco había gente mayor por las calles porque era muy peligroso salir. Con la retirada de residuos, se van viendo algunas personas de edad más avanzada, que han convertido los palos de escoba en el mejor bastón para poder caminar por las calles y no caerse, porque no es fácil andar entre alcantarillas abiertas, barro que no deja ver dónde acaba la acera y excavadoras y camiones cuba a cada paso, en un intento de desatascar los engrudos provocados por el lodo, que ha dejado inservibles decenas de sumideros de Paiporta, Catarroja o Massanassa. Pero salir hay que salir, porque hay que proveerse de, al menos, productos de primera necesidad. No se puede circular en vehículo privado, está prohibido, aunque la realidad es que casi ningún vecino conserva el coche después de la DANA, así que la gente camina, con el carro de la compra a cuestas y un par de botas. De hecho, dos agentes de la Policía Local de Madrid interrogan a dos sospechosos: una de las anomalías es que van con zapatillas, y las tienen limpias.
En el carro de la compra, lo que pueden conseguir, teniendo en cuenta que las tiendas que están abiertas son prácticamente testimoniales. En la esquina de la avenida Rambleta, una frutería regala el género a los vecinos. Tampoco es que haya demasiado donde elegir. Y en la plaza hay incluso un servicio de corte de pelo. Dos chavales, Santiago y Jesús, ejercen de peluqueros en medio de la calle. «Venimos de la parroquia Santiago Apóstol de Valencia, y sí, es un servicio gratuito». Tienen cola, al menos una decena de personas. La mayoría esperan callados, se han acostumbrado a esta realidad postDANA en la que hay que hacer cola para todo.
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