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Las protestas de agricultores y ganaderos en toda España (y también en otros países de la UE) plantean un amplio abanico de reivindicaciones para tratar de conseguir mejores condiciones de vida, pero la traducción de todo ello se concentra en un punto muy claro: la falta de rentabilidad, que desemboca en el cierre de explotaciones y, consiguientemente, en el abandono de los pueblos. Ahí está la razón principal del despoblamiento rural, de la 'España vaciada' que tanto preocupa a toda sociedad y a todas las Administraciones públicas, empeñadas ahora en poner remedios, pero sin acertar siquiera a colocar parches efectivos.
Las actuales negociaciones en la UE para la reforma de PAC son muy importantes, desde luego, porque de ellas dependen muchas ayudas y muchas líneas de política agraria, pero hay que tener muy claro que los más de cinco mil millones de euros anuales que llegan de Bruselas al sector agrario español sólo son compensaciones a las carencias de precios y para determinadas producciones, no todas; para unas más, otras menos, algunas se benefician de poca cosa y muchas no cuentan con nada.
Entre las que no reciben ayudas directas están, por ejemplo, la mayoría de las producciones hortofrutícolas, precisamente el subsector más exportador, el que aporta mayor saldo favorable en la balanza de pagos de España. La Comunitat Valenciana es de las autonomías que menos ayudas reciben; una mayoría de las producciones son perecederas, se dirigen al mercado en fresco y dependen de sus avatares. Por tanto son también las que más sufren la competencia desleal de las importaciones de países terceros, que no sólo llegan a precios más bajos, porque tienen costes muy inferiores, sino que además facilitan la entrada de nuevas plagas que obligan a redoblar aquí los gastos, en ocasiones sin poder hacerles frente con eficacia, y con el agravante de no poder emplear contra ellas plaguicidas que sí se usan en los cultivos de fuera que luego se venden en la UE.
Los cítricos, por ejemplo, reciben pequeñas ayudas de la PAC, pero ellas solas no cubren ni una mínima parte de los gastos de cultivo. Por tanto son compensaciones parciales a unos precios siempre cortos. El caso del arroz es tan claro que cuando se lograron sus actuales ayudas cayeron los precios en mayor montante.
Por tanto todo se resume en una situación de falta de rentabilidad y caída de precios, injustamente por debajo de unos costes de producción al alza, y no se consigue eludir el círculo vicioso, pese a las reiteradas buenas intenciones de la retórica política.
MUCHOS GASTOS
A menudo se alerta sobre lo mucho que se multiplican los precios desde el origen hasta el consumidor, sin caer en la cuenta de que los productos han de ser recolectados, transportados, seleccionados, envasados, certificados..., y todo ello añade una serie de gastos imprescindibles que multiplica el estricto coste en el campo.
Cada trabajador o profesional que interviene en el manejo o manipulación de los alimentos cobra lo suyo, lógicamente, y nadie aporta hasta ahora alternativas de procesos o propuestas de eliminación de pasos concretos. En el debate sobre este problema solemos conformarnos con el tópico de apuntar a supuestos intermediarios.
MERCADO
Las ayudas de la Política Agrícola Común (PAC) no son la panacea ni se deberían contemplar como unas ganancias extraordinarias que les caen a los beneficiarios. En realidad son compensaciones parciales a los precios bajos que cobran, que siguen siendo bajos. Por tanto los destinatarios últimos somos todos los ciudadanos.
Hay muchas producciones que no serían ya posibles sin las ayudas de la PAC. Otras, en cambio, reciben tan pocas, o ninguna, que su interés preferente se centra en otros tipos de medidas de la política agraria que quedan más de lado y se deberían potenciar, para afrontar situaciones de crisis y contribuir a equilibrar los mercados
LIMITACIÓN
El Gobierno señaló como responsables de los precios bajos a los supermercados, que lo negaron y acallaron a la Administración. Sin embargo todo el mundo sabe que, salvo raros momentos de escasez de algo, los supermercados imponen a los proveedores los precios de compra, siempre bajos. Si pueden, lo aceptan; si no, hay otros.
Todos reconocen que el productor debe recibir lo necesario para vivir y volver a cultivar. Otra cosa es lo que se logra. La ley de la cadena agroalimentaria no ha conseguido arreglar el problema. El Gobierno quiere cambiarla para prohibir la venta a pérdidas y tener en cuenta los costes, pero se duda de los resultados prácticos.
GLOBALIZACIÓN
Los acuerdos de libre comercio entre la UE y otros países tienen un común denominador: Europa les vende maquinaria, coches, tecnología, infraestructuras, servicios... y acepta en contrapartida comida barata, sobre todo de corte mediterráneo, lo que acentúa la competencia desleal que desplaza a los productores del sur de Europa.
El Mercado Común (hoy la UE) se construyó bajo unos principios que siguen vigentes, como el de preferencia comunitaria, que significa que, aunque haya apertura comercial, lo de casa es primero. Una condición no derogada pero en la práctica caída en desuso por el desinterés político y la poca fuerza en exigir su cumplimiento.
TABÚ
Si los precios son insuficientes, se añaden costes en el proceso de manipulación y distribución y las cadenas dicen que sólo ganan el 3%, una de dos: o cobran menos recolectores y transportistas (lo que no será, ni debería) o el consumidor paga algo más. Pero eso es tabú, aunque sólo el 11% de la renta media se gasta en comida.
Unos pocos céntimos de variación en un artículo marcan la línea para que el productor se arruine o saque cabeza. A veces bastarían apenas 10 céntimos por kilo, y hasta ese extremo se escatima. Diez céntimos más por kilo de arroz, por ejemplo, harían que el agricultor ganara, ¡y sólo sería un céntimo por cada plato de arroz!
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