Vicenta separa las hojas pegajosas con cuidado, transformadas en láminas de gelatina y el libro, una enorme Biblia centenaria encuadernada en piel negra con detallados relieves, queda abierto por los primeros versículos del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas». El ejército de voluntarios que pasó por su casa de Catarroja había lanzado el pesado tomo al montón de la basura, junto a muebles, electrodomésticos y zapatos; a la montaña blanda y marrón a la que fueron a parar las vidas de miles de personas. Frente a cada puerta se expone aquello que antes era íntimo, los sofás donde dormitaban tras comer o las tazas que trajeron de sus viajes, sus cepillos de dientes y las pastillas para la tensión. Junto a la montaña de despojos la hija de la vecina, cuya familia tenía una joyería cerca del polígono, fuma un cigarro mirando a ninguna parte y Vicenta cuenta entonces que pensó en la Biblia, que era del abuelo, y corrió a buscarla para ponerla a salvo, porque sintió lástima, aunque sea un recuerdo empapado en tierra sucia y en agua que llovió en otro lugar, un líquido que ahora se escurre, gota a gota, sobre el fondo de un táper. Salvar algo de la destrucción es una pauta de comportamiento habitual en situaciones como la que han vivido miles de personas estos días a casa de la riada, suelen ser objetos con los que existe un vínculo emocional previo que hace que resulte especialmente doloroso desprenderse de ellos, incluso cuando han sufrido un daño importante y, en ocasiones, irreparable. Todos hemos jugado en alguna ocasión a preguntarnos qué llevar a una isla desierta y el mecanismo es similar aunque aquí, a menudo, se establece una conexión emocional con lo colectivo y, por ejemplo, ha sido muy habitual ver por las calles colgando banderas o bufandas del Valencia CF.
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Se ha producido un estado de shock individual y también colectivo en el que, como explica la psicóloga Amparo Martínez, que ha trabajado durante muchos años con personas que habían de afrontar la muerte, «pone en marcha la amígdala de nuestro cerebro, que es la que trabaja cuando nos sentimos amenazados, el cerebro primitivo, el que se ocupa de la supervivencia y que ahora sólo está atento a las señales de amenaza y de peligro». De modo que no ha llegado el momento de racionalizar lo ocurrido ni tampoco el de experimentar el dolor del duelo, la tristeza, las lágrimas por la pérdida. «Ocurren varias cosas, lo primero es que ha sido algo de repente, algo que no estaba previsto; también ocurre que lo has perdido todo y además que sigues en situación de amenaza todavía porque tus cosas, tu casa, que es el sitio de protección, han desaparecido. Y eso sin tener en cuenta si has perdido a alguien de tu familia», asegura.
Llegarán también más tarde muchos de los síntomas propios del estrés post traumático, como el recuerdo constante de los hechos, las pesadillas, las imágenes intrusivas e. incluso, la pérdida de memoria. «La amenaza en esta ocasión ha sido por partida doble, por una parte la naturaleza te quiere quitar la vida y tu lugar de cobijo y, después, la falta de ayuda te amenaza la continuidad de tu existencia; sientes la desprotección la falta de cobertura de las necesidades básicas», explica la psicóloga, en referencia a la conocida como pirámide de Maslow en honor a su creador (el estadounidense Abraham Maslow) que estableció una escala de necesidades con una jerarquía en cuya base se hallan las que tienen que ver con la fisiología (respirar, alimentarse o dormir) y con la seguridad física y familiar, el hogar y la salud. Explica Martínez que las básicas «han de estar cubiertas y si no lo están, como ha ocurrido a los afectados con las inundaciones, con tu cerebro emitiendo señales de alarma...pues la gente no está como para ponerse de coloquio ni con los Reyes».
Quedarse con objetos con los que tenemos un fuerte vínculo emocional es una forma de intentar salvar algo de ese hogar que ya se perdió, mantener un símbolo que nos al pasado, a los recuerdos de nuestras vidas y familias. Jochen, que vino de Stuttgart hace ya muchos años y vive con su pareja, Mónica, en Picanya piensa en ello mientras intenta sacar sin éxito un sonido al hermoso pianos familiar que se vino desde Alemania para morir a orillas del barranco. El instrumento, de 1857, no es sólo valioso como objeto sino como vínculo entre todas las generaciones de la familia que se han sentado ante él para disfrutar del tacto suave de sus teclas de marfil, «ahora le tocaba a mi hija», dice Jochen sin hacer dramas ni aspavientos porque en esta familia no son muy dados a los dramas. Mónica, que es fotoperiodista y tiene todo su archivo de negativos desde los años noventa enterrados bajo el lodo del sótano, junto a los coches y muchas otras pertenencias, cuenta que durante estos días han compartido con los vecinos el vino de las botellas que iban saliendo a flote de la bodega, «pienso que hemos perdido todos nuestros recuerdos pero hemos de intentar ver las cosas con optimismo, en esta familia siempre lo hemos hecho» dice mientras enseña algunos vídeos de la noche en que se desbordó el barranco, en algunos se oyen los gritos de terror de personas a las que no se puede ver y se escucha con claridad una voz joven que le grita al agua «¡para! ¡para» como si el flujo mortal tuviera oídos con los que escuchar.
Jochen sabe que seguramente no podrá hacer nada por salvar el piano de su familia porque su reparación sería costosa y, probablemente, imposible. Pero por ahora sigue en la puerta de la casa, a salvo de las excavadoras y los camiones que arrastran las montañas de barro y escombros, ajenos unas horas más al desastre que llenó de barro sus cuerdas y de agua las vetas barnizadas de su madera. En 2011, el accidente de la central de Fukushima causó un tsunami que mató a miles de personas e inundó el este de Japón y, de aquellas ruinas, el famoso pianista Ryūichi Sakamoto rescató el piano de cola de una escuela de música que no fue restaurado, solo se limpió de barro, y con el que compuso una obra en la que sonaban bastantes de sus teclas desafinadas. A Jochen le gusta esta historia pero reconoce que no es muy bueno como músico, ni los europeos somos tan sofisticados como los japoneses. Es seguro que esta pareja de Picanya haya de cambiar de casa, vivían de alquiler, y pasen a formar parte de otro vecindario en vete a saber qué lugar no muy lejano de Valencia. A ellos, como a todos nosotros, les queda por saber si el desastre nos conducirá hacia una sociedad más fuerte, después de haber compartido el peligro y formar parte de una reconstrucción común o, en cambio, nos divide como colectivo. Pero ahora es el momento de encajar el golpe y, en un tiempo, llorar todo los que sea necesario.
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