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La utopía de altos edificios para unos 300 vecinos cada uno, que dejara amplias áreas libres para el paseo entre los huertos urbanos sin alejarse demasiado del centro de la ciudad de Valencia, se convirtió en una de las pesadillas ocultas de la DANA. Cuando el agua arrasaba los bajos de las calles, en un rabioso movimiento horizontal, la inundación afectaba también a los que viven en estos barrios verticales, como pequeños municipios de un solo portal.
Alonso, Lisbel, Moha, Miguel y Leticia son algunos de los damnificados que dos semanas después de las lluvias furiosas viven con una incertidumbre cada vez mayor. No sólo hay servicios que no han podido recuperar por completo, como el agua potable y caliente, la presión de la ducha y los aseos o el ascensor –bien primordial para los mayores que cuentan los peldaños por cientos hasta su hogar–. También ven, cada día, que aumenta la suma de dinero que necesitan para disfrutar otra vez de lo que ya tenían.
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«Esta comunidad tiene 10.000 euros de gastos mensuales y las derramas que se nos vienen encima van a ser imposibles de sufragar», asegura Miguel Ramón Ramírez, presidente de la comunidad de Avenida Real de Madrid, 100. «Ya tuvimos que pagar para arreglar las bajantes de aguas fecales, que se habían roto. Contratamos a una empresa privada y fueron 7.000 euros. Pero no tenemos agua en las cisternas del váter porque no hay presión. Las bombas se llenaron de lodo y no se pueden reparar. Los ascensores están inservibles y son 20 plantas. El administrador nos ha dicho que lo que falta superará los 30.000 euros con creces y no podemos acceder a las ayudas anunciadas al no ser una casa».
Sin embargo, estas construcciones apenas parecen dañadas por el lodo, una vez se limpiaron las fachadas y las aceras. «Si pasas por delante no ves ningún daño, ése es el problema», mantiene Ramírez. De hecho, dos bloques de unas 160 viviendas que habían sido adjudicadas por el gobierno local, se está reparando para alojar a los que perdieron sus casas en los pueblos colindantes. La constructora trabaja en sellar los dos sótanos y hacer un edificio funcional del bajo para arriba, y así apresurar el ingreso de los nuevos inquilinos.
Pero los propietarios de pisos de los otros edificios no pueden hacer lo mismo. Hasta ahora se han mantenido unidos desde el primer día para ayudarse, quitar barro y hacer un recuento de daños. «Lo principal era sacar agua, y se hacía muy despacio, con una bomba pequeña que traje. Hasta que se paró», dice Pepe Valero, conserje y propietario de una de las torres de Sociópolis.
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Juntos se apoyan aún. Por ejemplo, a Leticia Poveda, de 38 años que trabaja como vigilante de seguridad, la acerca al trabajo su vecino Alonso Cantero, de 59 años, exdirector comercial y «prejubilado» que vive en esta urbanización de torres desde 2019. «Somos una comunidad unida», dice quien preside las juntas del edificio de 15 plantas en Ignacio Hernández Hervás, 2. «Era una zona en crecimiento, yo me mudé por la tranquilidad, pero nadie podía imaginarse esto».
Ahora toda esa armonía corre peligro. «Era buena la convivencia», asegura Ramírez, que teme lo que los bomberos que sacan coches de los sótanos de su finca le dijeron ayer: la orden es trabajar hasta el sábado. No más. «Algunos se irán a casa de familiares en cuanto puedan, otros se han planteado vender el piso. Estamos centrados en que la finca vuelva a funcionar pero no sabemos cómo asumir los arreglos. Incluso hemos dejado la parte personal de reponer coches o bicicletas para ir a trabajar».
Sin apeaderos para el tren que pasa al lado de la urbanización pero con una salida rápida a la autovía, los coches tienen protagonismo en este experimento social, que se postuló como rompedora propuesta arquitectónica, quedó paralizada durante años y emprendió un reciente revivir cercenado ahora. «La gente usa el coche para todo», afirma Lisbel Rueda, ingeniera de caminos de 32 años que vive en Paz Azzati Cutanda, 3. En este pequeño rascascielos de 20 plantas, tres sótanos y 91 puertas se tiene la certidumbre de que «nos hemos salvado, lo podemos contar, pero falta mucho para estar como antes».
«Siempre supimos que nuestras casas no corrían riesgo, pero lloraba porque mi coche estaba en el sótano. Sabía que no lo iba a recuperar y no podía hacer nada», relata Poveda, que compró el vehículo nuevo hace dos años y todavía debe 12.000 euros. Ayer en la mañana esperaba que los bomberos lo sacaran del tercer sótano de la finca.
Hubo personas que arriesgaron la vida por salvar su vehículo. Como Moha Elkhlifi, de 23 años. «Estaba en el sótano menos tres, con el agua ya encima», recuerda. «Metí todas las marchas. Si se hubiera parado, nos quedábamos dentro. Ni lo pensé». Ahora encaran el futuro, subiendo una montaña varias veces al día, escalón a escalón.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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