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Jueves, 30 de noviembre 2017, 01:19
José Ramón Segura transmite desesperanza. Quizás haya mucho de ese carácter de quien acepta la fatalidad del destino, consciente de que poco se puede hacer desde un bar perdido en el municipio más pequeño de la Comunitat Valenciana. «¿Quién nos pregunta a nosotros?» Ha salido frío este día de noviembre, sobre todo ventoso, algo habitual en el norte de la provincia de Castellón. Un viento gélido que arrastra apenas unas nubes. «Hay una sequía terrible, aquí tienen que traer agua para que puedan beber las vacas». Camina rápido José Ramón, vecino de Castell de Cabres, pese a que no le espera nadie en el bar que abrió hace unos años, cuando, junto a su hermano, decidió volver. «Nos decían que estábamos locos, que cómo íbamos a regresar, que de qué íbamos a vivir. Pues aquí estamos», suelta con el orgullo de quien ha callado bocas, algo herido porque probablemente haya tenido muchas más dificultades de las que confiesa.
La sombra de la desconfianza hacia el extraño planea al inicio de la conversación. Suele suceder en los pueblos, donde es habitual ese carácter algo cerrado del que no está acostumbrado a las sorpresas en su vida. Quién sabe qué querrán, aunque José Ramón ya está acostumbrado a que de vez en cuando se deje caer algún periodista preguntando cómo se vive prácticamente solo. «Anchos estamos», bromea, y acto seguido es él quien desliza una pregunta, y luego otra, reacción lógica en quien también quiere saber cosas de aquellos que osan escarbar en su vida.
Pareciera que José Ramón nunca salió de Castell de Cabres, pero sí. En realidad la mayor parte de su vida se desarrolló en Barcelona, en pleno centro. Qué diferencia abismal. «Claro, allí hay mucha gente, aquí no». Sí, eso salta a la vista, pero, ¿por qué volver? «¿Y por qué no?» Entran dos personas y se sientan en una mesa. La televisión siempre de fondo, convertida en la acompañante que mitiga esa sensación de soledad. Miguel y Jesús, sobrino y tío, de Vallibona, un pueblo de la Tinença de Benifassà que llegó a tener más de dos mil habitantes. Y ahora son treinta o cuarenta. «Un desastre». Miguel se fue, como tantos, a la costa, aunque de vez en cuando sube y visita a su tío. «Tengo una masía y le he arreglado el techo». Pero ya no vive allí, está deshabitada. «Es que no la quiero ver caer». Y sus ojos se llenan de lágrimas. El futuro ya está escrito y él lo sabe. «A mí me gusta venir, pasear por el monte, tomar un café, hablar con los pocos que quedan...» Ya está. ¿Quién querría una enorme masía perdida a más de mil metros de altitud? La desesperanza es el sentimiento más persistente que se pega a todos los poros de la piel.
Pero, ¿por qué? ¿Tiene una explicación a cómo hemos llegado hasta aquí? «Era el año 73. Había quince niños en el colegio y lo cerraron. Ahí se acabó todo». Las familias se marcharon. Murieron los mayores y el pueblo quedó despoblado. «¿Quieres otra explicación? Sabes cómo se llama a la provincia de Castellón, ¿no? De la Plana. ¿Qué plana? Si Castellón es la provincia más montañosa de España porque esto es la punta del sistema ibérico». Da en el clavo José Ramón. No se protege lo que no se conoce. Y porque quien quiera pensar además que en una zona rural solamente hay personas sin criterio, que no tienen una opinión formada, se equivoca.
«¿Queréis ver la iglesia?». Y coge unas llaves. Parece el cuidador del pueblo. Bueno, en realidad de alguna forma lo es. «Fui alcalde ocho años». Ahora es otra persona, una mujer, pero no vive allí. Y abre la iglesia, un edificio esquilmado por la Guerra Civil y donde la pieza más valiosa es la pila bautismal. Y porque no se la pudieron llevar, ¿no? «Pues aquí salió a pedradas un cura que la cargó para llevársela. Luego se recuperó». Anécdotas transmitidas de boca a boca que hablan del orgullo, del sentimiento de pertenencia a un pueblo con sus hazañas, que en Castell de Cabres conservan demasiado pocos en su memoria.
17 habitantes (2016)
Densidad 0,55 hab./km cuadrado
Distancia 126 km de Alicante
Altitud 1.129 metros
Una hora después volvemos al bar. Son las dos y media, hora nacional para comer, pero allí sólo hay una persona, un operario que al llegar nosotros retiraba unos alambres en un solar lleno de maleza. Carne con puré de patatas, vino sin etiqueta visible y gaseosa de las de botella de cristal. Es gallego, de pocas palabras. Mira de reojo la televisión, parece mucho más interesante que unos periodistas haciendo preguntas. «Mi hermano ahora ha plantado carrascas para trufa. Dicen que éste es un terreno apto pero eso es muy etéreo. A saber si da beneficios». Y también habla de la sequía. «¿Qué crees, que no está manipulada el agua? Por supuesto que lo está y nadie me va a convencer de lo contrario. Pero de eso no se habla». Y recuerda lo que fue, una zona cerealista que se hundió, y que ahora a duras penas tiene terrenos para pasto de los animales.
Al menos cuentan con la fortuna de que Morella está bastante cerca. «Sí, Morella tiene los servicios, los bancos, la Seguridad Social, pero es un centro turístico. No tiene mayorista, por ejemplo, y es todo más caro».
Nos vamos. Bueno, antes compramos papeletas de lotería. Del pueblo, porque no hay un mínimo de habitantes que no se puedan permitir imprimir unos cuantos talones para el Gordo de Navidad, y donde los beneficios van a parar a las fiestas, porque en verano el pueblo sí tiene gente, claro. La publicidad en la papeleta corresponde al bar de José Ramón. 'La Espiga', se llama. 'Veintiocho años dando servicio', reza la publicidad. La de los décimos colgando de una pinza es una imagen que se repite en cada bar que visitamos. Quizás porque nadie puede vivir sin ilusión, sin ese rayo de esperanza de quien se puede preguntar qué haría si le tocara la lotería. «Pues de aquí no me movía».
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