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J. A. Marrahí
Lunes, 17 de abril 2023, 00:52
El azote social que supuso el caso Maeso no se comprende sin abordar los distintos prismas y vivencias que dejó en la Comunitat. El sufrimiento de las víctimas, la tensión del juicio, una compleja investigación sanitaria... En este recorrido sobre la magnitud del drama escuchamos a una de las afectadas, Mila López, al abogado de 21 víctimas y el expolítico Manuel Mata, a la responsable de Sanidad Hermelinda Vanaclocha, y a la periodista especializada en tribunales Lydia Garrido.
Las víctimas Mila López, hija de un contagiado fallecido
El anestesista Juan Maeso contagió a José Martínez Castellanos durante una operación en Casa de La Salud, a finales de 1996. Tenía 76 años cuando recibió el virus de la hepatitis C en la anestesia general por una recto-colonoscopia y gastroscopia en presencia de dos cirujanos.
José trabajó como abogado. Era «comprensivo, amable, cariñoso y juvenil», describe su única hija, Mila López. Y sufrió por culpa de Maeso, al igual que el resto de su familia.
Según la sentencia, el paciente «presentó una infección crónica por virus C, con proceso cirrótico». Falleció tres años después, el 14 de marzo de 1999, por un tumor en el estómago y sus complicaciones. Pero el fallo judicial atribuye «una leve influencia» al virus que Maeso propagaba. Acabó así reconocido como una de las 275 víctimas.
Un recuerdo sigue grabado en la memoria de su única hija, Mila López: «Después de la operación, Maeso se acercó a nosotros y, con una sonrisa de oreja a oreja, nos dijo: 'todo ha ido bien'. Tiempo después, cuando todo se destapó, supe que en realidad había contagiado a mi padre».
Además, José le transmitió una sospecha: «El anestesista me ha pinchado otra cosa que no es anestesia y antes se pinchó él». Como apunta la hija, «lo vio porque aún no estaba sedado».
Cuando comenzó la oleada de contagios, «ya sabíamos por dónde iban los tiros, pues conocíamos la fama de este señor. Lo habían tirado del Hospital Militar, luego de La Fe… Todos los que operaban con él sabían que la droga iba por delante», estima. Pocos meses después de la operación, tras un aviso de La Salud, «nos llamaron para hacerle unos análisis y dio positivo en hepatitis C», recuerda la hija de José. «Lo asocié rápidamente a las sospechas de mi padre».
El enfermo, «siempre optimista, decía que no nos preocupáramos, que no era nada, que la hepatitis se cura o se medica». Era José quien daba ánimos a su familia. Mientras, su hija sentía «impotencia, ira… (suspira). De todo. Un médico no puede hacer eso. Nunca».
Entre el contagio y la muerte de José pasaron tres años «horribles». Mila señala la autopsia a su padre y el juicio como los momentos más duros. Cuando murió Mila no se quedó de brazos cruzados. «Llevé todos los informes a uno de los mejores hepatólogos. Dijo que por supuesto que había tenido consecuencias el contagio», recalca.
La vida se apagó para José sin la paz de la justicia. «Él no llegó a saber que había muerto con una influencia del contagio». Mila tiene grabado a fuego el momento de testificar: «Me enfrenté al señor Maeso y le dije a él y a los abogados que los perjudicados sabíamos muy bien lo que había pasado, que no nos intentaran engañar».
Pese a todo el sufrimiento, Mila cree que su padre se marchó «sin rabia». Ella no siente el consuelo de una justicia completa. «No creoque con 15 años haya pasado mucho en prisión», reflexiona la afectada tras la puesta en libertad del anestesista. Su reciente excarcelación le hizo sentir «una rabia que perdura». Y remarca: «¡Son 275 personas perjudicadas por la hepatitis C, que es muy dura! Pensaba que lo iban a dejar en la cárcel hasta el final. Pero la justicia es como es. Y no nos llamaron a ningún perjudicado a ver qué pensábamos al respecto».
El abogado Manuel Mata
«Sorpresa y estupefacción». El abogado valenciano y expolítico Manuel Mata, de 63 años, recuerda estos sentimientos cuando en marzo de 1998 leyó en LAS PROVINCIAS que a un anestesista «se le había prohibido el acceso al Hospital La Casa de la Salud achacándole alguna participación en contagios de hepatitis». Tenía 38 años que y había dejado su cargo de concejal para dedicarse exclusivamente a su profesión. Y acabó ejerciendo la acusación particular en el juicio en representación de 21 infectados por los contagios de Maeso.
«Estaba especializado en negligencias médicas y había defendido a los afectados por el Levothroid o los fallecidos por los dializadores de Baxter, pero nunca sospeché que el caso llegara a implicar a tantas personas», recuerda el jurista.
¿Se pudo evitar? ¿Respondió con rapidez la Administración ante el riesgo de Maeso? Para Mata, «el sistema funcionó bien». Y ensalza «el gran trabajo que se hizo desde Sanidad». Otra cosa, matiza «es que compañeros de trabajo, superiores jerárquicos o altos cargos de hospitales públicos o privados intentaran minimizar el tema, mantener el secretismo o manifestaran incredulidad».
Mata califica el juicio como «apasionante» en el plano profesional. «Con más de 100 abogados en una sala habilitada especialmente» en la Ciudad de la Justicia. «Duró año y medio, con tres o cuatro sesiones semanales que exigían plena dedicación. Íbamos al juicio cada día y, por las tardes, preparábamos la sesión del día siguiente». Todo era «muy grande, sobredimensionado». El Colegio de Abogados adquirió más de 100 togas para los abogados, desfilaron más de 600 testigos, decenas de peritos…
Según Mata, el anestesista «nunca pensó que le condenarían. No creo que su planteamiento de mostrarse como una víctima y minimizar la importancia de la enfermedad le ayudara mucho». A su entender, «trasladó la imagen de una persona insensible, soberbia, que no empatizaba con las víctimas».
Además, ahonda el letrado, «las sustancias que utilizaba eran tremendamente adictivas». En el fondo de todo está la adicción a los opioides, «una auténtica epidemia en Estados Unidos y un gran problema de salud pública».
Para Mata, «Maeso nunca quiso contagiar intencionadamente pero despreció la posibilidad de hacerlo». De hecho, «se le condenó por dolo eventual, que sitúa a un comportamiento imprudente de tal intensidad como si fuera una acción directa».
Al letrado le marcó «el sufrimiento de las víctimas». Y recuerda un intervalo: «Pasaron diez años entre el principio de la instrucción y la sentencia. Viví con ellos un dolor irreparable, la incerteza del resultado y la angustia por la evolución de la enfermedad». Es, razona, «mucho tiempo sin saber qué te pasó, cómo, por qué, si va a más la enfermedad o no. Es todo muy angustioso».
Ser portador de la hepatitis C «es como llevar una bomba de relojería en el cuerpo», define Mata. «Cualquier día pasas de ser asintomático a desarrollar un carcinoma hepático o una cirrosis». Pero hay más: «Toda tu vida familiar y afectiva se ve alterada, los tratamientos eran durísimos y con muchos efectos secundarios».
Reunir las pruebas para inculpar a Maeso supuso un ingente trabajo policial y científico. «Fue la ciencia la que condenó a Maeso. Los prestigiosos peritos genetistas Andrés Moyá y Fernando González determinaron con certeza la identidad del virus de contagiante y contagiados, así como su antigüedad», destaca.
Jamás olvida el día del fallo, «el más tenso de todos». En la Sala Tirant se agolpaban periodistas, abogados, afectados, familiares... Recuerda bien «el sentido abrazo de muchas víctimas al saber que les daban la razón». Fue una sentencia «consistente, fundamentada e intachable» que más tarde ratificó el Tribunal Supremo.
Pero Maeso ya está en la calle. ¿Ha pagado lo suficiente? «No creo en la prisión-venganza», apunta Mata. «Ni que penas de tan extraordinaria dureza resuelvan o eviten un daño». A su entender, «fue una condena durísima cumplida intensamente».
En la memoria del abogado, un nombre: Rosa, una víctima torrentina. «Durante diez años me traía regalos en Navidad y en verano. Afectuosa, entrañable, buena persona. Fue la primera a quien llamé para informarle de la sentencia. Me cogió el teléfono su marido y me dijo que había fallecido la noche anterior».
La científica Hermelinda Vanaclocha, subdirectora general de Epidemiología
Hermelinda Vanaclocha, subdirectora general de Epidemiologia y vigilancia de la salud en la Conselleria de Sanidad, se ha enfrentado a dos grandes desafíos. El más reciente es la pandemia del coronavirus. Pero con 40 años el caso Maeso y la hepatitis C le supuso un tremendo quebradero de cabeza. Y es que la conducta del anestesista hizo temblar los pilares de la sanidad valenciana.
Hoy tiene 65 años. Por aquel entonces, en 1998, ejercía como jefa de servicio de Epidemiologia y hoy recuerda días de tensión, esfuerzo investigador y preocupación. En su mesa, la gran incógnita: ¿De dónde procedía el brote de hepatitis? Los resultados científicos y sanitarios parecían «ilógicos» y descorazonadores: apuntaban a un anestesista.
Se trataba de una enfermedad «muy poco conocida entonces y de la que se tenían muy pocos datos», describe. En aquella época los sistemas de información sanitaria «eran muy rudimentarios, comparado con lo de hoy día». Eso supuso un trabajo «muy arduo, rescatando información de todos los laboratorios de microbiología y de la actividad quirúrgica de todos los hospitales».
Los hallazgos les dejaron perplejos: «La problemática se circunscribía a dos hospitales y estaba relacionada con un anestesista. En principio, no parecía nada lógico, por lo que el primer análisis epidemiológico lo repetimos varias veces». A pesar de ello, «no nos quedamos tranquilos y llamamos a uno de los epidemiólogos con más experiencia». Lo segundo más complicado «fue participábamos en una investigación judicial, algo que no habíamos hecho nunca».
Los sanitarios tuvieron que hacer «varios estudios complementarios para analizar en profundidad la relación causal entre los casos y la fuente de infección, que en este caso era el anestesista».
-Habría evitado el aluvión de contagios una advertencia más temprana de los superiores de Maeso en los hospitales?
-Difícil responder a eso. La hepatitis C es una enfermedad que muchas veces cursa de forma prácticamente asintomática, por lo que resulta muy difícil haber evitado un aluvión de casos. Posiblemente se hubieran podido evitar algunos pocos, sobre todo en las dos o tres últimas semanas en las que trabajó Maeso. Fue el tiempo que transcurrió desde que Casa de La Salud detectó el problema hasta que dejó de trabajar.
Pese a todo, tanto Vanaclocha como el equipo científico que se volcó en la investigación tienen un convencimiento: «Llegar al origen del brote evitó muchos casos que se hubieran dado con posterioridad». Es decir, la estela del daño de Maeso pudo ser aún mayor.
Después de la experiencia, «tengo claro que nada es imposible y que todo puede ocurrir por mucho control que se ponga». Pero al mismo tiempo Vanaclocha tranquiliza: «Con todo, aquello fue absolutamente excepcional y es muy difícil que se vuelva a repetir».
La periodista Lydia Garrido, exredactora de El País especializada en tribunales
Lydia Garrido fue testigo de aquel fallo histórico que condenó al anestesista a 1.993 años de prisión. Era periodista de El País especializada en tribunales y hoy repasa el caso con la perspectiva de muchos años en comunicación del Poder Judicial, primero en el TSJCV y ahora en Cataluña.
Maeso, recuerda, «fue un anestesista que, según se vio en el juicio, tenía una buena reputación profesional, alguien con habilidad en su especialidad». Y muy dedicado «porque compaginaba varios trabajos en distintos hospitales». Pero esa reputación «fue mermando y estalló el escándalo», matiza.
Según Garrido, «fue un caso muy complejo en la investigación, con muchísimos afectados, y le tocó a un juzgado de instrucción que lo dirigió magníficamente a pesar de lo específico y farragoso». Fue, incide, «uno de los primeros casos que realmente puede llamarse macrocausa».
Trasladar lo que allí se debatió no fue fácil. «Había que atender a las explicaciones sin tregua y se utilizó un lenguaje» científico y sanitario «muy específico que tenías que traducir para entender de qué se hablaba y cuál era la trascendencia». El debate fue «intenso». Pero a pesar de la dureza de la situación y de las posiciones enfrentadas «yo no percibí tensión entre los profesionales. Hubo educación y respeto».
Garrido tuvo que «tragar lágrimas» con los relatos de los pacientes contagiados aún vivos. «Sus vidas se vieron rotas, truncadas en algunos casos para siempre». Fue «demoledor» emocionalmente. «A todos les pasó estando en manos de la sanidad, pensando que estaban en un lugar seguro», describe. La cruel paradoja.
Fueron «historias duras, de gente joven y mayor y no había ninguna prescindible, aunque no hubiera pieza en el diario, que creo que pocas veces ocurrió». Fue «un compromiso con la situación, con el objetivo de contar cada detalle». Y quedó impactada por «la entereza y el inmenso dolor de las víctimas».
La periodista no se planteó «nunca» valorar la credibilidad de Maeso en el juicio. «Mi interpretación es que una situación nada profesional se le fue de las manos. El cómo y el cuánto está en la verdad jurídica que recoge la sentencia», estima.
¿Por qué marcó tanto el caso? «Fue el primero en el que un contagio tenía como protagonista a un profesional médico», entiende. Además, «las víctimas fueron muchas, en centros hospitalarios de referencia indiscutible». Y los medios «estuvieron persiguiendo que no cayera en el olvido y saber cómo se resolvía».
Ante la indignación de las víctimas por la excarcelación de Maeso, Garrido hace una reflexión y no se pronuncia sobre si estima suficiente la pena cumplida: «No debemos intentar sustituir lo que la ley dice. Las víctimas merecen nuestro respeto, cuidado, escucha activa y el poco consuelo que podemos ofrecerles, porque su dolor, por desgracia, no lo podemos aliviar. Sí podemos, como periodistas, trasladar las posibilidades reales y el porqué de las cosas».
El caso Maeso «nos demuestra que hay una respuesta judicial, pero no puede ser la única». Las víctimas «necesitan un reconocimiento, no una efemérides, y debemos seguir avanzando en que tengan el lugar correcto, pues podemos y debemos atenderlas de muchas maneras».
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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