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Vecinos de las urbanizaciones, al pie del barranco de la Horteta. J. Signes

Torrent: dos mil vecinos condenados a cruzar por el infierno cada día

Habitantes de las urbanizaciones diseminadas por el término municipal claman contra el abandono: viven en medio de un paraje desolador adonde siguen sin llegar las ayudas

Jorge Alacid

Valencia

Miércoles, 18 de diciembre 2024, 00:48

«Nunca ha venido el Ejército». La frase de Sandra recibe el asiento de sus compañeras de calamidades pero no goza del don de la ... oportunidad: al poco de pronunciarla, en este desolado paraje del término municipal de Torrent cruzado por un haz de barrancos que el 29 de octubre sembraron de horror la zona cero de la dana aparece un brigada del ejército. Es la primera vez que ven a un militar interesarse por su suerte, su infausta suerte. Las correntías y rieras que discurren por un paisaje que hasta hace apenas 50 días era el destino de senderistas y excursionistas, una agradable estampa devastada por la destrucción, convirtieron lo que ven cada día sus ojos en una especie de paseo por el infierno. Hay zonas extensísimas donde los descampados adoptan un aire lunar, marciano. La huella del apocalipsis que sufrieron se nota en sus airados rostros, a ratos resignados a seguir sin recibir la ayuda que continúa sin llegar. Semblantes apesadumbrados, habituados a abandonarse a las lágrimas, el llanto que apenas pueden contener mientras revisan con la mirada la vivienda que ya no existe, la carretera que se tragó la tierra, el barranco infernal donde Sandra recuerda bañarse de niña, cuando era un pacífico riachuelo.

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Estamos en el paraje llamado La Carrasquera, al pie de la derruida finca de unos parientes de Sandra, destino frecuente de sus aventuras adolescentes: hoy es un escenario de horror inverosímil sobre todo para quienes como ella conocen bien la zona y la pueden comparar con su estado anterior a la dana. Son vecinos del entorno, de este grupo de chalés diseminados, que se agrupan ahora entre sí para darse calor en la aflicción y se transforman en improvisados guías de este itinerario desolador: una ruta que se inicia junto a los desaparecidos arcos que cruzaban sobre el barranco de la Horteta, de los que apenas queda el arranque de uno de ellos pegado a la finca de invernaderos que también se llevó la riada.

Jesús Signes

Es el primer hito de un viaje trompicadísimo, que les lleva ahora casi tres cuartos de hora para un trayecto que antes hacían en apenas diez, con las consiguientes penalidades para todos. Para los más mayores, como Antonio, un octogenario muy vivo que estuvo hasta el viernes sin agua en casa aunque se las apañó para proveerse de la piscina de su finca, o como los más pequeños del vecindario, que por fin han vuelto a clase… a costa de un calvario en forma de carreteras cortadas, precarias construcciones para salvar los barrancos que dan apuro atravesar (de los puentes que se llevó la crecida nunca más se supo) y un sinfín de sofocos que incluyen caminatas por el barro en un recodo del camino: sólo se puede cruzar al otro lado a pie, un viacrucis al que se someten incluso de noche las familias que carecen de otro acceso. Un suplicio al que están condenadas todos los vecinos, varias veces al día.

Jesús Signes

Lo explican, incorporando su voz a la de Sandra, el resto de damnificados. Alina, por ejemplo, que enseña en el móvil unos vídeos subidos a redes sociales donde aparece con su hijo efectivamente cruzando el cauce del barranco hoy aquietado. O Delia, cuyo marido se lanzó al agua en la noche infausta del 29-O para llegar hasta su hogar y comprobar que los suyos (incomunicados por la caída de la telefonía) estaban a salvo. Y secundan sus palabras Eve, Evelyn, Raúl, Yeray… Y también Demetrio, que regenta un negocio hotelero en una loma aledaña, de donde vio derrumbarse aquel día formidables pinos y algarrobos y hoy clama como sus compañeros de infortunio por ese inexistente socorro público que parece haber encallado en el Ayuntamiento de Torrent, al que pertenecen estas viviendas que también visitó la muerte aquel día. Hubo víctimas mortales entre el vecindario y también se contabilizó el fallecimiento de una pareja sorprendida mientras circulaba en moto: pérdidas que añaden un toque fúnebre al entorno, de donde ha sido despojada la vida de la que disfrutaban. Sandra insiste en que el paisaje era una invitación a explorar la hermosa naturaleza circundante hasta la fatal riada pero hoy es un camino de desesperanza que sólo contribuye a reanimar el recuerdo de cómo se acercaron a ayudar tantos y tantos voluntarios que llegaron allí donde no llegó la Administración. «Si no hubiera sido por ellos», coinciden, «qué hubiera sido de nosotros».

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El viaje alrededor de este infierno concluye en una apartada carretera que conduce al camping donde, en efecto, las manos solidarias de los vecinos consiguieron levantar un puente provisional desde donde circular hacia Godelleta. Es un entorno sobrecogedor, fúnebre, que justifica las palabras que pronuncia Sandra: «Tenemos miedo». Un común sentimiento comprensible, que se bifurca además en varias direcciones. Miedo desde luego a circular por este laberinto donde las carreteras se han convertido en caminos por donde incluso alguna cabeza de ganado descartaría transitar. Miedo a cruzar puentes sobrevenidos, construidos con escaso garbo y dudosas garantías. Miedo a sufrir algún percance sanitario y que no pueda llegar hasta ellos la ayuda necesaria. Miedo a caminar por entre el lodazal que dejó la riada y miedo, sobre todo, a que se repita mañana otra dana como aquella tan cruel. O que amenace incluso una precipitación menor, una riada más contenida, porque desataría según el consenso general el pánico entre el vecindario. Y miedo a que se prolongue su situación de indefensión, su enorme desamparo. Se han movilizado en redes sociales, anuncian protestas y piden a la prensa que se ocupe de divulgar su estado de postración mientras miran a su alrededor: una grúa llega desde no se sabe dónde, cruza por el barranco con un vehículo en su lomo, pasa junto al grupo y se va como si ese gesto fuera lo más natural. La nueva normalidad es una distopía: ponerse en pie es todavía una ensoñación en este punto del mapa mientras sigan sin llegar las ayudas.

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