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F. P. PUCHE
Domingo, 23 de agosto 2020, 20:08
Los abuelos nunca hablaban de la guerra pero cubrían esos silencios voluntarios con una habilidad especial para convertir una sandía en un farol con rasgos de chino, que triunfaba en toda la colonia playera de veraneantes. El Marítim, el distrito marinero de Valencia, estaba herido de muerte después de tres años de guerra y terribles bombardeos. No había muelle, no había vía, tinglado, almacén o edificio que no tuviera ruinas, escombros o huellas de una lacerante pobreza, del subdesarrollo que el pueblo español llevó a sus espaldas al menos dos décadas. Bajo la dictadura de Franco, una España aislada aprendió a pedalear de nuevo para reconstruir su futuro.
«Estuve en Valencia cuando Finito tuvo contrato para tres lidias en la Feria. Nunca había visto yo tanta gente, ni los cafés tan llenos. Durante horas resultaba imposible conseguir una mesa, y no digamos tomar el tranvía. En Valencia hay movimiento de día y de noche». Pilar, un personaje de 'Por quién doblan las campanas', habla de la Valencia republicana al hilo de los recuerdos de Hemingway. La Valencia que nunca se dormía empezó a pellizcarse en los duros años cuarenta para despertar y volver a la vida; para madrugar mucho, coger la bicicleta, encender el gasógeno y ponerse al tajo. Porque faltaba de todo y era preciso improvisar; porque la gente subía al tranvía llorada ya de casa y era preciso hacer de tripas corazón para llevar la fiambrera a los presos, como cinco años atrás, solo que al revés.
Malditas sean las guerras. Ni había madera ni había clavos para levantar de nuevo los merenderos. Permisos interminables, papeleo municipal de vencedores enfadados. La gente, con todo, empezó a regresar al mar, con zapatillas y una faldita de percal, a bordo de los tranvías renqueantes de la CTFV. «Pasión por el mar. Devolver a los valencianos la pasión marítima, sentir el mar como una necesidad, llenarse los ojos a grandes sorbos de su azul luminoso, abrirse a la caricia y el rumor interminable del oleaje...». Martín Domínguez, en su libro 'Tierra y alma de Valencia', pedía mucho, demasiado para ser aún 1941, a una Valencia de pan de maíz y estraperlo; porque la gente no estaba para gestas y a lo más que llegaba era a posar para una foto en la playa, con su mejor sonrisa, aunque detrás lo que se veía era la carcasa del pabellón del restaurante de Las Arenas, bombardeado durante la guerra.
En un artículo publicado en Levante en mayo de 1955, el notario Enrique Taulet dijo que «la Malvarrosa es una auténtica (iba a decir porquería pero la palabra no me parece académica, aunque es la mejor que puede aplicarse)». Las malas condiciones, que eran las de siempre, las de los años veinte y treinta, con acequias descubiertas, charcas y montañas de algas, empezaban a verse ahora con otros ojos. Y las exigían ahora los bañistas urbanos que podían llegar en taxi hasta el balneario y al final se fueron a otra parte. Tanto él como Martín Domínguez pretendían lo que aún no podía existir: una burguesía asentada que pudiera transformar la Malvarrosa en recuerdo de Cannes o San Remo. Pero lo que había era el «tarquim» y como mucho, un carrito avanzando penosamente en la arena con su carga de granizado de limón.
Y es que hay ciertos indicios, indicios ciertos, de que en la clase ahora dirigente en la ciudad había un poquito de desdén hacia esa línea de playa demasiado pobre, decididamente popular, (Martín dijo «desabrochada») que todo lo reducía a una ensalada de tomate y cebolla, un porrón con vino y gaseosa y una cortada de sandía roja, con pepitas negras que los niños escupían por la comisura. Playa de los cuarenta y los cincuenta: de «trenet» metálico pintado de verde; playa de Sogea y mujeres con delantal que enseñaban la esquina de un paquete de Chesterfield. Merenderos de tablas crujientes y clavos peligrosos, de cañizos sobre la cabeza y charcos bajo los pies.
Fomento del Turismo, la entidad municipal destinada a atraer viajeros, había sido creada al final de la dictadura y reemprendió sus tareas en los cuarenta, de la mano de animosos escritores y periodistas que publicaron en «Valencia Atracción» las bondades de los palacios y las playas, de las pinadas y las paellas. Pero la cruda realidad es que, de vez en cuando, se pasaba la voz y venía «la moral», la policía que reprendía a los hombres que estaban sin camiseta y a las mujeres que dejaban ver demasiado canalillo por el escote. «¡Usted: vístase correctamente!». En mayo de 1951, Valencia acogió las sesiones del I Congreso de Moralidad de Playas y Piscinas, con intervenciones tan atrayentes como la de la señorita directora del Reformatorio de Godella, que llevó una ponencia titulada: «¡Cómo se pierden!»
Para que no se perdieran pusieron vigilantes. «Se prohíbe que personas de distinto sexo puedan hacer uso de una misma caseta», decía, por si acaso, el Bando de Playas y Piscinas. Que regulaba «la utilización de prendas indecorosas, tales como las llamadas dos piezas y slips. Deben estar adecuadamente cubiertas las mujeres, cuyo traje de baño deberá llevar faldilla. Los hombres utilizarán pantalón de deporte».
El Bando de 1955 que publicó LAS PROVINCIAS dio las razones de todo al hablar de «la defensa de los principios de la moral cristiana que constituyen norma de vida que siguen con orgullo los mejores españoles y la conveniencia de luchar contra la suciedad y la chabacanería». Pero ya ese año se añadió un curioso párrafo que denota que el poder nos quería castos, aseados y presentables para dar buena impresión al turismo y ofrecerle «un ambiente honesto y grato que permita llevar a los extranjeros, al regresar a sus países, una grata impresión de nuestras tierras».
¿Cómo reinventar el turismo cuando todo falta? En Las Arenas ponían música de Antonio Machín y Bonet de San Pedro, de Estrellita Castro y Antonio Molina. La piscina modernista era ahora muy casta y no tenía luces. Al anochecer, el cine al aire libre ponía películas de 'Tarzán', el único semidesnudo que se consentía en una selva de hojarascas y lianas. Al sur, donde había otras playas, regían las mismas normas, como es natural. A Nazaret, los tranvías llevaban cargamentos de bañistas con cubo y paleta que eran acogidos por Benimar, la escuela deportiva de la Iglesia, donde el arzobispo Olaechea confió siempre en el buen hacer del cura Elías Llagaria.
Más al sur, Pinedo, el Plexi y El Saler tenían el acceso más complicado porque no llegaba el tranvía. Y recuperaron, en los cincuenta, el sueño de los años veinte: una transformación que permitiera poner la pinada en la bandeja de la mejor oferta a los extranjeros. Enrique Taulet, en su artículo (31.05.1955), soñó con que El Saler fuera «sitio ideal para convertirlo en un Sitges». Carretera, paseo marítimo, chalés, villas, una línea de trolebuses y una «rigurosa obligación en los propietarios de plantar y lograr igual número de pinos que los que hubiera necesidad de talar para la construcción».
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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