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A Francia con la paella, una odisea valenciana

Una exposición reivindica la epopeya de los vecinos de Sueca que iniciaron en los secretos del arroz a los franceses de la Camarga a mediados del sigo XX

Jorge Alacid

Valencia

Lunes, 23 de diciembre 2024, 00:37

Hace casi un siglo un grupo de valencianos, vecinos de Sueca y otras localidades vecinas, peritos en los misterios del arroz, protagonizaron una poco o ... nada conocida epopeya que opera como resumen de aquel momento de la historia de nuestro país, porque sirve de reflexión de las penosas condiciones de vida en la España de Franco y de paso ofrece una elocuente idea de cómo las migraciones son un fenómeno consustancial al ser humano en cada momento de la vida. Aquellos trabajadores fueron reclamados en la región francesa de la Camarga para iniciar en los secretos de ese cultivo a los habitantes de la zona porque sus autoridades habían detectado que las características del entorno permitían la explotación arrocera de carácter masivo. Hoy, una exposición rinde tributo a su epopeya: alojada en la sede madrileña del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, detonará un impacto formidable entre quienes la visiten, porque conocerán de primera mano una odisea formidable. Puro ADN valenciano.

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Lo cuenta el comisario de la exposición, el historiador Sergio Molino. Nacido en Albacete en 199 y casado con una valenciana, esa cercanía sobrevenida ayuda a entender su interés por ese periodo de la historia de España, la España de las migraciones al resto de Europa, la España de los temporeros, que se suele asociar con Andalucía y otras regiones del sur pero cuyos pioneros, sin embargo, se sitúan según sus pesquisas sitúan en el arco mediterráneo. En realidad, apunta Molina, los primeros en embarcarse en aquella aventura vivían en las regiones pirenaicas: residentes en Navarra, Aragón y sobre todo Cataluña que saltaron la cadena montañosa que nos separa de Francia para adiestrar a los residentes al otro lado de la frontera en la recogida de cultivos forestales. Hecha esta salvedad, debe anotarse que el mérito de los valencianos de aquella época (mediados del siglo XX) radicó en lanzarse a lo desconocido, tierra ignota: como los exploradores de los Polos, acudieron a la llamada de Francia y otros países (como el caso de los trabajadores de la construcción que emigraron en esa misma época a Suiza, por ejemplo) para garantizar al país de acogida de una mano de obra dotada de un sello diferencial que Molina desgrana crudamente: «Era gente que trabajaba duro, no se quejaba y además cobraba poco».

¿Y por qué la Camarga en concreto? Porque esa región, situada en el entorno de Montpellier y Nimes, contaba como subraya Molina con características en sus cultivos y muy similares a las distintivas de la Albufera: entre nosotros, la siembra y recogida del arroz se dotaba de una larga tradición que, por el contrario, no alcanzaba a esa zona francesa también muy rica en marismas y resto de atributos propios de este cultivo, que aspiraba a replicar la experiencia valenciana en cuanto sus terratenientes conocieron de primera mano cómo se desarrollaba entre nosotros la cultura del arroz. No se trataba, sin embargo, de una empresa para cualquiera: se precisaba gente audaz, casi temeraria. Hombres y mujeres que abandonaban por un largo periodo sus hogares para transmitir sus conocimientos, ganarse un jornal que en España escaseaba e imaginar un futuro menos inhóspito para ellos y los suyos.

Una aventura que, como el propio Molina apunta, «se conocía pero no se investigaba». Y que incluía aspectos nada divulgados: asociar el fenómeno de la emigración a la vendimia es por ejemplo un error que despeja su investigación, porque anota cómo fueron en realidad el arroz y la remolacha los primeros cultivos que reclamaron mano de obra española Pirineos mediante. «También hubo valencianos que fueron a la vendimia», señala. Trabajadores que desmienten otro mito muy recurrente: no se trataba tanto de una respuesta de la dictadura franquista a la situación de penuria económica que vivía España como de aliviar las necesidades del mercado laboral del país vecino. Y en el caso concreto de los arrozales de la Camarga, para crear riqueza: aprovechar sus buenas condiciones ambientales para extraer de la tierra (y del agua) el preciado fruto que aún se sigue cultivando aunque sin aquel carácter intensivo de los años 50. Tierras, a diferencia del minifundismo propio de la Albufera, en manos de grandes propietarios, que ignoraban cómo extraer de ellas los beneficios potenciales que intuían. Fueron ellos quienes viajaron 800 kilómetros al sur, hasta la plaza mayor de Sueca, donde sus capataces aterrizaron un día para reclutar entre los vecinos mejor dotados para el cultivo del arroz a quienes aceptaran embarcarse en esa expedición.

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Paco Batalla, temporero de Sueca en Francia: «Ellos tenían las libertades que nosotros no tuvimos en España hasta el 77»

«Llevaba cuatro días allí y ya chapurreaba el gabacho». Paco Batalla luce unos hiperactivos 80 años y un sentido del humor envidiable. Mientras rememora su epopeya como temporero en Francia, la carcajada le brota en cada parrafada sin que el recuerdo de las penalidades de aquella «aventura», como la llama él, ensombrezca sus recuerdos. «Yo tenía 16 años recién cumplidos», explica, «cuando llegué a Francia por primera vez». Era marzo de 1958, momento culminante del viaje que como él emprendieron otros vecinos de Sueca para ilustrar a los habitantes de la Camarga en el cultivo del arroz. Expediciones que les llevaban nueve meses de duro trabajo, hasta que en vísperas de Navidad regresaban a casa deslomados pero con un jornal superior en el bolsillo. También volvían con otra clase de riqueza en el equipaje: habían conocido las bondades de vivir en un país democrático, un paraíso comparado con la España franquista «porque allí tenían las libertades que nosotros no tuvimos hasta el 77». Y lo cuenta con una reveladora anécdota. «En España estaba censurada la película 'El último cuplé' sólo porque Sara Montiel enseñaba un poco el escote. Y llego a Francia, me meto en el cine aunque no entendía nada y me encuentro con Brigitte Bardot en 'Y Dios creó a la mujer'. Y entonces dije: '¡Madre mía!'».

La exclamación habla del contraste entre ambos países que tanto le impactó y aún no olvida. Tampoco olvida otros detalles de su vida en Francia, los viajes que le llevaban hasta Saint Giles, la localidad cercana a Nimes donde aguardaba contrato, vivienda y resto de formalidades, incluida la vacunación para su hermana Pilar, que acompañaba a Paco y sus padres. La niña ingresó en la escuela de la población, la madre quedó al cuidado del hogar provisional y los dos Pacos, a faenar de sol a sol. Homérico. Así que, cumplidos los 21 años, sintió el deseo de quedarse en España y se encontró con otra pirueta del destino: le tocó hacer la mili ¡¡¡en el Sahara!!!, un azar de donde extrajo la lección que subraya con otra risotada: «No tengo ganas de ir al cielo ni al infierno. Yo me quedo aquí, en la tierra, que ya he viajado bastante».

No valían todas las manos. Como apunta Molina, los contratadores sometían a los candidatos a un examen donde quedara clara su pericia, que incluía por cierto el preceptivo reconocimiento médico. El resto del equipaje (es decir, una cierta predisposición para marcharse de casa hacia un destino incierto) caía por su propio peso y se sellaba en un contrato a veces verbal: en la España de entonces, mal alimentada y recién salida de la atroz guerra que dejó al país asfixiado, menudeaban los aspirantes a dejar atrás un futuro a la intemperie porque a cambio les esperaba un trabajo en condiciones igualmente duras pero al menos mejor remuneradas... si superaban no sólo las duras obligaciones laborales que aguardaban en su destino: también debían salvar las diabólicas exigencias que encarnaba desplazarse hasta Francia. Molina recuerda que el viaje representaba en cierto sentido una expedición hacia el infierno. «Hay quien habla de aquellos trenes como los nuevos campos de concentración», advierte.

Los arroceros valencianos se subían en la Estación del Norte a vagones donde marchaban hacinados, de pie o mal cobijados en compartimentos atestados, sin agua... En condiciones de higiene y salubridad tan escasas que eran frecuentes incluso los fallecimientos. Hubo quien no pudo superar aquel calvario y nunca alcanzó la tierra prometida, hacia donde se desplazaban con una especie de hogar portátil metido dentro de la maleta. En alguna foto se observa incluso que algún emigrante no soltaba de la mano la icónica paella. Tampoco en la Camarga se escondía el paraíso, como tal vez sospechaban, pero la perspectiva de regresar pasados los meses con un salario más digno del que cobraban en Valencia les animaba a lanzarse a lo desconocido.

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No lo hacían solos. Además de los útiles necesarios para sobrellevar la estancia que guardaban en la maleta («No llevaban apenas ropa: llevaban comida», afirma Molina), a los trabajadores, siempre hombres, les acompañaban ellas. Las mujeres. Hijas, hermanas, esposas de la tropa de arroceros que aseguraban, según el canon de la época, el reconocido reparto de tareas: se ocupaban de formar algo parecido a un hogar en la lejana Francia al cargo de los quehaceres domésticos (cocina incluida), en medio de unas condiciones muy precarias. Era habitual que durmieran en cobertizos, graneros o incluso al raso, tendidos en el suelo sobre sacos de paja, que carecieran de un techo digno de tal nombre…

La exposición, con testimonios valencianos, puede verse en la sede madrileña del Ministerio de Migraciones hasta finales de enero

Pero Molina insiste: ese viacrucis no parecía importarles. De su enorme sacrificio, trabajando «de sol a sol, a destajo», recogían un jornal que mitigaba las penalidades de su vida en Sueca. Llegaban a cobrar el doble que en España por el mismo trabajo (ejecutado en condiciones tan penosas como en su Sueca natal, metidos dentro del agua), una paga superior que explica que esta oleada de temporeros se midiera por miles: hasta 7.000 personas viajaron en algún momento de los años 50 a la Camarga, una cifra que sólo se pudo cuantificar cuando en España se crea el Instituto de la Emigración y ese ingente traslado de mano de obra abandona el estigma de la migración ilegal, un factor donde Molina observa una analogía muy poderosa con la situación actual de España, país de acogida de inmigrantes también irregulares.

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No es la única semejanza que observa. También comparten un mismo carácter cíclico aquellas oleadas del siglo pasado hacia el país vecino, incluyendo entonces y ahora el llamado 'efecto llamada', con las que ahora recibe nuestro país igual que se activa otro rasgo coincidente: en uno y otro caso, los estados de acogida procuran impedir el arraigo. Es decir, los arroceros valencianos nunca echaron raíces en la Camarga. Se montaban en los trenes del infierno, hacían su trabajo en un destino hostil e inhóspito y volvían para compartir con los suyos una cierta dicha, reflejada en una billetera más desahogada, que exhibían en sus localidades natales con un desenfado comprensible: de esa mejor situación económica que les caracterizaba nacen esos barrios de los franceses, bautizados con esa denominación en algunos municipios regados por la Albufera, cuyo vecindario había protagonizado esa experiencia tan insólita, merecedora del reconocimiento que alienta la exposición que se puede visitar en Madrid hasta finales de enero.

Héroes de la vida común que superaron lo que Molina llama una triple odisea: salvaron la miseria del campo español, sobrevivieron también a la miseria que aguardaba en Francia y además fueron decisivos para «la construcción de la democracia». Sus testimonios de vuelta a casa, cuando relataban los avances que en materia de libertades vistos en el país vecino, los derechos que asistían a la clase trabajadora en comparación con la España de la dictadura, ejercieron como fermento para propagar la idea de que otra vida (más democrática, más digna) era posible. Pasto idóneo para el proselitismo de los compatriotas exiliados por sus ideas políticas, militantes comunistas en su mayoría, que les adoctrinaban según un proceso de evangelización que concluyó con la llegada de la democracia a España, aunque la crisis económica que siguió a la muerte de Franco explica que, al menos en la vendimia, los temporeros aún emigraran hasta los años 80. Una odisea que extinguida por muerte biológica, que justifica el reconocimiento que brinda esta exposición a quienes, como concluye Molina, se subieron a un tren «sin saber adónde iban». Con la paella en la mano.

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