Lucía, Rosa y Cristina han preparado adornos para el cabello elaborados con flores naturales. Su peluquería, acogedora y blanca, está cerrada hoy al público porque van a dedicar el día a arreglar a mujeres que sufren, o han sufrido, cáncer de mama. Rosa también está pasando por la experiencia, en su caso se trata de un cáncer de recto, y anda un poco nerviosa porque a mediodía tiene que ir al médico a recoger los resultados de las últimas pruebas. Hace dos meses que acabó la quimioterapia, tras una operación que resultó bien. Pero el miedo es difícil de superar porque, explica, «te cambian las cosas de un día para otro. Acababa de morir mi padre de cáncer, también perdí hace años a mi madre por la misma enfermedad». El caso es que ella y su marido se hicieron la prueba que periódicamente remite la Conselleria de Sanidad a la población en riesgo y «dimos positivo los dos». Tras un año de amaneceres duros encuentra ahora un respiro para seguir, con una sonrisa afable, en el trabajo. Así que cuando una amiga de la infancia, Mari Carmen Rodríguez, que trabaja con pacientes de este tipo procedentes en su mayoría del IVO, tuvo la idea de juntar a profesionales de la imagen (peluquería, maquillaje y fotografía) para preparar una exposición con la que mostrar el rostro de estas mujeres tan valientes que se apuntaron sin dudarlo.
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Un sol cegador rebota en la carretera de Malilla a primera hora de la mañana y caldea la peluquería. Traen pasteles y cafés. Comienzan a lavar las cabezas de las tres primeras en llegar, el resto se reparte a lo largo de la jornada. Se llaman Raquel, Teresa y Encarnación, a la que todos llaman «Nani». Los secadores arrancan con su sonido característico, las mujeres hablan de tipos de cabello, mascarillas, ondas y flores. También del pasado y del futuro. Raquel dice que un día en la ducha, hace tres años, se notó un bulto y a partir de ese momento, tras las pruebas médicas que confirmaron su temor cayó «en picado» hasta un momento en el que se planteó que el cáncer no iba a poder con ella. «Me esforcé en salir de casa, en mantenerme ocupada, no quería sentirme como una enferma a pesar de los dolores, de la quimio, de la radio, de la braquiterapia. Pensé que si me quedaba en la cama me iba a consumir». Se mira al espejo. Su pelo negro era liso y ahora parece un oleaje bajo una corona de flores blancas, a juego con la ropa interior de encaje que quiere lucir en las fotos. «Tienes que superar muchas cosas... engordas, te quedas calva y tu autoestima anda por los suelos».
Teresa tiene 36 y sus ojos un fondo gris con reflejos azulados y verdosos. Es difícil saberlo. Cambian cuando sonríe. Acabó Arquitectura cuando ya no había nada que construir y se gana la vida como monitora de pilates. Fue introvertida, lo recuerda mientras mira de frente a la cámara, pero cree que tras el cáncer es más feliz. «Disfruto de todo lo que tengo, sé que es un tópico pero es así, (...) supe que sola no podría y busqué ayuda. Cuando te han dado la quimio y no te puedes levantar te das cuenta de qué cosas son realmente importantes».
Encarnación, que quiere posar con un atrevido conjunto de encaje negro, lleva media vida peleando contra el cáncer. Se lo detectaron poco después de casarse, tenía 28 años y ahora 50. En ese tiempo tuvo dos hijas, estudió Enfermería (ahora cursa Bellas Artes), ha recaído en una ocasión y ha pasado en más de diez por el quirófano. Su cuerpo parece frágil pero desborda energía. Bromea sobre sus gafas de culo de vaso, gesticula, reparte abrazos. En el estudio del fotógrafo pide unas tijeras para quitar las molestas etiquetas de unas bragas negras de encaje con las que quiere posar mientras habla del apoyo incondicional de su familia y cuenta que no ha «padecido mucho» con el dolor, «a lo mejor otras han pasado por menos y han sufrido más». Se ajusta las medias y un top a juego con las transparencias y Pepe, el fotógrafo, la sienta en una silla, le da un abanico oscuro, posa también simulando bailar una sevillana. Cada una ha elegido un color, un estilo, una forma de expresar su vida y de mostrarla a los demás.
Teresa Castellanos, además, quiere que todos vean la cicatriz que le enfermedad ha dejado en su cuerpo, en el lugar que antes ocupaba su pecho izquierdo. Tiene 69 años y hace tres que se le diagnosticó el cáncer. Según sus palabras «no era muy maligno y estaba embolsado», de modo que bastó con quitarlo y tomar tamoxifeno (un medicamento que en algunos casos permite reducir las probabilidades de reincidencia del tumor). Posa vestida de color naranja y luego se desnuda. Mira a la cámara de frente. Cuenta que su marido lloró mucho, «pero yo no, soy una guerrera y sabía lo que iba a ocurrir porque también lo tuvo mi madre». Bromea sobre los superpoderes de las mujeres manchegas (es natural de Ciudad Real) y anuncia que se va a someter a una intervención para reconstruir el pecho «aunque a mi no me importa nada que se vea tal como está, yo voy a la playa y lo enseño todo, pero cuando me lo hayan puesto vendré a hacerme otra foto».
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Se ríe mirando a Manoli, que espera, junto a otras, su turno para pasar por el estudio. Es rubia, de cabello corto, grandota, extrovertida. Tiene un aire a Carmina Barrios y para la ocasión se ha vestido de rosa. No es que ninguna de estas mujeres muestre debilidades, pero ella es la que se refiere al cáncer con mayor desprecio: «Cuando me lo dijeron me lo tomé como si me hubieran diagnosticado un constipado, pensé que eso no iba a poder conmigo». Se hace fotos con el móvil pero no le gusta ninguna y desiste. Entonces simula prestar atención a las preguntas. Manoli, como todas, quiere aparentar calma después de la sesión de peluquería y maquillaje, antes de pasar al estudio y posar ante la cámara. Es cocinera, aunque ahora está de baja por el tratamiento. Durante veinte años hizo la comida para los alumnos del Teodoro Llorente y cuenta que en más de una ocasión, por la calle, se encuentra con alguno que recuerda lo buenos que estaban sus guisos «y pienso, pobre, que le darán en casa de comer a esa criatura». También ironiza sobre los superpoderes de aquellos con orígenes manchegos: «Soy de Puertollano... qué va, si me vine a Valencia con tres meses y luego ¡tardé treinta años en ir a verlo!». Reír resulta vital en este contexto porque, dice Mª Ángeles, no «es algo que le des a pasar a nadie, aunque es cierto que la enfermedad saca lo bueno que hay en mucha gente» y enseña a vivir con intensidad. Lo resume Claudia mientras se ajusta dos flores azules. «Ahora tengo la experiencia de una persona de sesenta años, aunque me hubiera gustado adquirirla de otra forma».
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