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Un trabajador funerario lleva el ataúd de una persona fallecida por coronavirus en el mortuorio del Hospital General.
«Estamos en una guerra, nos disparamos entre nosotros»

«Estamos en una guerra, nos disparamos entre nosotros»

Los empleados de las empresas de servicios fúnebres se hacen cargo de atender los traumas emocionales que causan las muertes por coronavirus a unos familiares que, además, no pueden despedirse de sus seres queridos

Txema Rodríguez

Valencia

Lunes, 30 de marzo 2020, 20:12

«Hemos venido a por tres covids», dice uno de los hombres, vestido de negro riguroso, junto a sus dos compañeros, también de negro, riguroso, ante dos vehículos oscuros sobre el fondo aciago de la noche. Los «covids» son muertos por el virus. Es la prueba de que esos seres humanos ya no existen, porque han dejado de ser nombrados. Ya hay un argot para rellenar su ausencia, para no hundirse en la miseria emocional de acarrear difuntos a los que nadie puede tocar, aunque otros los amaran en vida. La lista se hace larga. Duele. Hay una luz cenital que marca la puerta por la que salen los ataúdes y el resto es un agujero al que pocos se pueden asomar. Uno de los hombres me ofrece unos guantes al ver que no llevo, igual que antes se ofrecía un cigarro para romper el hielo. Al otro lado del muro los trabajadores del hospital intercambian aplausos con policías y bomberos. Son las ocho, como sabemos. Hacen sonar las sirenas y las siluetas de los tres hombres se recortan como sombras empujando tan onerosa carga bajo los destellos azulados.

Mi interlocutor es un hombre amable, de voz calmada. Lleva años dando malas noticias y sabe elegir las palabras con precisión. En esos momentos, cuando alguien ha perdido a un ser querido, una elección errónea puede causar un desastre. Se dice difunto, no muerto, esa es la primera enseñanza lingüística. Y más ahora. Se hace un silencio, habla de los días en los que el accidente del metro y elabora una comparación mental de catástrofes, de concentración de trabajo. Pero hay una diferencia crucial: «Esto se sabía y no se quiso planificar, se sabía que iba a llegar a más y los hospitales no estaban acondicionados», explica sin vehemencia. Hay que ponerse en la piel de alguien que cada día explica a otros qué hacer con los restos de su padre, su madre o su hermano. Que también ha de consolar, a menudo por teléfono y que, en el pánico de estas semanas, ha de cargar con los lamentos de aquellos que no pueden despedirse. Me explica un caso, el de un anciano fallecido en una residencia: «Han estado durante un par de semanas sin poder ver a su padre y lo incineraron sin nadie presente, pidieron que las cenizas las colocaron junto a su mujer y su hijo y allí están, nadie de la familia pudo ir (traga saliva), esto va a cambiar la percepción social».

El trabajo de los que antes se llamaba pompas fúnebres ha evolucionado. Ahora es una prestación de servicios sofisticada y sus empleados han de ser una mezcla equilibrada de ingredientes. Pero ocurre que el coronavirus ha roto la fórmula. El número de muertes ha crecido a un ritmo difícil de asumir y, además, esos ataúdes y cenizas son intocables al estar contaminados por la enfermedad. Demasiado trabajo. Duro. «Ahora el sistema funerario ya no es el tradicional, por una parte tiene una vertiente comercial, pero damos un asesoramiento psicológico, porque el médico llama y les comunica la defunción y ya no quiere saber nada más, como es lógico», dice. A partir de ese momento comienza otra historia. Cree que la comunicación entre hospitales y familiares, dadas las circunstancias, está siendo bastante buena. Hace una pausa medida, ni muy larga ni muy corta. Es un modo de dejar pie a la expresión del otro. A pesar de los años de experiencia creo percibir un temblor, «hay que saber reconfortarles, dejarles una puerta abierta, las personas necesitan algo, no sé cómo definirlo, algunas veces se han hecho misas o ceremonias para todos aquellos que no han podido despedirse de su familiares, hay que volver a hablar con ellos cuando todo esto pase para que puedan decir adiós, puede ser una homilía o una paella en familia en honor del abuelo...somos humanos».

Una ceremonia colectiva para todos los fallecidos podría ser una forma de aliviar el dolor de los familiares

Aplaudir a los familiares

Los vehículos negros enfilan la calle. Los motores emiten un sonido suave, armónico. Están bien cuidados, nada tiene que hacer ruido en este negocio, nada puede tener manchas. Los conductores han sido muy amables. Me han dado el número de teléfono de alguien que lleva un gabinete de prensa.Caen unas gotas y se mueven los banderines que alquien colgó para celebrar las Fallas. De eso parecen haber pasado años. Apenas los destellos de algún televisor y el resplandor hiriente del hospital iluminan la calle. El hombre de la voz calmada sigue con su narración. Es una de tantas historias que se dan ahora, la de un hombre que ha perdido a su padre y llama para preguntar a dónde tiene que ir a llevar la ropa que quiso que le pusieran para ir al más allá; al que tiene que decir algo que no sabe, «porque se entera por mí de que a su padre le hicieron el test del coronavirus en la residencia y de que había dado positivo; le tengo que decir que no pueden venir, que no pueden entrar, que no pueden estar mientras se le va a dar sepultura. Va a ser muy duro para mucha gente. Esto va a dejar una huella, estamos en una guerra en toda regla, nos diparamos entre nosotros».

De pronto comenzamos a conversar de otras cosas. Asuntos triviales como la organización del trabajo, las guardias de 24 horas que se van rotando entre los trabajadores como él y los diferentes hospitales de Valencia, personas que tienen una tarjeta en la que se presentan como «asesor personal». Es el moderno mundo de lo fúnebre. Es el contraste entre el dolor íntimo y la atención prestada por multinacionales que tienen, por tener, hasta sus propias fábricas de ataúdes. Ahora están tirando de stock. Intento hacer una broma sobre eso y no le parece mal, está claro que dentro de poco tiempo, con las fábricas cerradas, no se podrá elegir entre los distintos modelos. «¿Sabes?, creo que dentro de nada vamos a andar por los treinta fallecidos diarios...».

Me cuenta, se lo pido, en qué consiste su trabajo. Dice que el coronavirus hace que la preparación sea muy compleja, hay que desinfectarlo todo, hasta la cama; hay que envolver el cuerpo en un sudario y después en una bolsa hermética y, finalmente, en un ataúd sellado. Tienen medios para protegerse, aunque no es que sobren y su situación es mucho mejor que la de los trabajadores de los hospitales, «ellos no tienen de nada y saben que esas batitas de papel apenas sirven, además ellos corren muchos más riesgos que nosotros». También me intereso por sus emociones. No le importa expresarlas, confiesa que en ocasiones llora y que psicológicamente este volumen de trabajo en semejantes condiciones va a resultar una carga difícil de llevar. Y se muestra agradecido. Con esa voz suave, dulce, tranquila: «Las familias se están portando de un modo increíble, cuando esto pase, seremos todos los que tendremos que salir a la calle y aplaudirles».

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