![El hombre que sobrevivió a dos riadas](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/12/13/1489911711-Re48UTtznCJjQDOrHq3Nr2O-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
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José Fernández espera en la calle del Sol número 78 de Alfafar. Allí ha quedado con dos periodistas de LAS PROVINCIAS para visitar, por primera vez desde el pasado 29 de octubre, su casa. O más bien lo que quedaría de ella. Pese a que José todavía no ha entrado en su vivienda situada en un campo de Sedaví, sabe perfectamente lo que es acceder a un hogar devastado por la riada. El hombre, natural de Gabarda, fue uno de esos vecinos afectados cuando en el año 1982 la presa del pantano de Tous no pudo soportar los más de 16.000 m³/s que arrasaron las comarcas de la Ribera Alta y la Ribera Baja.
El superviviente de las dos riadas guía a los periodistas para llegar hasta el campo donde se construyó su propia casa. Mientras, rememora la experiencia durante el desastre de 1982. «Recuerdo que la mayor diferencia entre aquello y lo que ha pasado ahora es que allí sí que nos avisaron. Las lluvias empezaron el 19 de octubre por la noche, así que a las 8 de la mañana del día 20 ya nos dijeron que nos fuésemos del pueblo y buscásemos un sitio alto. Acabamos en una cantera. Nunca lo olvidaré. Pasadas las 19.00 horas la presa había reventado y a eso de las 20.00 Gabarda ya estaba inundado», explica José mientras mirar a través de la ventanilla los efectos de la devastadora riada de hace apenas mes y medio.
El hombre cuenta que esa fue la gran diferencia. Allí sí se les avisó. Los sistemas de medición, las previsiones meteorológicas y la comunicación de las administraciones sí permitió salvar algunas vidas. El pasado 29 de octubre la alarma llegó demasiado tarde. Quién sabe cuántas vidas podrían haberse salvado si a la población se la hubiera prevenido a tiempo. «Madre mía, va a costar muchos años recuperar todo esto», observa José, cada vez más cerca de comprobar el estado de su vivienda, o lo que queda de ella. «La gente se cree que se compensará todo lo perdido, pero están muy equivocados. Suerte si dan alguna de las ayudas que se están anunciando», lamenta el protagonista, quien asegura que en 1982 no hubo ayudas, y las familias tuvieron que salir adelante por su cuenta: «Lo único que dieron fueron préstamos que tuvimos que acabar devolviendo».
«Después de aquello, en Gabarda ofrecieron reconstruir el pueblo más arriba, la mayoría de vecinos aceptó, pero otros se quedaron y reconstruyeron sus hogares tal y donde estaban. Mis padres no se movieron y fueron unos de los pocos que se quedaron», cuenta. José tiene 61 años. Formaba parte de una familia con padre, madre, y un total de ocho hermanos. Actualmente son seis los que siguen con vida, y ninguno vive ya en Gabarda: «Cuando murieron mis padres nadie se quedó allí. Yo no tardé en irme después de la pantanada. Ahora tengo un par de hermanos en Tous, otro en Carcaixent, otro en Massalavés y otra hermana y yo por l'Horta Sud».
Periodistas y protagonista llegan a su destino. El camino asfaltado hasta su parcela está destrozado, así que deben aparcar a unos 200 metros de distancia. Sobre cómo recuerda la reconstrucción en 1982, Fernández no tiene muchos más datos: «Como te he comentado yo no tardé mucho en trasladarme a Valencia, la verdad que ahora no te sabría decir cómo salió la gente adelante, pero lo hicieron. Lo que sí te puedo decir fue que los militares llegaron muy rápido, habilitaron el colegio y se utilizó el comedor para dar de comer al pueblo las primeras semanas». De pronto José se detiene. «Hasta aquí llegué el día 30 para ver cómo quedó todo. El agua no me dejó avanzar más», asegura. Apenas se percibe un techo caído y una montaña de escombros desde donde señala. Por fin, tras más de un mes, José se acerca a la que fue su casa durante 8 años.
El hombre trata de expresar con palabras todo lo que ve. Apenas la habitación en la que dormía es donde han aguantado las cuatro paredes. El resto es historia. Un gran amasijo de escombros, muebles destrozados, y electrodomésticos colocados de forma que sólo el caos de la fuerza del agua han podido dejar de esa manera. Se trata de una casa de madera que construyó el mismo cuando se hizo cargo de los campos que la rodean. José trabajaba en el equipo de limpieza de Mercavalència y se ganaba unos euros extra con la venta de lo cultivado en los campos. Ahora están arrasados. Hay un vehículo en medio de ellos, abandonado. «No tengo ni idea de quién puede ser ese coche», comenta. Entra en el único cubículo en pie. Su cama no se la llevó la corriente, todo a su alrededor es barro, suciedad y destrucción. Se sienta en una esquina de su colchón para observar desde ahí como lo ha perdido todo.
«Cuando me acerqué el día 30 hasta aquí, y vi como había quedado desde lejos, sabía que no iba a poder recuperar nada. Esto ahora sólo me lo confirma. Muchos amigos han estado ofreciéndome cama todo este tiempo y lo que haga falta», confirma José, que ha estado 45 días sin querer volver a lugar que le cobijaba. «Pues menos mal que no estaba en casa cuando pasó todo, ¿verdad Ana?», lanza al aire José. Ana es una amiga del protagonista que le ha acompañado para que no esté sólo mientras trata de ver los restos de su hogar. «Ana y yo estábamos juntos cuando llegó el agua. Estaba a punto de llevarla a casa de su abuela porque tenía que cuidarla. Cuando salimos a coger la moto, el agua ya llegaba por las rodillas. Aún así quisimos llegar hasta allí para no dejar sola a la anciana, pero la moto no arrancó y nos subimos a un primero porque el agua no para de venir», explica José.
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La abuela de Ana, Piedad Vico, es una de las 223 víctimas que provocó la riada. «A la mañana siguiente fuimos a buscarla y ya no estaba. Denunciamos su desaparición y a los veinte días nos llamaron para confirmar que la tenías los de Medicina Legal», explica Ana, visiblemente destrozada, quien añade, «por desgracia le tocó a ella. Ahora José y yo hemos pensado muchas veces que si la moto llega a funcionar e intentamos llegar hasta allí, el agua nos hubiera llevado a nosotros también». José, mientras escucha, asiente con la cabeza y confirma: «Nos vimos con el agua al cuello. Llegamos a aguantar un poco más en la calle y no estamos aquí para contarlo».
José inspecciona el resto del terreno. Ni rastro de las gallinas que tenía en un corral, también construido por él y del que sólo quedan las vallas abatidas. Aparece un carrito también dentro de su campo. «¿Ves las barbacoas por algún lado José?», pregunta Ana. Ni rastro. El hombre tenía dos pequeñas parrillas para hacer torrà en una zona ajardinada que había en el terreno. «Se las habrá llevado el agua», contesta José. Tras dar un par de vueltas alrededor de su parcela, José desiste: «Podemos irnos ya, aquí no queda nada. Llamaré a un par de amigos a ver si recogemos todo algún día». José se marcha lamentando, por último, el estado en el que se encuentran los limoneros que había plantado.
¿Y ahora qué? ¿Qué será de José, con la casa destrozada y los campos impracticables? El hombre parece haber perdido un poco la esperanza. «En este momento no te sé decir si me veo con fuerzas de reconstruirlo todo. Estoy de baja por una operación en la mano que me hicieron el 10 de octubre, así que no puedo buscar un trabajo», reflexiona en voz alta José, y sigue, «por suerte mis amistades me han ofrecido su casa todo el tiempo que necesite, veré si puedo trabajar en otros campos que tengo en otra zona y puedo empezar sacando algo de ahí». José ya no parece tener ganas de hablar mucho más, pero se despide de los periodistas con una última frase que refleja que, tal vez, se haya rendido. «Tal vez yo seré el hombre de las dos riadas, pero a una tercera ya no sobrevivo, que estoy hecho polvo», sentencia el protagonista, entre risas y resignación.
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