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Jueves, 30 de noviembre 2017, 01:19
Una carretera desierta. Un paisaje desolado. Un frío extremo. Un pueblo vacío. Otro. Y otro. La nada. No es Siberia. Ni siquiera la provincia de Soria. Es la Comunitat Valenciana.
Hubo un día, no hace mucho, en que se puso sobre el mapa una realidad que vive el centro de la península llamada despoblación. Más de 65.000 kilómetros cuadrados que acogen tan sólo a un 1% de la población. La Serranía Celtibérica. La Laponia del Sur. Y al identificar el territorio nos dimos cuenta de que también ahí, junto a Soria, Teruel, o Zamora, estaban Castellón y Valencia. ¿Cómo puede ser? Si aquí hay sol y playa. Si tenemos un clima mediterráneo envidiable. Sí. Y también un territorio extensísimo en el interior que no tiene nada que ver con esa fotografía fija que llega a España y también a Europa sobre nosotros.
En Castell de Cabres uno de sus seis habitantes permanentes lo definió muy bien: «¿Cómo puede ser que Castellón se llame 'de la Plana' cuando se trata, por extensión, de la provincia más montañosa de España?» Touché. No es la enfermedad que no se conoce. Y aquí, de verdad, como decía Duncan Dhu, parece que no crece ni la hierba.
Da lo mismo cómo se miren las cifras. Si por habitantes por kilómetro cuadrado o por censo de población. Todos son datos muy preocupantes. Por ejemplo, casi un tercio de los municipios del interior de Castellón tienen menos de doscientos habitantes. Y la mayoría son población envejecida, donde no hay mujeres en edad fértil, donde no crece prácticamente ningún niño.
¿Cómo se ha llegado a esta situación tan preocupante, donde tantos municipios están en un riesgo real de desaparecer? Joan Noguera, geógrafo, habla de un problema que viene de lejos. «Es un proceso que comienza en el siglo XX, pero las causas que han llevado a las circunstancias actuales se producen en los cincuenta con la mecanización de la agricultura, la urbanización y la industrialización». Se hablaba en el campo de la ciudad como un mundo idílico, de progreso, de trabajos menos duros, de oportunidades. En los años cincuenta cuatro millones de personas dejan su mundo rural. En los sesenta otros tantos.
Porque en el interior de la Comunitat Valenciana trabajar el campo es duro. Muy duro. «Aquí se cultiva en bancales. No puedes meter máquinas y cuando la producción se encarece desaparecen los beneficios», dice Rafa, vecino de Planes, en la montaña de Alicante. Y eso que los valencianos del medio rural tienen un pasado morisco que les dejó como herencia un espíritu de lucha y la capacidad de no arredrarse pese a las condiciones extremas.
Pero cuando no hay beneficios no se puede comer. «Esto era una zona cerealista», recuerda Nuri, de El Boixar, pero con la mecanización de la Mancha el precio se hundió y ya no se pudo vivir de ello. A más de mil metros de altitud había pocas opciones. Encima, en los años setenta, «a pesar de que todavía quedaban quince niños en el colegio de Castell de Cabres, lo cerraron y la gente se fue», recuerda José Ramón. Él era uno de ellos. Y no hay futuro sin colegio.
La del norte de la provincia de Castellón es quizás la situación más extrema. Aquel futuro que imaginan con tristeza en otros pueblos donde la despoblación no está tan avanzada es una realidad allá arriba, donde el viento sopla con fuerza y el termómetro no para de caer en invierno. ¿Qué hay en Castell de Cabres? Ni siquiera los habitantes que aparecen en el censo. Según el INE, había 17 al cerrar 2016. «Viviendo en el pueblo, solamente seis personas». Seis. Dos porque han vuelto, otra pareja por elección tras retirarse, apenas uno que vive de siempre. El resto, como pasa en prácticamente todos los municipios de interior, están censados pero no viven, lo que hace que la realidad sea todavía más dramática de la que se desprende de las cifras. ¿Servicios? Ninguno. Nada. Una carretera estrecha donde prácticamente hay que detenerse si viene otro vehículo en dirección contraria. Sin apenas vegetación, algunas vacas pastan aquí y allá. ¿Vacas? Héctor Molina conoce muy bien un territorio donde ha luchado por desarrollar actividades de negocio ligadas a la tierra. «Trajeron una vaca pirenaica para vender carne que engorda rápidamente pero a la que no le gusta esta vegetación, con lo cual hay que traer pienso, y encarece los precios». Así no se puede, claro. Y las iniciativas, muchas veces, de crear actividades de negocio son tan aisladas que parecen aventureros a la conquista del Oeste. Ahora con la sequía la situación se ha agravado tanto que muchos cultivos están en riesgo.
Y eso que parecía que la cosa empezaba bien. «Cuando fuimos Objetivo 1 para la Unión Europea, con programas como Leader, se crearon grupos de acción local que consiguieron empoderar al mundo rural que posteriormente, por desgracia, la administración autonómica desvirtualizó», dice Joan Noguera. También es verdad que la mayoría del dinero fue destinado al turismo rural y ahí Molina es crítico. «Tiene una temporalidad demasiado importante y no genera negocio ligado a la tierra».
Así y todo, el turismo quizás esté permitiendo, además de generar actividad económica, dar a conocer el mundo rural y, por tanto, el problema de la despoblación. Lo dice, por ejemplo, Jose Porta, en El Toro. «Gracias al restaurante y el hotel hay cuatro familias viviendo en el pueblo que de otra forma no estarían». Molina apuesta por actividades ligadas a la tierra, que anclen a la gente a un lugar. «Y comprar un queso de Catí, por ejemplo, es ayudar a mitigar el problema de la despoblación». Empezar a valorar en las ciudades lo que también es nuestro.
No resulta fácil. «Los 'lobbies' citrícolas tienen acceso rápido a la Conselleria de Agricultura, y las políticas agrarias así lo demuestran, lo que hace que el resto de productos queden demasiado ensombrecidos». Valencia se ha identificado con la naranja y el geógrafo habla en ese sentido de que no ha tenido la Comunitat la necesidad de potenciar otras materias primas, como ha sucedido en otros territorios. Y eso que existen: cerezas, vino, aceite, almendras, manzanas. Incluso trufa.
En algunas áreas han tenido más suerte. Por ejemplo, el Valle de Ayora. ¿Suerte? Según como se mire. La central nuclear de Cofrentes ha traído riqueza al pueblo y a la zona. Multitud de ventajas, como tener el suministro eléctrico gratuito, además de un riego de servicios para el pueblo. Inconvenientes, todos los que puedan estar derivados de vivir en una zona nuclear, donde sus habitantes están acostumbrados a los simulacros de evacuación. En ese sentido, la instalación de este tipo de infraestructuras en el mundo rural se ve como un maná. Sea cual sea. Pasó en Zarra, donde su alcalde luchó denodadamente para que se emplazara allí el cementerio nuclear. ¿Cómo? Pues sí, porque traía riqueza al pueblo. Porque cuando la alternativa que se plantea es desaparecer, parece que cualquier propuesta es buena, aunque sea la de enterrar residuos nucleares con los que hubieran convivido unas cuantas generaciones futuras. Tuvo el rechazo de una parte del pueblo, de los movimientos ecologistas. De mucha gente.
Algo parecido ocurrió con los planes eólicos. Los poderes locales los veían como una posibilidad de futuro, ingresos estables. Quienes se oponían, los que llegan de visita, los que luchan por conservar el paisaje. Dos formas muy distintas de ver la realidad rural. Algo que ocurre a diario en los municipios enclavados en un parque natural. «Ha pasado la forestal preguntando de dónde habíamos cogido esas ramas. ¡Pero si yo estoy contribuyendo a limpiar el monte!» Los alcaldes de la provincia de Castellón reivindican modificaciones en la legislación sobre parques naturales, porque vivir dentro suma más inconvenientes que ventajas. Molina habla de las perversiones de las leyes y esa concepción mal entendida de la conservación de espacios protegidos. «Si no lo limpiamos, y una forma de hacerlo es a través de la ganadería, la probabilidad de incendios forestales se incrementará». Un riesgo que el abandono de cultivos por la despoblación multiplica.
En Millena, comarca del Comtat, la almazara donde toda la vida se ha elaborado aceite decidió innovar. José Miguel apostó por la producción ecológica; en estos años han conseguido varios premios y, sobre todo, mantener y ampliar una actividad económica que de otro modo hubiera tenido muchos problemas para sobrevivir, sobre todo por esa falta de rentabilidad. «Ahora estamos recuperando campos abandonados. Además, hemos conseguido generar empleo», dice su hermano. Una actividad familiar en la que los hijos ya están involucrados.
La otra pata importante del problema de la despoblación son los servicios, que van disminuyendo conforme desciende el número de habitantes. Pero en todos los sentidos. Hay municipios donde todavía existe una tienda que vende un poco de todo, una panadería, una carnicería. Otros en los que el bar es el único negocio abierto y, al menos, llega el pescadero, el verdulero, en una furgoneta uno o varios días a la semana. Suponen además el momento de socialización; en la cola del pan se habla, se pregunta por los hijos, por los problemas de salud. «Hay que valorar que esta gente todavía siga viniendo en invierno, donde prácticamente no hay nadie que les compre». El concepto de invierno demográfico. Las casas, llenas durante los meses de verano, con niños jugando en la calle, personas a la fresca al caer el día, se vacían.
Es cierto que esas visitas temporales permiten en muchos casos mantener las casas rehabilitadas. Pero el problema es ese invierno crudo donde las carreteras se hielan, donde es difícil el día a día. Y quien lo elige tiene algo de héroe. De ir a contracorriente de la sociedad, a pesar de que cada vez haya más personas, sobre todo en las grandes ciudades, que vean el mundo rural como una opción idílica, de ese retorno a lo natural. Porque, además, es cierto que los pueblos son los lugares más amables para la vida de niños y mayores. Donde los pequeños no tienen que preocuparse por el tráfico, donde la libertad para desarrollarse es posible. No existen semáforos, prácticamente no hay peligros. «Y eso es un lujo para mis hijos», asegura Vero, vecina de una aldea de apenas treinta habitantes en la montaña de Alicante llamada Catamarruc. «Mi sobrino sabe bajar las escaleras con la bici y tiene cinco años. ¿Cómo podría haber aprendido en una ciudad?», añade Isabel, de Castell de Cabres.
Pocas distracciones hay en invierno en un pueblo, así que cualquier local municipal se convierte en el centro social de la vida rural. En Millena tienen uno en el bajo del ayuntamiento, con estufa y aire acondicionado para el verano. Hubo una época en que los mayores jugaban al dominó; ahora quienes van son varias mujeres, la mayoría jubiladas o amas de casa, que pasan todas las tardes jugando al chinchón. Cada partida, diez céntimos, el reenganche, otros diez. Parece que introducir dinero le da más emoción, aunque sea menos de un euro lo que se lleve la ganadora a casa. Hubo una época en que se aficionaron al bingo; ahora se apuntan a la baraja.
«Siempre se ha jugado a las cartas, recuerdo que en verano un grupo de mujeres lo hacía en una mesa en la calle. Entonces era el burro», dice Pepa. Es una forma de charlar, de relacionarse, de no sentirse solas cuando el sol desaparece y el frío no deja estar en la calle. Allí tienen una televisión, que siempre acompaña en los pueblos de interior. Ahora, eso sí, se juega siempre después de la telenovela de mediodía. La mayoría no la perdonan. «Ahora tenemos microondas también, así que el otro día compramos palomitas». Este local social se destina a otros usos, porque en los municipios pequeños cobra todo el sentido que los edificios municipales están a disposición de los vecinos. Hay otro local para los jóvenes, el teleclub, donde varias generaciones de adolescentes han tenido su lugar de reunión.
Quizás sean las bandas de música otra de las actividades que permiten socializar en el pueblo. Por ejemplo, la de Gorga, en la montaña de Alicante, cuenta ahora con unos 40 integrantes. Los sábados por la tarde hay ensayo. ¿Qué mejor que la música como forma de socializar? Están orgullosos, además. El año pasado ganaron el primer premio de la cuarta sección en el certamen de bandas de la Comunitat Valenciana. Un triunfo difícil de olvidar en un municipio de poco más de doscientos habitantes. Pero cada vez hay menos jóvenes en los pueblos y también menos vocaciones musicales, aunque sea para aprender solfeo, un instrumento y poder tocar en las fiestas de los pueblos de la comarca.
También para los mayores. El otro día salió en los medios de comunicación una noticia sobrecogedora. Encontraron muertas a dos personas, una madre y su hijo, en Badia del Vallés. Él había fallecido por una insuficiencia respiratoria, ella, que padecía Alzheimer, probablemente de inanición. Al parecer, una asistenta social llamó a la puerta pero como nadie le abrió se fue. Resulta prácticamente imposible que esa situación hubiera ocurrido en un pueblo. Y el que sigue es un ejemplo. Ocurrió hace unos meses, precisamente en Millena. Ana Mari vivía sola. Tenía problemas de salud y le habían facilitado un servicio de asistencia en caso de emergencia, pero eso muchas veces no es suficiente. «Me extrañó que a las nueve de la mañana todavía no hubiera abierto la persiana. Media hora después aún estaba cerrada. Llamé a la puerta y no abría. Otra vecina tiene la llave de su casa y entramos. Estaba tendida en el suelo, viva», cuenta Pepa, y todavía se emociona al recordarlo. Los médicos no pudieron hacer ya nada por ella pero al menos murió en una cama, arropada y acompañada. En otros casos la ayuda de los vecinos resulta determinante.
Es ese sentirse acompañado el que hace la diferencia. Pepa Tomás, viuda, se jubiló el pasado mes de abril. Como siempre, el verano lo ha pasado en el pueblo, pero está retrasando la vuelta a la ciudad, Alcoy, donde hasta ahora ha tenido su vivienda habitual. Aunque no viva nadie ni en la casa de al lado, ni en la otra, ni en la otra, se siente mucho menos sola. Reconoce sin embargo que disponer de vehículo hace la diferencia. «Mi vecina de enfrente se vuelve por la falta de transporte». Pero es que es normal, no queda nadie en invierno. Donde el hecho de que la carnicera haya optado por no ir los sábados a vender, como hacía desde años ha, haya sido un drama. «Todos los viernes recojo el pedido de varias vecinas», dice Pepa. Y ayudarse unos a otros se convierte en leitmotiv. Sí, es verdad que a cambio das permiso al pueblo para que sepan y hablen de ti. «Es como una compensación», asegura María José, otra vecina del municipio. Por eso, en Castell de Cabres Isabel lo plantea: «Estos pueblos que ya están prácticamente muertos podrían convertirse en un geriátrico, ¿no crees?»
Es esta vuelta a lo rural una de las tablas de salvación del territorio. Ese rechazo al consumismo del 'black friday' que los habitantes del interior tienen por principio, porque el Mercadona queda un poco lejos, y porque estar aislado algún que otro día no es nada extraño. Así que el arcón congelador es un electrodoméstico de primera necesidad. «La verdura que sobra de la huerta en verano se congela, o se hace en conserva. Tenemos gallinas para que nos pongan huevos. En temporada de caza comemos tordos, conejos», cuenta Ana, en la Vall de Gallinera. Ni siquiera entienden muy bien el concepto de quedar aislado. «Si aquí tenemos de todo». Y no quiere decir que esto signifique una vuelta al pasado. Por eso permanecer conectados, la banda ancha, resulta fundamental. «Ya no podemos vivir sin una buena conexión de teléfono móvil e internet. Y en esta zona está difícil, nadie se acuerda de nosotros», dice Ana, en la Pobla de Benifassà.
Hasta en educación se han comenzado a señalar las ventajas de los colegios rurales, donde los profesores atienden a menos alumnos, donde la enseñanza es mucho más personalizada. En Benilloba hay 34 niños en toda la ESO. El pueblo, de unos 800 habitantes, funciona como cabecera subcomarcal y cuenta con centro de salud con urgencias 24 horas. El problema fue que la crisis económica se llevó por delante la actividad industrial, concentrada en el textil. Hasta los bancos huyeron, como en casi todos estos pueblos. Por ese motivo es imprescindible analizar la situación prácticamente caso por caso. «Al menos nos queda gasolinera».
Otro de los problemas a los que se enfrentan los moradores de pequeños núcleos de población es el del transporte público. Siempre que ha surgido una urgencia, los más afortunados se han visto obligados a echar mano del coche, mientras que los que carecían de él han tenido que buscar la ayuda de vecinos o familiares. El Consell, consciente de la situación, quiso ponerle fin en el nuevo mapa de concesiones. Hasta ahora, los problemas que iban surgiendo se solucionaban con pequeños parches temporales o con la prórroga de concesiones extintas. La novedad de este año es que no se adjudicarán trayectos concretos, sino que se darán concesiones que abarcarán una determinada zona.
Pero ¿en qué se traduce esta iniciativa? Pues en que no habrá pueblo, por remoto que sea, que no disponga de transporte público. Si no hay línea regular, la empresa concesionaria estará obligada a facilitar el servicio a toda persona que lo solicite.
«Un vecino de los 17 que tiene Castell de Cabres puede tener el teléfono del concesionario para llamar si necesita un desplazamiento para ir al médico o al hospital». De esta forma tan gráfica resumía la consellera de Vivienda, Obras Públicas y Vertebración del Territorio el espíritu de una iniciativa que beneficiará a más de 40.000 habitantes en la Comunitat.
La conselleria espera que los centros de salud, los hospitales o las universidades sean los destinos más demandados por los vecinos de estos municipios perdidos entre montañas, que poco a poco van apagándose por culpa de la despoblación.
Porque el problema de la infrafinanciación de la Comunitat Valenciana se entiende todavía menos al comprobar que una gran parte del territorio necesita, como en Castilla y León, esa discriminación positiva que deja de lado los costes y pone un profesor para dos o tres alumnos o un médico que atienda en un pueblo de doscientos vecinos. Donde la Iglesia, que ha sido una parte vertebradora y dinamizadora de esas zonas rurales, por falta de vocaciones, ha ido abandonando estos municipios. «Aquí sólo vienen a dar misa en las fiestas patronales», dicen en Castell de Cabres. En otros lugares el sacerdote es itinerante y se pasa el sábado y el domingo de pueblo en pueblo oficiando eucaristías sin prácticamente detenerse a pensar en el siguiente sermón.
Y si después de conocer todo este contexto alguien decide instalarse en el mundo rural debe ser consciente de que, si es mujer, lo tiene más complicado. La desigualdad de género se hace evidente, y eso comporta que muchas se sientan atrapadas. «Ellos tienen las propiedades, ellas se dedican a los cuidados de la casa», explicaba recientemente el sociólogo Julio del Pino. Y en muchas ocasiones es mucho más complicado dar soluciones a un problema de violencia de género, por ejemplo. O cambiar de vida.
Además, parece que todo cuesta más en el medio rural. Y muchos que lo intentan fracasan. Por ejemplo, en El Toro, donde el ayuntamiento premiaba con un trabajo o un alquiler, además de cien euros por niño, a la familia que se instalara en el pueblo. Salió mal. Se fueron. No es fácil. «En los pueblos te ayudan, te regalan unos tomates, te ofrecen leña. Pero tienes que haber demostrado que te lo ganas, que trabajas. Nada es gratis y la vagancia es el peor defecto aquí», comentaba Ana, en El Boixar. «Muchas veces el carácter cerrado y en numerosas ocasiones inamovible de las personas que viven aquí no permite avanzar. Y es por el miedo al extraño, a que las cosas cambien», añade Jose en El Toro.
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