Tercer año consecutivo de camino al lugar que me ha conquistado el corazón: Kenia. Allí me encontraré con Maque Falgás, una valenciana que hace más de 10 años dejó la vida convencional para vivir en una misión llamada Lobur. Su día a día es muy ... diferente al nuestro, viviendo en comunidad en Turkana, una de las zonas más empobrecidas del país. En esta región, gran parte de la población sigue siendo nómada y depende del ganado, sobreviviendo en medio de las montañas. Con la llegada de las misiones y el gobierno, parte de la población turkana se ha asentado, los niños han empezado a ir al colegio, y los adultos han comenzado a cultivar alimentos, aunque muchos continúan con su vida trashumante.
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La misión de Lobur se encuentra en el Triángulo de Ilemi, una zona fronteriza y conflictiva entre Kenia, Sudán del Sur y Etiopía. Al ser una sabana semidesértica, las lluvias son insuficientes y con la sequía llega el conflicto. Las tribus luchan por los recursos como el agua o el pasto, que son escasos y la paz sigue siendo uno de los grandes objetivos de esta misión. La comunidad misionera, presente en Turkana desde hace 35 años, trabaja incansablemente en cuatro áreas de desarrollo: agua, salud, agricultura, y educación. De esta última, nace el proyecto Tamaisan, que significa sonrisa en lengua turkana.
En 2016, el grupo Tamaisan, junto con la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol (MCSPA) como contraparte en Kenia, y a través de la Fundación Emalaikat, decidió crear una pequeña escuela donde dar de comer a unos 30 niños de la zona. Muchos de estos niños estaban acostumbrados a comer una vez al día y en ocasiones ni eso. Hoy, ya son más de 200 los pequeños que disfrutan de dos comidas diarias y una educación de calidad en St.Irene Primary School. Este verano, igual que el anterior, llevaremos a cabo un campamento en el colegio, el segundo en la historia de la región. Pero para que eso pase, hay que llegar hasta allí. Comienza el viaje.
Los 13 monitores nos encontramos en el aeropuerto de Barajas en Madrid, algunos ya llevamos un trayecto de ave desde Valencia. Muchas maletas y mucho material para hacer posible un campamento como los de nuestra infancia. La emoción se palpa en el ambiente, llevamos todo el año preparando las actividades y gestionando cómo serán las vacaciones de verano de 120 niños. Tenemos 14 horas por delante y una escala, en mi caso, en Londres. La llegada al aeropuerto de Nairobi se hace con mucho cansancio y ganas de llegar al destino final pero aún quedan unas cuantas horas para pisar Turkana.
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Ya en Nairobi, empieza la aventura: cambiamos de aeropuerto internacional al local. Billetes impresos, maletas pesadas en una báscula como la de casa y una sala de espera más pequeña que el propio avión. Somos los únicos blancos, los musungus, como nos llaman aquí. Subimos al último transporte aéreo, que más bien parece a un autobús, ya que tiene paradas en las que algunos bajan y otros suben. Por fin aterrizamos en Lodwar, la capital del norte de Kenia. Nos espera Maque con los brazos abiertos y abrazos para todos, en especial, para los nuevos. Estamos a punto de llegar…
Último tramo: cinco horas en coche. Maletas al techo y a juntarse dentro del vehículo. Ya se nota que estamos en Turkana: sol abrasador y un caos ordenado. Una hora de carretera y llega la realidad, la tierra. Suerte que no ha llovido y los caminos siguen como siempre. Ventanas abiertas con vista a la sabana y a los poblados por los que vamos cruzando. Mujeres yendo a por el agua, hombres descansando en la sombra de las acacias y niños jugando con ruedas. Ah sí, y muchas cabras, burros y dromedarios. A lo lejos se empieza a ver una colina, donde se encuentran las casas de la misión. Agotados llegamos a Lobur. ¡Empieza el campamento!
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6:00 de la mañana en pie, me toca pilot: es decir, hacer el desayuno para todos. Tostadas, café y crema de cacahuete. Mesa lista y a empezar el día. Somos seis grupos de dos monitores y yo como coordinadora. Catorce jóvenes españoles además de siete voluntarios de la zona para que nos ayuden a traducir y resolver cualquier conflicto entre los niños. Fuera de la casa no tenemos conexión así que emprendemos camino al colegio con nuestros walkie-talkies. En él duermen los 120 niños que forman parte del campamento, los monitores turkana, un par de cuidadoras y un grupo de españoles que se va turnando. Al llegar, todos han desayunado y empieza a sonar la canción de inicio del día, se ponen en formación e izamos la bandera del 'Tamaisan Summer Camp'. Contamos cómo será el día de hoy y cada grupo presenta emocionado su 'grito' al resto de campers.
La primera actividad de la mañana es un torneo de balontiro. Durante toda la primera semana estamos haciendo deportes a primera hora. Preparamos los campos en el patio del colegio: cuerda y piedras son suficientes para montar un torneo funcional. ¡Piip! que empiece el juego, los niños motivados y competitivos lo dan todo para ser el equipo ganador. Después de hora y media de sudar, gritar e incluso tirarse al suelo se escucha al equipo naranja al son de «Winner, winner, winner». Último partido: monitores contra los campeones. Perdemos y la cara de ilusión entre los pequeños es de película. De fondo se empieza a escuchar 'Baianá' de Bakermart, los niños ya saben que eso supone un cambio de actividad. Algunos monitores corren a dejar todo listo y se encuentran con su grupo en las clases. Camisetas blancas y mucha pintura: vamos a hacer un tie-dye para que los campers se lleven a casa dos camisetas nuevas, la de su color y un tie-dye. Las dejamos secando y mañana ya nos las podremos poner.
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A las 12.30 el olor a frijoles llena el campamento y el apetito se empieza a abrir. Las cocineras son tres mujeres del poblado que con sus ollas gigantes sonríen a los pequeños. Los campers se esparcen por el colegio para comer, ya que aún no tiene comedor. Los monitores subimos la colina en dirección a nuestra casa para comer y echarnos una siesta que nos reviva. Momento de «cartuja», así lo llamamos aquí: un momento en el que la casa no habla del campamento y de las actividades sino que impera el silencio para recuperar fuerzas. Mientras tanto, los niños también descansan con los monitores turkana. Cafecito y vuelta al ruedo.
Última actividad del día. Por la tarde cada grupo hará algo diferente, desde pintar piedras, hacer pulseras, ir al huerto, construir máscaras o incluso, un instrumento. El equipo está cada vez más unido, y los chicos que antes eran desconocidos ahora son amigos. Cada uno vive en una zona diferente de la región y algunos vienen del otro lado de la frontera: de Etiopía. Al ser una zona conflictiva, juntar a niños de todas partes y especialmente de tribus que han sido enemigas es una de las mayores motivaciones detrás de lo que hacemos. Promover la paz en la zona empieza por la educación. Hacer posible que familias que se han enfrentado entre ellas tengan hijos que se hacen amigos es clave para la reconciliación entre los pueblos.
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Antes de que se ponga el sol, los niños se dirigen a las duchas al son de «Shower» de Becky G. Mientras unos se duchan otros juegan a fútbol o se ponen a bailar en la sala principal. La música está a todo volumen y los afrobeats hacen que incluso los monitores saquen sus pasos prohibidos. El baile es fundamental en la cultura turkana que se pasa el día moviendo las caderas y, a pesar de encontrarse en un lugar remoto, escucha los temazos de los artistas africanos como Rema, con su «Calm down». Después de la ducha, llega la hora de la cena, esta vez arroz con un poco de cabra porque es un día especial: esta noche hay velada. Cada grupo ha preparado una función para sorprender a los demás. Emocionados, empieza el teatrillo y los aplausos resuenan en el ambiente. La fiesta termina con la edonga, el baile típico de allí en el que todos cantan y saltan alrededor del fuego.
Durante las próximas semanas así serán nuestros días y también los de ellos, lejos de las preocupaciones diarias para que los niños puedan ser realmente niños, coman todos los días y se pasen el día jugando. Este campamento, no es solo una oportunidad para que vivan un verano diferente, sino también para ser un puente hacia la paz y la reconciliación en una zona marcada por el conflicto. Cuando nosotros nos vamos, Maque y todo el equipo de la misión sigue ahí, con su compromiso y dedicación a la comunidad sembrando un futuro esperanzador.
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