Pascual Alapont conduce su vehículo desde el infierno al purgatorio: desde la sede de la cooperativa de arroceros de Massanassa, enclavada en la zona cero de la riada ... , hasta el secadero donde se ubican las instalaciones de la entidad que preside, al otro lado de la pista de Silla, junto a la Albufera. Es un viaje por el horror que todavía ejerce como cruel recordatorio del fatal 29 de octubre, cuando la dana también arrasó cultivos y (sobre todo) desgració un millón de kilos de arroz depositados en sus naves que aún esperan, días después, que llegue la ayuda pública para retirar las enormes montañas que rodean a los depósitos. Pero Alapont, en realidad, es un hombre afortunado, dentro de la desgracia enorme que le rodea: salvó la vida, la salvaron tanto los cuatrocientos cooperativistas como los trabajadores de la empresa, sus cultivos salieron más o menos indemnes y atesora en sus silos siete millones de kilos, de envidiable buena salud, que saldrán al mercado en cuanto la actividad de la cooperativa se vuelva a poner en marcha. La inmensa pena, el recurrente dolor de cabeza, nace de ese otro millón de kilos que ya ni siquiera son de arroz: una acumulación de barro, brotes que germinan y fermentan, alimento de los pájaros... Detritus que apestan y merecen la solución que reclama la cooperativa San Pedro.
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Un ruego que han trasladado Alapont y sus compañeros a cuantas administraciones se han interesado por su situación, a cuyos responsables cuentan lo antedicho: que la cooperativa sobrevivió y que sus trabajadores, aunque necesitan ayuda, están empeñados en resistir, convencidos de que saldrán adelante, fiados a la exitosa comercialización de la mayoría de su producción guardada en los silos cuya base de hormigón se eleva sobre el suelo lo suficiente como para haber evitado lo peor de la riada. No tuvo la misma fortuna la almacenada en las naves hoy limpias, aunque malheridas: quedan en su interior los restos de la tragedia en forma de daños en instalaciones eléctricas, equipamiento agrícola y otros desperfectos que no parecen preocupar demasiado a Alapont, conforme más o menos con haber salvado el pellejo el 29 de octubre y convencido de que su cooperativa «saldrá adelante». «Eso, seguro», insiste. Pero ese millón de kilos transformado en una masa informe donde pastan la fauna avícola de la zona… Ese millón de kilos le quita el sueño. «Es arroz que no se puede recuperar y hay que tirarlo», reitera. La pregunta es dónde. Dónde se puede depositar un producto convertido tal vez en un agente contaminante que los cooperativistas rechazan que pueda servir para consumo animal. «Tenemos muchísimo cuidado con eso», enfatiza, con elevada rotundidad.
En general, la zona norte de la Albufera arrocera sufrió daños de consideración como consecuencia de la riada pero no tan exagerados como los sufridos en Massanassa, porque afectaron a la cosecha ya recogida: el dinero en forma de arroz que sus cooperativistas custodian en esa cuenta de ahorros que era la nave donde dormía el grano, sometida ahora al proceso de reconstrucción. «Menos mal que tenemos seguro, pero…» Esos puntos suspensivos que clausuran su lamento se rellenan solos: basta recorrer la mirada por las montoneras de arroz que se alinean ante la cooperativa, que emiten un fétido aroma dulzón al que Alapont y sus compañeros parecen haberse acostumbrado con el paso del tiempo. Más de cuarenta días desde aquella tarde en que pasó revista a la mercancía, la dejó bajo la tutela del resto de trabajadores, se fue a su casa de Massanassa y de repente… De repente, el apocalipsis. Subidos al techo de la oficina, los cooperativistas vieron llegar el desmadrado río Poyo cuyo cauce atraviesa al lado de las naves, convertidas en una piscina gigante donde el agua alcanzó una altura superior al metro: el improvisado cauce donde el arroz quedó desfigurado, inservible. Una parte de la cosecha se marchó por las acequias hacia la Albufera pero la mayoría se quedó incrustado entre el barro y hoy erige esas montañas gigantes que desconsuelan a Alapont y demás cooperativistas.
Lo cuenta apesadumbrado pero también con un punto de esperanza en su voz. Tal vez porque se anima a sí mismo pensando en la tarea titánica y feliz que los cooperativistas ya acometieron en cuanto reanudaron la actividad: retirar del interior de las naves el arroz deteriorado, limpiar los desagües colonizados por el barro, secar el grano que se pudo recuperar... El adjetivo homérico se inventó para proezas como la acometida por las gentes que preside Alapont. «Pasó casi una semana hasta que nos pudimos meter con esto y cargar luego los camiones poquito a poco, muy despacito», dice mientras señala hacia el enorme montón de arroz agrupado en un lateral de la nave. El paisaje sigue siendo desolador. Coches arrastrados por el agua, cultivos de caquis y naranjas destrozados, fincas todavía sin limpiar, pese a que por aquí deambulan unos cuantos agentes de la UME con pinta de estar extenuados. El agua, que destrozó las distintas puertas de acceso a la cooperativa, se llevaría entre 300.000 y 400.000 kilos de ese arroz que con tanto sacrificio se cultiva y luego se cosecha, de las variedades bomba («La más cara», observa), sendra y albufera, hoy indistinguibles en esa especie de limbo en donde aguardan una mano caritativa que se las lleve de allí con todas las garantías sanitarias.
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Al otro lado de los árboles que hacen frontera con la Albufera se esparcen los campos de cultivo, invisibles desde la cooperativa. Hacia ellos apunta Alapont mientras sigue desgranando el parte de daños de las instalaciones, que poseen un total de 1.200 hectáreas arroceras, de las cuales apenas unas ocho sufrieron destrozos, cuyo fruto acaban cada año en esta naves vacías, donde resuena el eco de sus pasos y sus lamentos. «Mira el arroz», susurra, apuntando con el dedo al montón más grande. «Está putrefacto, parece hollín«, añade. Y una queja final, 45 días después: »Hemos llevado una parte que pudimos salvar a tres cooperativas que nos han ayudado a guardarlo pero también hemos avisado al Ayuntamiento, al 112, a la Conselleria… Sólo pedimos ayuda para retirarlo. Pero no lo retiran».
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