Escribe Marta D. Riezu, en su inspirador libro 'Agua y jabón', que ama a los actores secundarios: «es necesaria una sensibilidad especial para acatar la ... etiqueta de adjunto, sobre todo cuando el talento es palpable». Ella habla del cine, básicamente. Aunque su descripción es aplicable a todos los ámbitos. El periodístico. O el político. El empresarial, también. Los actores secundarios afloran, en realidad, en todas las facetas de la vida. Y en todas son imprescindibles. En la celebración de una fiesta como las Fallas, desde luego. Basta dar un paseo imaginario por el universo fallero para ver cómo existen personas que, desde la sombra o la distancia, hacen posible la magna tradición. Las fuerzas de seguridad, los sanitarios, el aprendiz de artista fallero, quien borda una manteleta, quien pinta un ninot, quien conduce un taxi de madrugada cuando la fiesta colapsa; quien pilota un autobús de la EMT cuando acaba la mascletà y parece que es el fin del mundo, los bomberos... O un colectivo sobre el que deberíamos poner el foco porque son actores secundarios a los que valoramos poquísimo y vilipendiamos con nuestra falta de respeto. Profesionales a los que tratamos como extras en este maremágnum que son nuestras fiestas grandes. Unos extras sin los que la ciudad, en vez de ser la viva y bella Valencia, sería un absoluto estercolero. Hablo de quienes limpian cada madrugada y, a partir de ahí, durante todo el día, las toneladas de basura que producimos durante estas fiestas. Y que esparcimos sin piedad, con una absoluta falta de urbanidad y casi como un insulto a la decencia, convirtiéndonos -no todos, claro- en pequeños salvajes deambulando por el asfalto.
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No es una exageración; es una realidad. Bastaba con ver ayer amanecer Valencia, a eso de las siete, cuando la fiesta de muchos seguía y los destrozos de la noche desbocada permanecían. Ellos, las cuadrillas disciplinadas -y diría yo que resignadas- de limpiadores, recorrían todas las calles recogiendo los indescriptibles restos del exceso. Los vi por los barrios más pequeños, los vi por el centro -absolutamente tomado por la basura- y los vi incluso a pie de playa, limpiando en la arena. Los vi porque 21 kilómetros entrenando por la ciudad da para recorrer mucho. Y vi que trabajaban con una profesionalidad absoluta. Al límite que eran capaces de devolver la dignidad a una ciudad que los excesos de algunos habían puesto al borde de la indecencia. Basura sí, estercoleros intencionados no. Que se desborden papeleras y contenedores, parece lógico; que se derramen orines, líquidos y vómitos, es despreciable. Sólo hay que pensar que nuestra falta de urbanidad la pagarán unos actores secundarios a los que jamás reconoceremos lo suficiente su trabajo. Es pura crueldad.
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