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TXEMA RODRÍGUEZ

Medianoche en la ciudad cerrada

El silencio de la noche ahora sobrecoge, solo roto por el paso esporádico de un coche o de bicis de los repartidores a domicilio

Txema Rodríguez

Valencia

Martes, 17 de marzo 2020, 00:37

A las 0.54 comienza a llover. El cielo se veía blanco primero y después de un suave tono naranja. Se escucha cada gota con una precisión inquietante, al igual que el sonido de los pájaros moviéndose en la oscuridad y los rumores de las teles. Hay luces, noticiarios repitiendo la misma noticia. Un hombre fuma en camiseta acodado en el balcón y al fondo la iluminación todavía prendida de una falla crea una estampa cinematográfica. Me encuentro solo en la calle, frente a unos maniquíes con trajes de boda, luego ante falsos cuerpos iluminados que lucen ropa interior de encaje. Refugiados en una puerta contigua dos vagabundos se remueven incómodos bajo la misma manta hasta que uno de ellos, tambaleándose, se apoya en el contenedor de basura y vomita junto a un oso de peluche blanco.

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El silencio amplifica los sentidos y los miedos. Dentro del túnel peatonal de la Gran Vía una bicicleta parece una locomotora. El hombre para al verme. Lleva detrás la mochila de una de esas empresas de reparto a domicilio. Diría que es argentino, pero tal vez sea uruguayo. Como siempre me equivoco no le pregunto. Me cuenta que la noche está tranquila, cree que muchos restaurantes todavía no se enteraron de que la situación, dice la situación, permite utilizar los servicios de mensajería. Bromeamos. Tal vez sea porque han vaciado todos los supermercados y tienen provisiones para rato. Empuja con el pie el pedal y se va calle abajo haciendo un gesto con la mano. De vez en cuando pasa un taxi. Un hombre de rasgos asiáticos carga su coche con botellas de tónica. Una pareja de guiris en pantalón corto salen de portal y cruzan hacia la calle Ruzafa conversando animadamente. Parece que fueran a competir en Roland Garros.

Un tiovivo quieto, más adelante. Un hombre rebusca en una papelera junto al Primark. Luego se sienta en una zona oscura. Se asoma el vigilante por una de las puertas laterales, que da a un aparcamiento, conversamos sobre el único tema posible. Ya no hay otro asunto del que hablar, nos contamos las penas laborales guardando una generosa distancia. Se muestra preocupado por las personas que viven en la calle, muchos van tirando con los desperdicios de las masas; los trozos de pizza, por ejemplo. O lo que les dan. O lo que pillan. Seguimos cada uno con nuestra ronda. Casi en la esquina con la calle Colón un joven sentado sobre unas mantas viejas, junto a uno de esos carros de supermercado llenos de trastos. Forman un enjambre pastoso. Impermeable. Se llama Florin, deja de escuchar música un momento para hacerme caso. Es joven y desconfiado. Abre un horizonte inesperado en esta extraña noche, la primera escondidos para no ser vistos por la enfermedad. Dice que le da igual estar en la calle porque «el virus no existe». No me esperaba esa respuesta y su seguridad parece irrebatible. Aprovecha mi silencio para colocarse de nuevo los auriculares.

La noche sobre Valencia durante el estado de alarma. TXEMA RODRÍGUEZ

Un coche de policía. Parece que va a parar, pero no. Baja por el lateral de la estación un tipo despechugado y alegre. Lleva el móvil en la mano con la música a todo meter. O igual no tanto, pero ahora cualquier susurro se escucha. La canción, de rollo flamenco, dice «te quiero mamá, solo tus brazos me calmarán...» y luego se pierde en la noche de cielo lechoso. Un hombre vigila la falla municipal. Hasta hace nada era una ciudad en fiestas. Ahora es uno de tantos capítulos de un apocalipsis invisible, La figura de la mujer, una cabeza separada del tronco, medita en una soledad especial, extraordinaria, dolorosa. Abandonada a su suerte como los vagabundos, sin público, sin pólvora. En una ventana han colgado una pancarta casera en la que se lee «Abajo el virus y arriba España», pasan autobuses vacíos y camiones de la basura llenos.

Me cruzo con Luan, un estudiante de Comunicación Audiovisual. Dice que está elaborando un podcast con el mapa mental del coronavirus. Se ve que estudié este oficio hace mucho, porque no pillo ni una palabra. Se lo digo, «ya, es que es difícil de entender». Sigue su camino, se pierde a lo lejos con su grabadora en la mano. Los semáforos parpadean para nada, los anuncios se reflejan en el asfalto y Vicente, recepcionista de un hotel, pega la cara al cristal porque hay algo de bullicio entre los vagabundos que habitan en los soportales de la antigua delegación de Hacienda, forman un amasijo de mantas. Cruzan con rumbo a la Fnac. Se pegan unos a otros buscando calor. Es la última noche del hotel, quedan solo dos clientes que se irán con el nuevo día y después habrá que echar la persiana. Cree que, al menos, por unos cuantos meses. En la esquina una agencia de viajes anuncia sus productos con una eslogan que resultaprofético: «Esto no había pasado nunca».

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