Cómo se vive dentro de un Bofill: luces y sombras de la Muralla Roja
CASAS QUE HABLAN ·
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CASAS QUE HABLAN ·
Un recorrido por el interior del icónico edificio que el arquitecto catalán firmó en Calpe de la mano de uno de su inquilinosHay casas que hablan. Entiéndase la metáfora: la frase tiene sentido figurado pero apela a un atributo propio de la arquitectura que dota de trascendencia al oficio de construir. Remite a la idea de los sentimientos, a la aspiracón de crear máquinas de habitar, ... como reclamaba Le Corbussier. Significa reflexionar sobre la clase de dimensión que ambicionan esas cuatro paredes que llamamos nuestro hogar. Alojar nuestros huesos en edificios emblemáticos, integrantes de nuestro imaginario colectivo, representa conceder al autor de esos edificios la gracia de ver cómo cristaliza su sueño, desde el estado gaseoso del tablero del despacho, de los croquis con sus planos y sus alzadas, hasta alcanzar el estado sólido de las cosas hechas. A ser posible, de las cosas bien hechas: la alta arquitectura no siempre ejerce como sinónimo de calidad ni de confort para quienes ocupan esos espacios. Así nacen estas líneas: como una sección dedicada a dar voz a los inquilinos de algunos de los edificios claves para entender la evolución de la arquitectura en la Comunitat.
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La sección se llamará Casas que hablan, característica que desde luego adorna a la elegida para nuestro estreno: la Muralla Roja de Calpe. Un edificio debido a la ingeniosa mano de Ricard Bofill, el arquitecto recientemente desaparecido, que alcanzó la gloria por este y otros proyectos. Otro arquitecto, Domingo García Pozuelo, habita uno de sus pisos y traslada por lo tanto una experiencia singular: el misterio desvelado de vivir en un Bofill. «Compramos la casa hace 30 años, aunque conocíamos el edificio desde 1978, cuando acudí a verlo en unas vacaciones en Calpe por casualidad, porque era el lugar al que acudí con mis padres en mi infancia», recuerda. De aquel viaje nació la adquisición del inmueble, «donde recalamos mi mujer, Rebeca, y yo, con nuestra hija Juana, que entonces tenía 7 meses, aunque la decisión de comprarlo fue también casual, a raíz de un encuentro casual con unos amigos en Logroño», su lugar de residencia. «Ellos tenían allí un par de apartamentos y vendían uno de ellos. Lo fuimos a ver en diciembre del 92 y nos decidimos».
De entonces data su relación con el edificio, una segunda residencia que ha atravesado una trayectoria singular, en paralelo a la fama que fue adquiriendo la Muralla Roja y la obra de Ricardo Bofill. García Pozuelo describe esa evolución, con sus luces y sus sombras, en estos términos: «El ambiente ha pasado de ser de orden familiar, aunque con propietarios extranjeros en abundancia, a un sinnúmero de propietarios que lo han dedicado al alquiler turístico, por días principalmente». Como resultado, los vecinos se resignan a tropezar cada día «con una nube de orientales (y otras nacionalidades) que acuden como si fueran al Taj Mahal, para hacerse selfis y todo tipo de poses en sus escaleras y patios de toda índole«.
¿Conclusión? Una moraleja apesadumbrada, porque la conversión del edificio en un icono global «ha restado tranquilidad y confort al lugar». «Le ha hecho perder su aislamiento, hasta el punto de haber tenido que vallar todo el perímetro y estar continuamente recibiendo intrusos que se cuelan para deambular y fotografiarse por los recovecos del edificio», se lamenta. Y añade: «Además, hay muchas empresas de publicidad que alquilan el uso de los espacios comunes, por días, para realizar campañas publicitarias, entre otros Zara hace unos años. Incluso Isabel Coixet«, apunta, »rodó allí algunas escenas en su película 'Nieva en Benidorm'«. »Esto le ha dado mayor difusión y notoriedad«, acepta también el arquitecto e inquilino.
Poco que ver con esa atmósfera original, el espíritu que la familia encontró en Calpe. «La cala La Manzanera«, donde se ubica la Muralla Roja, »era propiedad de la familia Palomar«, recuerda Domingo García Pozuelo. »Poco más que chumberas, cactus y algún que otro almendro«, sonríe. Sobre aquella finca sus propietarios decidieron encargar a Ricardo Bofill, a finales de los años sesenta del siglo XX un conjunto de edificios con fines turísticos, »pero Bofill no tenía título de arquitecto en España (se había titulado en Suiza)« por lo que inicialmente los diversos proyectos fueron firmados por su padre, también arquitecto. »Se desarrolló un Plan Parcial«, agrega García Pozuelo, »que ordenaba todo el conjunto de la finca, y en la que se plantearon diversas propuestas, aunque no todas se pudieron llevar a cabo, no sólo por la ruina del promotor, tal vez a causa de las dificultades para colocar en el mercado inmobiliario aquellos apartamentos tan singulares, sino también por alguna de las múltiples crisis inmobiliarias, tan frecuentes en el inestable mundo de la promoción de viviendas de nuestro país«.
Hasta ahí, las malas noticias. Porque finalmente el proyecto prosperó y entre la década de los sesenta y los primeros ochenta, se construyeron algunos de los edificios que formaban el conjunto del proyecto, a saber: La Muralla Roja, Xanadú, Los Castillos, Las Villas y El Anfiteatro. «Además», observa, «se urbanizó una parte importante de la finca y los accesos al mar, donde se construyó una piscina a los pies del acantilado, de uso para todos los edificios de la urbanización». De hecho, en su opinión, «aunque el más conocido de todos los edificios es La Muralla Roja», todos ellos «son singulares y de gran belleza». Con un matiz, importante: «En el caso de Las Villas, prácticamente todas, -por la desidia del Ayuntamiento de Calpe y sus diferentes corporaciones a lo largo de las últimas legislaturas -, han sido reformadas y desvirtuadas«. Una enfermedad que alcanza también a otro de los elementos, la Piscina del Mar, »que hasta el año 92 permaneció en uso, pero la desaparición de la Comunidad de Propietarios La Manzanera -que agrupaba a todos los diferentes edificios- más la Ley de Costas, la llevaron a la ruina«.
Como además de habitar uno de estos espacios nuestro hombre es, como ya se ha mencionado, arquitecto de profesión, su autorizada voz le concede un estatus muy significativo a la hora de desmenuzar la Muralla Roja, empezando por el edificio Xanadú, «una especie de pagoda de color verde oliva oscuro, que trataba de acompasarse a modo de torreón, con el horizonte del Peñón de Ifach, y en el que desarrolló viviendas-apartamento, en algunos casos en triplex«. Cronológicamente, le sigue la propia Muralla Roja, donde Bofill »da de nuevo un triple salto mortal y crea a través de una planta-tipo en cruz griega un verdadero laberinto que se va articulando al desnivel de terreno, generando patios que conforman cada módulo de apartamentos, que a su vez juegan con desniveles en su interior, entre las diferentes estancias o zonas del mismo, concebidos igualmente como un espacio único, salvo para la cocina y el baño, donde la diferenciación entre dormitorios y zona de estar era un continuum, y en el que en sus fachadas juega con el rojo bermellón, el azul añil y el rosa«. Y un juego de escaleras de acceso a los apartamentos, que a veces se asemejan a los dibujos de Escher, con una abstracción absoluta y una plasticidad completamente pictórica«.
El edificio se remata con una piscina en la azotea desde donde se divisa el mar. «Uno parece navegar en la proa de un Titanic redivivo que surca el Mediterráneo de manera grácil», confiesa García Pozuelo, quien aporta más información sobre el conjunto de piezas arquitectónicas. «Tras esta eclosión singular y única en su belleza», afirma, «Bofill continuó con otras propuestas, y entre ellas Los Castillos». Se trata de un conjunto de apartamentos escalonados, «con elementos que podrían asemejarse a una reinterpretación del Modernismo catalán, con detalles ornamentales simplificados y cargados de retórica arquitectónica, pero que nuevamente suponía otra línea que poco o nada tenía que ver con sus dos anteriores edificios, ya construidos en el mismo ámbito«. Luego le tocó el turno al bloque denominado Las Villas, un grupo de viviendas unifamiliares donde destaca «el uso de muros de mampostería en seco, de una piedra común en todo el entorno, ejecutados con gran maestría, y creando espacios privados para cada una de ellas y recorridos en un laberinto de caminos peatonales, que aun formando parte de la urbanización, daban un aire de privacidad a todo el ámbito edificado.
Último proyecto, el Anfiteatro. «Aquí Bofill abrazó los postulados de la postmodernidad, imaginados y difundidos por Aldo Rossi, que le llevaron a crear un espacio semicircular en torno a la piscina comunitaria, y dos alas con apartamentos en dúplex«. »Si bien la composición, el equilibrio de la desnudada ornamentación de capiteles y pilastras, fue un logro porque superó el empacho de la reinterpretación de lo clásico con habilidad«, señala, »también fue el principio de una pérdida de impulso innovador, lanzándose por el precipicio de un estilo que no era de gestación propia, aunque él lo asumiera como parte de su idiosincrasia«.
¿Resumen? Sus palabra remiten a la clase de experiencia más sombría, propia del impacto masivo que genera la Muralla Roja, pero también encuentra elementos muy luminosos: «Nos sigue pareciendo un espacio lleno de belleza pero muy alterado en su uso». «De Calpe», explica, «nos siguen gustando los baños placenteros, que no se han alterado con el paso de los años, aunque a veces La Muralla Roja nos haga maldecir al turismo burdo contemporáneo, tan lejos de los viajeros del Grand Tour, prendido ahora a Instagram y al deseo de inmortalizarse en la Muralla Roja«. »Son viajeros«, opina, »que no saben recrearse en el silencio y la belleza única del edificio y su entorno, y sólo buscan la frivolidad del 'yo estuve allí'«.
«Ricardo Bofill no fue un arquitecto adscrito a los cánones que como dogma se impartían en las escuelas de arquitectura de España, (Madrid y Barcelona) en las que como ruptura ante los postulados del historicismo patriotero del régimen político de la Dictadura lo rebelde era ser un seguidor del racionalismo, primordialmente un seguidismo de Le Corbusier, Mies Van der Rohe o Frank Lloyd Wright, al menos en sus planteamientos no siempre conseguidos con brillantez». Con esta frase describe Domingo García Pozuelo el inclasificable estilo del autor de la Muralla Roja, un auténtico outsider en su oficio, que ejerció al margen de las tendencias dominantes en donde se inscribe la obra de «grandes arquitectos de aquellas generaciones de posguerra, que ahítos de revistas en las que beber modernidad, o de viajes iniciáticos en los que empaparse de, abandono del estilo Pompier o los restos del Beaux Arts, sobresalieron con una arquitectura limpia, lineal, racional, y de gran personalidad». Cita entre ellos a profesionales como Fisac, Oiza, Carvajal, Coderch, Sota, Bohigas «y un largo elenco de arquitectos que lograron sobreponerse a la asfixia del inmovilismo artístico imperante, y educar a muchas generaciones posteriores de arquitectos desde sus cátedras». En su opinión, ese no fue el caso de Ricardo Bofill: «Desde sus inicios, trató de romper con el tabú del racionalismo como dogma de fe arquitectónica, iniciando una fulgurante carrera que rompió los moldes de esa fijación con la línea recta y el orden cartesiano, para entregarse a la psicodelia de un estilo propio, ajeno a corrientes comunes». El propio arquitecto se veía, según García Pozuelo, «como un ave fénix que devoraba con grandes aleteos el edifico últimamente proyectado». «Desde un eclecticismo ajeno a pudor alguno, modificaba sus criterios, saltando al vacío para proyectar otra pirueta arquitectónica, radicalmente diferente a lo último que había salido de sus manos». En resumen, «Bofill, ya convertido en un arquitecto del star system mundial, comenzó una carrera de proyectos por medio mundo que tal vez, le restaron la brillantez de sus primeros años, apartándole del rupturismo con el que destacó en sus inicios y que le hicieron parte de la contracultura más conspicua de los años sesenta-setenta del siglo XX».
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