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Los niños de la desolación

Los niños de la desolación

Por Vicente GARRIDO, profesor de Criminología de la UV

Sábado, 17 de febrero 2018

Siempre que un niño o joven comete un delito de gran violencia como una agresión sexual o un homicidio, algo se remueve en toda la sociedad, como si de pronto existiera el sentimiento unánime de que algo estamos haciendo mal. Es posible, desde luego, que así sea; es más, no cabe duda de que todavía estamos lejos de contar con unas instituciones idóneas; sin embargo, estos hechos, aun infrecuentes, ocurren de forma periódica, en España y en otros muchos países. Este último caso (el niño violado en Jaén por cuatro alumnos mayores de su colegio) se suma a otros ocurridos recientemente, y eso aumenta la sensación de desconcierto y ansiedad. Pero a menos que haya una continuidad en el tiempo de estos acontecimientos, tendremos que seguir considerándolos como excepciones en el ámbito de la violencia juvenil, mucho más orientada a proveerse de bienes ajenos o a prácticas de humillación (bullying) entre iguales.

Lo anterior no es excusa para intentar comprender y atajar tales hechos en la medida de lo posible, pero tenemos que pensar que un país grande como el nuestro presenta un infinito número de combinaciones entre tres aspectos esenciales que confluyen en la génesis de una violencia tan grave. Primero, la personalidad de los chicos, sus actitudes y valores moldeados sobre sus recursos personales y la familia que los ha educado; también la presión y emulación de sus iguales que, en ausencia de unos valores firmes, definen lo que se puede hacer o no en función de emociones primarias como el gozo derivado del dominio, algo importante cuando la autoestima del chico no se fundamenta en la identificación con unas normas positivas. Y en tercer lugar la capacidad que tenemos para identificar de forma temprana a aquellos niños que pueden ser candidatos a cometer una violación o un homicidio

La ira, la tolerancia a la frustración, la impulsividad, la empatía, todas estas son habilidades socioafectivas que permiten transitar por el largo proceso de socialización con una razonable confianza en que al final uno podrá desarrollar un proyecto de vida personal y significativo. En la mayoría de los chicos esto se logra; con mayor o con menor fortuna se convierten en miembros con capacidad para contribuir al bienestar común. En otros, por desgracia, ese trayecto se frustra a una edad muy temprana. A veces el ambiente de crianza les ha sido hostil. En otras ocasiones, sin embargo (y es esto lo que nos perturba más), escrutamos la realidad social de estos niños y no vemos nada que pueda ‘explicar’ un acto de esta naturaleza, porque incluso ir mal en la escuela y dedicarse a los robos no nos alcanza para comprender la muerte de dos ancianos a manos de dos jóvenes sedientos de cuchillo. Cuando ni siquiera hay nada fuera de lo común en la biografía del chico (como en el célebre ‘crimen del rol’ de los años 90) que nos haga entender un crimen ‘sin motivo’, todavía es mayor la desolación.

Así pues, y siendo realistas, hay que recordar que la conducta de cada individuo entre millones responde a una identidad específica, y que en muchas ocasiones no vemos venir esa violencia, porque nadie ha estado ahí para vigilar que no se alimentara a costa de la salud moral y emocional del niño. Frente a estos delitos tan dramáticos, no cabe sino apretar los dientes y esforzarnos por escuchar, por ver, por no dejar de mirar, por poder ayudar cuanto antes.

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