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Ya durante el tardofranquismo se había dejado de llamar a las cosas por su nombre y comenzaba a imponerse la dictadura del eufemismo. De manera ... consecuente, los herederos de los vencedores de la Guerra Civil empezaron a actuar condicionados por un sentimiento de culpa que monopolizaron y que terminó transformándose en un complejo psicológico que la derecha contemporánea lleva aún grabado en su ADN. Sin embargo, éste no fue un fenómeno exclusivamente español, pues fue una corriente universal de revisionismo relativista la que recorrió el globo y arrumbó en la oscuridad a la cosmovisión conservadora. Corriente que en su degeneración woke ha propiciado el ensalzamiento de un delincuente común y violento como George Floyd. Y es que dejar de llamar a las cosas por su nombre tiene consecuencias: difumina los límites entre el bien y el mal, y transforma la línea temporal histórica en una goma elástica que puede estirarse y contraerse a merced de un desalmado. Así, las cruces cristianas o los sencillos hitos que señalan los lugares donde perecieron trágicamente los católicos, derechistas o simples desafectos a manos de las milicias republicanas se convierten en odiosos «símbolos fascistas»; o los sanguinarios miembros de la banda terrorista ETA que se especializaron en reventar niños con explosivos mientras dormían pueden acabar siendo sublimados como guerreros temerarios y víctimas indemnizables de la «represión del Estado»; o los acontecimientos acaecidos hace 80 años pueden contemplarse como un pasado reciente y los acontecidos hace 10 como un pasado muy lejano; o extender por conveniencia aritmética parlamentaria de 1978 hasta 1983 la vigencia del régimen franquista, más allá de donde marcan los cánones historiográficos y la aceptación popular. Hasta 1983 precisamente, año en el que el terrorismo marxista y vasquista asesinó a 44 personas, 21 de ellas civiles, y de entre las civiles a una mujer embarazada y a su bebé no nato. Da igual, en 1984 asesinarían a 31 personas más y a 38 en el siguiente. Así hasta 2011.
No, no podemos dejar de llamar a las cosas por su nombre y permitir que enraíce ese relato según el cual las violencias organizadas o espontáneas de ultraderecha de magnitud inferior fueron las únicas que persiguieron y asesinaron a los españoles a finales de la centuria pasada y que se esté en un homenaje eterno a sus víctimas, y que éstas se homologuen cualitativamente a Miguel Ángel Blanco o a la niña de 6 años Silvia Martínez y cuantitativamente al resto de los 30 asesinados, 35 huérfanos y 70 heridos víctimas valencianas del terrorismo nacionalista de ETA que ya no reciben ninguna atención.
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