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Julián Quirós
Miércoles, 19 de octubre 2016, 16:33
Publicado en la edición impresa del 15 de octubre de 2016.
Ya pueden, ya, Compromís y Podemos enseñar la patita antiespañola cada vez que se acerca el día de la fiesta nacional, mientras abundan en las tonterías de costumbre; la última, reclamar la eliminación de la referencia al Rey en el museo de la Ciudad de las Ciencias. Ya puede uno de los premiados por la Generalitat el pasado 9 de Octubre salirse de la fila cuando suena el himno de la España democrática y constitucional; o resoplar y bufar otro de ellos (grande era su incomodidad, pero no tanta como para rechazar el galardón) en el momento de tocarse el himno oficial de la Comunitat Valenciana.
Ya pueden la Generalitat o el Ayuntamiento de Ribó volver a regar las arcas de Acció Cultural, ayunas de subvenciones durante las dos décadas de dominio popular, obligándoles a mendigar veinte millones de euros a la Generalitat pujoliana a cambio del proselitismo catalán. Hará tres años que comimos mano a mano con el fundador de Acció Cultural, para conocernos y tantearnos («enamórate de este país, Julián, merece mucho la pena»). Climent parecía más lucir el tipo rústico de un francés algo anticuado que el de un catalán o valenciano de hoy. Inteligente, interesante, intrigante. Liante. Un almuerzo ameno y provechoso. Imagino que el tío Eliseu no podía imaginar entonces que había sido, él también, otro tonto útil de su querido amigo Jordi, al que el paraguas de la construcción nacional catalana le había permitido comportarse como el típico sátrapa bananero. Pujol, según vamos comprobando, con una mano de hierro hacía país y con la otra, no menos férrea, dejaba a su prole robar sin mesura. Conforme a sus ángulos y maneras, Climent, tan campante, nos contó como traicionó (él no lo llamaría así) a Broseta, cuando preparó un borrador del Estatut a su espalda, todavía en la clandestinidad. Y terminó con una dolorosa confesión acerca del fracaso de su misión: «nuestro problema ha sido que no hemos contado aquí con una Iglesia a favor, como en Cataluña y el País Vasco, no han colaborado con el proyecto nacional y eso ha sido un freno para nosotros». Todo aquel reto en forma de charla ultraestimulante, ¡qué personaje!, en diciembre hará tres años, me sonó a vieja dialéctica otoñal, hojas secas, sin sospechar que los tripartitos valencianos poblarían de nuevo la agenda política con una palabrería sobada y arcaica, pero grabada a fuego en el ADN del nacionalismo valenciano, por mucho tinte que Mónica Oltra se empeñe en aplicarle para disimularlo.
La fiesta del 12 de Octubre ha cogido esta vez al President Puig de misión comercial en Cuba, que es una magnífica forma de celebrar la fiesta nacional. El día de la Hispanidad se conmemora, con gozo, en buena parte de América, donde sólo cuatro ultramontanos bolivarianos (como los podemitas españoles contratados con sueldo de yuppies) pretenden convertirlo en el recuerdo de un genocidio. La misma memez que si consideráramos la conquista de Valencia por Jaime I como un genocidio contra la población musulmana precedente. El Caribe es un espacio estupendo para entender la gesta de la hispanidad, que dio paso a un verdadero mestizaje entre la cultura europea y las civilizaciones indígenas, con sus numerosas luces y sombras. Allí se ha encontrado Puig parte de la obra de Sorolla, lo mismo que allí nació el germen de El Corte Inglés, o Carlos Cano con sus deliciosas habaneras de ida y vuelta (con permiso del festival de Torrevieja) encontró el eco del Cádiz más hondo, o un gitano del Perchel malagueño inventó los flamenquísimos tangos del Piyayo. Cuba y España. Ni una guerra de Independencia, ni Estados Unidos, ni la guerrilla comunista, ni Franco, lograron acabar con la intensísima simpatía de dos pueblos atados en sus sentimientos. Hay que ir a Cuba para comprender un poco mejor a España. Y hay que llevar al conseller nacionalista Climent, aunque sea de paquete, para que conozca mejor a los españoles de Galicia, Andalucía, León o Asturias, en su propósito de hacer negocios en la isla, con la misma voluntad inversora que los empresarios valencianos.
La misión comercial encabezada por Puig ha generado algo de polémica. En parte por el propósito inicial algo grandilocuente con el que fue planteada, dando al viaje una importancia desmesurada, como si se tratara de una cumbre de estado. O una boda. Quizás para ocultar otros déficits de la gestión económica del Consell. Estaba totalmente fuera de lugar incorporar en la delegación a los sindics de Les Corts o a los presidentes de las diputaciones. Se trata de una acción habitual, convencional, antes y ahora, en la Comunitat y fuera de la Comunitat. Tiene el recorrido que tiene. No se vuelve de un viaje así con un puñado de contratos millonarios ni con operaciones cerradas. Es una iniciativa comercial, protocolaria, de relaciones públicas, donde los empresarios al ir de la mano de un embajador como el presidente de la Generalitat tienen más fácil la toma de contacto con ciertos ámbitos institucionales. Es como dejar la tarjeta de presentación, nada más. La Generalitat no necesitaba vender la visita como un antes y un después. Como si se partiera de cero; algunas empresas valencianas llevan décadas haciendo negocios en la isla. Los asesores de Puig se equivocan al justificar el viaje en el propósito de «iniciar unas relaciones estables», porque esas relaciones son nuevas para el actual equipo gobernante, pero no para sus antecesores. Las relaciones con Cuba se pueden mejorar mucho, claro que sí, pero ya son estables y fructíferas. Las autoridades del régimen se encargaron de poner las cifras en su sitio: el año pasado supusieron 1.200 millones de dólares en intercambio comercial entre los dos países, ocupando la Comunitat el cuarto puesto del ránking. Cuba habrá sido descubierta ahora por el tripartito, pero ya estaba donde está hace tiempo para muchos políticos y empresarios, valencianos o no.
Ahora, no podemos pasar por alto la tremenda paradoja. Cuba está haciendo por los empresarios valencianos lo que la Generalitat no hace por otros: atender a los inversores extranjeros, escucharles. No dejar pasar de largo 2.100 millones de euros de inversión potencial por meros prejuicios ideológicos, como publicamos el domingo pasado en este periódico. La cuna del comunismo, más o menos venido a menos, le da una severa lección al conseller Rafael Climent. Ironías de la alta política, Climent, ideólogo de la minúscula economía del bien común tiene que tragar con promocionar los intereses de los grandes empresarios justamente en la tierra prometida del bien común. No es que el conseller cometa un acto de traición a sus postulados, ni siquiera de incoherencia respecto a su ieario personal, es simplemente que vive en una fantasía. Su modelo económico, sus apriorismos mentales, no funcionan, están fuera de la realidad, que acaba siempre por imponerse. Ahora, esa fantasía, sostenida desde el poder de la administración pública, está suponiendo un enorme coste social para la prosperidad de los valencianos.
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