Las letras del siglo XX francés desfilan en las páginas de sus veinte tomos de monumental diario literario. Grafómano empedernido, Paul Léautaud todo lo apuntaba con minucia y claridad de clásico. Su críticas teatrales en la mítica revista «Le Mercure de France» resultaban brillantes, ácidas, implacables, irónicas, faltonas, imprescindibles. Creó estilo.

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Tiene además un libro de apenas cien páginas inclasificable titulado «In memoriam» donde retrata la agonía de su padre, el apuntador del teatro de la Comedie Française, nada menos, en el lecho de muerte hasta que fallece. Que si un estertor por aquí, un gémido por allí, unos suspiros lóbregos por allá, en fin... Escribía con una pluma de ganso en un tiempo de estilográficas y se aferraba a sus manías y sus modales de viejo cascarrabias. Josep Pla le cita alguna vez, pocas, y siempre he sospechado que esto se debe a que, de algún modo, su obra memorialística se inspira en el francés. Como Léautaud vivía ajeno a las pomadas, a las vanidades y a las espumas de nuestros días, alguien filtró por error la noticia de su muerte y una mañana desayunó leyendo las necrológicas que le brindaron. Se partió de risa al observar a tantos enemigos dedicándole artículos repletos de halagos cuajados de bondad tan de rigor mortis. No dejo de preguntarme estos días qué pensaría Rita Barberá al comprobar las muestras de cariño por parte de la gente sencilla y anónima y, sobre todo, del gallardo personal de su partido que la invitó a abandonar el barco por la sentina trasera. En esta tierra nuestra la muerte muta los pelajes y los pensamientos y por eso el chaqueterismo explota con inusitado esplendor. No tenemos remedio y sólo espero que algún día consigamos aprender de las lecciones que nos ofrece la vida. La vida y la muerte, siempre tan jodidamente juntas.

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