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Adiós, alcaldesa

Adiós, alcaldesa

Julián Quirós

Martes, 29 de noviembre 2016, 08:42

Publicado en la edición impresa del 27 de noviembre de 2016.

Cada vez que yo te salía con uno de mis cortantes no, tú me respondías siempre igual: «pero que boooorde eres». Entonces, me parapetaba: «y tú, que insaciaaaable». Harta, o frustrada, acababas por zanjar el ritual de sobreentendidos con tu descarada simpatía y toda esa gestualidad exagerada de la que eras capaz: «sí, lo quiero tooodo, soy insaciable». Y cambiábamos de conversación. Era un duelo cordial que echaré de menos, estimulante y divertido. Eras muy peligrosa, porque te resultaba fácil hacerte querer. Y eras muy peligrosa para los periodistas porque sabías que se dan dos maneras de neutralizarlos, a base de lanzadas o con abrazos. Tú conocías las dos tácticas y a fe que las empleabas a fondo. Y uno, prevenido, puso un límite para no perder el norte ni los escrúpulos. Porque el periodista debe rehuir la amistad de los políticos con poder, o dejará de ser periodista. Fue irremediable, sin embargo, que a tu exuberante cercanía terminara por corresponder con un afecto cierto, un afecto hondo y sincero justo hasta la frontera misma de la amistad.

Muchas veces he repetido una definición de lo que representa LAS PROVINCIAS: la no izquierda. Es una expresión tuya, me parece acertada, y siempre la he referido con el correspondiente derecho de autor. Lo dijiste en el comedor adjunto a la Redacción mientras presumías tan pancha de que te habías convertido en ferviente lectora de La Gaceta, un periódico fugaz. En cuestión de prensa, reconócelo, has tenido muchos amores y caprichos, cambiantes. Has hecho sufrir mucho por ahí fuera, pero bien sabes que no era mi caso. Estos días he recordado aquellas fallas de 2010 que empezaron con una plantà donde ejerciste de anfitriona (¡qué bien nos sabías coger del brazo!). Enric Juliana retrató aquel paseo nocturno en una crónica deliciosa para La Vanguardia; otros tiempos, el PSOE de Alarte y Alborch todavía podía compartir un encuentro social con el PP sin el cainismo posterior. Aquellas fallas terminaron tras la cremà con la alcaldesa descalza sobre el pavimento de su abuelo Nolla en el despacho consistorial y media pomada madrileña a su alrededor.

Siempre llamabas tú,mucho menos de lo que los murmuradores pensaban, pocas veces en realidad, porque veíamos bastantes asuntos igual sin necesidad de hablarlo. Eso sí, política hasta la médula, cuando llamabas, siempre querías algo; y qué bien sabías pedir, con unos rodeos encantadores, hasta que tirabas directo a puerta. Y ahí empezaba el ritual: podíamos coincidir, podía darte uno de mis secos no o podía dejarte cuerda sin más hasta que te cansaras. Alguna vez me dabas la razón («es verdad lo que escribiste, estoy baja de revoluciones»), otras, mordaz, desviabas la atención («llevas dos semanas soltando unos rollos»). Llamaste hasta que una mañana me explicaste una versión engañosa de tus problemas y te previne de que un servidor no lo veía así, que tal como se presentaban las cosas el fiscal acabaría pidiendo el suplicatorio, «será en un mes o en seis meses, pero te van a acabar citando...» Hubo un silencio largo e infrecuente. Ni se te había pasado por la cabeza: «Cómo... ... Vale, vale, hasta luego». Fueron las últimas palabras que te oí. A partir de entonces, los mensajes llegaron a través de terceros. Esto se puso feo. Y a ti no te gustaba que nadie te llevara la contraria; ni siquiera tus concejales, mucho menos la tozuda realidad.

Y en la hora tan española de las alabanzas, podría decirte que tú tenías razón y yo estaba errado, pero no. Llámame borde si quieres. Antes estaría dispuesto a rubricar un relato épico de tu final, suscribir una elegía de tu caída rotunda y vertiginosa. Como el gran general que se mantiene en sus posiciones, sin ceder un metro, hasta el exterminio, firme en sus convicciones. Como uno de esos personajes que pasan a la historia por su coherencia sin fisuras, rocosa, al precio que sea. Pero como te traté, y conocí a la persona además de al personaje, no puedo quedarme en unas pinceladas banales de tintes heroicos, no caeré en la tentación de mitificar. Y tampoco entiendo ese retrato de santa que pretenden colgarte, tu fuiste fieramente humana, torbellino de colores, que dijo Pemán. Sigo creyendo -ahora con profunda tristeza- que todo esto ha sido radicalmente innecesario. Que fuiste víctima de los excesos. De los excesos de otros, de ese linchamiento descomunal, inmoral y falso hasta convertirte, sobre todo fuera de Valencia, en el icono de la corrupción. Y también, víctima de los excesos de tu temperamento y tu manera de ser. Sigo pensando que a veces hay que aprender a rendirse, que a veces es mejor no batallar y esperar la siguiente ola. Sigo pensando como esa amiga tuya de toda la vida, ajena a los vicios de la política, que a la salida del funeral me dijo: «no merece la pena». No-me-re-ce-la-pe-na. Te confesaré que quizás cometí un error de apreciación; quizás tu cerrazón a abandonar el escaño no sólo buscaba blindarte con un privilegio jurídico ante la ofensiva judicial, quizás obedecía también a ese carácter bravo, indomable, o a tu cabezonería. Pero, para el caso, tanto da.

Saltémonos a estas alturas las coincidencias compartidas. Tus logros incuestionables. Has sido el personaje público más determinante para Valencia desde la instauración democrática. Modernizaste la ciudad, influiste en la política española sin moverte del cap y casal y captaste como nadie la cultura social de tu tierra. Tu legado está ahí y más allá de los nubarrones del presente no podrá ser ninguneado. Pero la pregunta clave sigue presente. ¿Por qué no lo dejaste a tiempo? Por qué no quisiste ver que toda obra humana tiene un principio y un fin, que tu ciclo político estaba resuelto. Tu proyecto culminó, pero te faltaron las ganas para cerrarlo y beneficiarte de los réditos. A su momento, escrito quedó en esta sección: debiste dejar la alcaldía mucho antes, debiste preparar un sucesor. Pero, reconócelo, la política te gustaba demasiado, te ataba. Y cuando todo se puso cuesta arriba pasó lo peor.

Tenías encima de ti un ataque nuclear del que no podías salir bien parada, y en lugar de dar un paso atrás, te enrocaste, negándote a reconocer tu situación precaria. Siento discrepar, tu partido no te traicionó. Al PP le fallaron las formas y sufriste a más de un cretino ventajista, pero tú tampoco diste facilidades. O caías tú, o caía el partido entero. Sí, es cierto, te pidieron un sacrificio. Un injusto sacrificio, pero la política y la vida están llenas de sacrificios y de injusticias. Sabes que antes les pasó a otros. Albert Rivera pidió tu cabeza a cambio de facilitar un gobierno de Rajoy. Eras tú o la alternativa de las izquierdas múltiples. Fuiste una moneda de cambio, resulta atroz admitirlo, pero no había otra salida. Los periodistas que ahora critican al PP por apartarte, exigieron en su momento que fueras apartada sin contemplaciones. Un ejercicio fariseo sin precedentes. Hubo que pagar un peaje a cambio de unbien mayor. Tiempo habrá de acreditar el papel rastrero de no pocos políticos y su capacidad de generar odio a espuertas, ahora entregarán el respeto que a ti te hurtaron al Tirano Banderas de La Habana. Y dejemos también para mejor ocasión a los fiscales, que todo llegará a comprobarse. Pero no. Esta vez no podías ganar, era imposible. La prueba evidente de tu equivocación es todo lo que te vino encima después y que, de hecho, andemos escribiendo tu obituario.

Nos quedó pendiente una llamada, pero tratarte fue toda una experiencia. Te recordaremos, Rita Barberá. En honor a tu memoria (a ti que tanto te gustaban las citas históricas) sirvan las últimas palabras del comunero Padilla, 1521, ante el cadalso por orden real: «ayer fue día de pelear como caballeros, hoy lo es de morir como cristianos».

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