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Si el odio no cesa...

Mª DE LAS MERCEDES CASQUERO DE LA CRUZ MÉDICO Y ESCRITORA

Sábado, 10 de diciembre 2016, 00:23

El odio es un sentimiento profundo de antipatía, aversión o repulsión hacia una persona o personas con el deseo, a veces incontrolable, de destruirlas o eliminarlas. Aristóteles consideraba el odio como el deseo de la aniquilación de su objetivo, incurable por el tiempo.

En efecto, una de las características consustanciales del odio es su resistencia a desaparecer por el simple paso del tiempo, «el tiempo todo lo cura, todo menos el odio». Por tanto, si el simple paso del tiempo no consigue eliminarlo del alma de quien lo siente es necesario poner mucho empeño y mucha destreza humana para lograr su desaparición y cuando esto no sea posible al menos hemos de tratar de contrarrestar sus nefastas consecuencias.

Los resultados de muchas investigaciones neurológicas muestran la localización de este sentimiento en el cerebro, en la parte derecha de la circunvalación frontal y de forma bilateral en la corteza premotora, en el polo frontal y en la ínsula del cerebro medio. Los investigadores han determinado que existe un patrón claro de actividad cerebral que tiene lugar cuando la persona está experimentando el odio (por ejemplo, mostrándole fotografías de la persona que odia mientras se hace el registro de la actividad cerebral). No querría haber aburrido al lector con esta ligera exposición de las bases neurológicas del odio pero he pretendido ayudarle para que comprenda que el odio, lejos de ser algo superficial, es un sentimiento que arraiga profundamente en el cerebro humano y estoy segura que le acompaña desde el mismo momento en que el homínido pasó a ser humano. Los animales no odian. También quisiera aclarar que los centros cerebrales en los que se asienta el amor... están muy próximos a los del odio, tal vez por esta razón se diga que «del amor al odio no hay mas que un paso».

¿Por qué se odia? No es un sentimiento sencillo ni sencillo es saber su porqué. En su base hay muchas causas que lo pueden favorecer e incluso desencadenar; baja autoestima, celos, envidia, una gran frustración, ambición desmedida y no alcanzada, rechazo al diferente y algo que tristemente está muy de actualidad, el odio que siente el hombre hacia la mujer cuando esta le demuestra que no es de su propiedad y entra en juego aquello tan atávico de «mía o de nadie». Se odia al que es de otra religión o al que la tiene si él no la tiene, se odia al que es feliz si él no lo es, al que posee mas que él, al que la vida le ha reconocido los méritos que no le ha reconocido a él. En fin, son tantas y tan complejas como complejo es el ser humano.

Pero algo siempre resulta evidente, el odio una vez que anida en el alma no se sacia fácilmente, ni siquiera cuando se ha logrado el objetivo de aniquilar lo que se odia. Como decía Aristóteles es incurable en el tiempo y además es un sentimiento que, aun alcanzando su objetivo, el alma de quien lo siente permanece fácilmente enganchada en un infierno de infelicidad que le ata a ese sentimiento como único motivo de vida y hasta de placer, lo que le conduce a buscar nuevos motivos para seguir odiando. Cabría pensar que el odio actúa en el cerebro a modo de droga, cuando ha dejado su huella en las neuronas estas seguirán reclamando su presencia.

La larga historia de la humanidad está saturada de los terribles efectos que el odio ha causado. Sabemos del odio cainita-el de Caín contra su hermano Abel, motivado por los celos y la envidia entre hermanos-. Sabemos de las guerras causadas por odio hacia los que tienen otra religión, ejemplo actual de ello es el terror que sufrimos por parte del autodenominado Estado Islámico, que odian todo lo que esté fuera de su religión, el Islam, y hasta parece que se odian a sí mismos, tal es su grado de brutalidad. Odio hacia una raza, como la desencadenada por los nazis contra los judíos, aunque en esta guerra los motivos fueran mas allá que el simple odio de raza. Odio hacia los que tienen una situación mejor, el odio de clases, el odio... ¡Cuántas veces odio!

Los humanos hemos recorrido un largo camino, de odio muchas veces, también de amor y somos muchos los que queremos creer que avanzamos para hacer un mundo mejor, un mundo en el que todos podamos sentirnos mas felices, un mundo mas justo y solidario, un mundo sin odio. Lo bueno es que un mundo así es posible y lo mejor que solo depende de nosotros. ¡No vendrán extraterrestres para echarnos una mano!

Llegar hasta el siglo XXI y comprobar que a nuestro alrededor el odio sigue floreciendo con la fuerza de una mala hierba que ahoga todo lo que de bueno plantamos en la vida nos encoge el ánimo y nos llena de tristeza. Hace muy poco oía decir a Pablo Iglesias a través de los medios de comunicación lo siguiente: «mi abuela trabajaba limpiando casas, ella me crió. Me pregunto qué pensarán los nietos de aquellos en los que mi abuela limpiaba cuando me vean sentado en el Congreso, ¿Saben lo que pienso yo? Que me cago en sus muertos». Perdone el lector la expresión pero he de repetirla tal como él la dijo.

Cuando se está reclamando e invirtiendo muchos recursos para desenterrar los huesos de unos muertos, hay quien como él insulta la memoria de otros. Esto solo se comprende desde la existencia de un odio heredado, porque el odio, tristemente, se hereda y se contagia.

Necesitamos tener la esperanza de que algún día los que lo sienten se den cuenta de que por ese camino nunca llegaremos a buen puerto, que recapaciten y truequen ese sentimiento por otro que les acerque, desde la comprensión, la tolerancia e incluso el amor, hacia sus congéneres en pro de una vida en paz.

Porque si el odio no cesa estamos condenados a repetir todos y cada uno de los males que nos han acompañado a lo largo de una historia de mas de cien mil años. Decía el Dalai Lama: «No hay mayor aflicción que el odio y no hay mayor fortaleza que ser capaz de renunciar a el».

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