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Julián Quirós
Martes, 10 de enero 2017, 09:20
Publicado en la edición impresa del 8 de enero de 2017.
Cuando la izquierda era socialdemócrata y dominante en España, el más significativo alcalde del PSOE andaluz solía repetir para explicar su labor que «en la gestión de los semáforos no hay ideología». Ximo Puig, alcalde tanto tiempo, seguro que comparte este axioma de Pedro Aparicio mientras constata que, en la práctica, ha dejado de ser válido. Joan Ribó ha inventado en Valencia la ideología de los semáforos. Ni lo niega, ni lo oculta. Los semáforos de la ciudad están siendo manipulados intencionadamente para perjudicar la fluidez del tráfico -¡han leído bien!, para perjudicar-. El Ayuntamiento se ha empeñado en cambiar la secuencia de la red para que se pierda más tiempo en realizar los trayectos, sin otro objetivo que el mero efecto disuasorio, sin que este perjuicio directo a los conductores beneficie a ningún otro colectivo; ni a ciclistas, peatones o EMT. Un caso único donde el Ayuntamiento decide empeorar un servicio público de forma frívola y gratuita. Decide sustraer el tiempo de los contribuyentes (no le basta ya con la cartera), añadirles minutos innecesarios a sus desplazamientos al trabajo, a sus urgencias personales. Decide elevar el gasto de carburantes en la vía pública y los niveles de polución ambiental y el coste del automóvil en el presupuesto familiar. Decide, en definitiva, una melonada a lo Torrente, el brazo tonto de la ley, bajo el argumento ideológico de que así también «se baja la velocidad media del tráfico en la ciudad». Asombroso, pero en realidad poco sorpresivo. Este ayuntamiento está por dar menos y no más. Es congruente: menos fluidez del tráfico, menos horas para comprar, menos agilidad para resolver licencias y otros trámites administrativos, menos opciones para elegir (colegio, lengua, etc). Menos facilidades en fin para ser uno mismo y preservar los derechos individuales.
El tráfico, no obstante, se lleva la palma. Ribó, que ha debido ceder y rectificar numerosas ocasiones para no perjudicarse electoralmente, tiene en la movilidad su gran caballo de batalla. De ese burrobici no se baja. Y, para no quemarse él, ahí tiene a su lugarteniente, el concejal Grezzi, que tantas horas de gloria regala a los cronistas municipales («apatrullando la ciudad, por las noches con su bici, vigilando la ciudad»). De día y de noche. Ya se sabe que hay un tipo de paisanos incansables, que no descansan nunca de su cometido. Por eso tiene la desfachatez de grabarse con una mano en el manillar y otra en el móvil por el carril bici de Guillem de Castro. Un concejal de Tráfico infractor y reincidente al que le gusta verse como Giuseppe El Pacificador. Lo mismo que si a Nerón le hubiera dado por opositar al cuerpo de bomberos. Un pacificador con látigo. Ese con el que se autorretrató hace unos años azotándole el lomo a la alcaldesa Barberá, qué risa, cuanta publicidad y autobombo, sin que ni siquiera Mónica Oltra advirtiera la evidente agresión de género de tal necedad. Qué risa. Si llega a ser Alfonso Grau quien sale dándole yesca a, digamos, Consol Castillo, lo mismo hasta Grezzi se había puesto otra vez tras una pancarta.
Pero lo del concejal no va por un asunto de maltrato de género, aunque él mismo se pintara como tal. Es un caso perdido de maltrato a los demás, en genérico, hombre o mujer, mayor o joven, conductor, peatón o usuario del autobús. Es un justiciero a lo Torrente, látigo en mano contra todo lo que se menea. Repasemos: está enfrentado a vendedores del Mercado Central, taxistas, asociaciones de vecinos, partidos de la oposición y comerciantes. El Pacificador ha logrado abrir guerras en todos los frentes, sin más ayuda que sus dos pedales: con su persecución al conductor, sus semáforos manipulados, con las señales sólo en valenciano, con el aparcamiento nocturno en el carril bus, con el doble sentido de Barón de Cárcer, con los cambios en la EMT y hasta el hundimiento de Valenbisi. Lo dicho, no se puede conseguir más en menos tiempo; año y medio sin descansar, ni de día ni de noche. En algún momento el alcalde Ribó tendrá que pararse a replantear su política de movilidad, porque está consiguiendo quitar apoyos a la bicicleta en lugar de ganar adeptos. Ha vuelto antipática una fórmula en la que a priori buena parte de los ciudadanos estábamos de acuerdo, hasta que Grezzi vino a pacificarnos.
En general, el alcalde Ribó ha sabido acertar cuando rectifica, tráfico aparte. Cierto es que no se ha corregido a sí mismo por reconocerse equivocado, sino al temer las consecuencias electorales de una gestión tan ideológica de los asuntos públicos. Y no han sido escasas sus autocorrecciones hasta la fecha: horarios comerciales, horario de bibliotecas, tala de moreras, cabalgata de reyes, cabalgata de reinas magas, rememoranza de la II República, usos de La Marina, zonas turísticas, asfaltado diurno y encontronazos con la Iglesia o con diversa simbología españolista.
Y rectificaciones a porrillo en las fallas. Allí donde Ribó ha dejado suelto a Pere Fuset, que apatrulla los casales sin látigo, es cierto, y con voluntad de agradar en un territorio hostil para el nacionalismo valenciano (antes autodenominado catalanista). Pero todo ese ánimo le ha llevado dos veces a estar contra las cuerdas; por su dirigismo, por su intervencionismo, por sus ganas de poner y quitar versos y acentos, de subirle y bajarle la falda y las transparencias a las falleras, por el afán de mover banderas. Por sus enredos. Por tocar tanto las narices en algo que no es suyo. Fuset, a los pocos meses de llegar al cargo, recibió un varapalo monumenal en forma de votación democrática; tarjeta amarilla. Se recompuso, pero volvió a las andadas, y un año después ha sido directamente reprobado por la mayoría de las fallas. Segunda tarjeta. No cabe mayor desautorización para un concejal de Fiestas, pero tuvo la dicha de que el fallecimiento de Rita Barberá lo salvara de la defenestración relegando su crisis. Luego, la declaración de Patrimonio de la Humanidad le ha servido como palanca para volver a tomar impulso. ¿Habrá aprendido la lección o no hay dos sin tres? Veremos si ha madurado a tortazos. Aparte de esa positiva voluntad de agradar, debiera resultar un político menos inestable sobre sus puntos de vista o las versiones que da a unos y otros. Y debiera refrenar ese toque compulsivo y esos nervios tan poco prácticos, para salir, saludar, entrar, gozar con las entrevistas, contar likes o repasar sus fotos en las revistas falleras. Como si la celebrity fuera él.
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