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Lo mío primero, de Trump a Puigdemont

Josep Pla no pudo imaginar que diecisiete capitales de provincia pretenderían convertirse en unos Madrid de miniatura

Julián Quirós

Martes, 24 de enero 2017, 07:08

Publicado en la edición impresa del 22 de enero de 2017.

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Las corrientes políticas en auge regresan a la tribu; igual en lo internacional que dentro de las minúsculas autonomías españolas. Lo mío, primero. Una ruptura total con el modelo de concertación del último medio siglo, pacífico y próspero. Volvemos al proteccionismo, al populismo, a los nacionalismos causantes de las guerras mundiales y la acción criminal del marxismo comunista y el nazifascismo (doscientos millones de muertos, por cierto). Llega Trump y lo deja claro, «América primero». Lo mismo que los propagandistas del Brexit: Gran Bretaña primero. O Putin: Rusia primero. O Le Pen: Francia primero. Será cuestión de tiempo que dejen de ser colegas de un idéntico pensamiento para colisionar unos con otros, en función de los cambiantes intereses nacionales. Esto ya se ha vivido, la tribu torna a ser el anclaje seguro de los pueblos, el campamento base. Cataluña primero, insisten también desde hace años Mas y Puigdemont. Un principio inoculado ya en el tuétano del resto de califas autonómicos. Con más o menos tensión, todos empiezan a replicarlo; Valencia primero, Andalucía primero, Galicia primero. El problema es que para que uno sea el primero, los demás tienen que colocarse detrás, y a lo mejor no se dejan. Vamos entrando en una absurda competición de palabrería y sentimientos. ¡El feudalismo como símbolo recuperado de la modernidad!; una referencia romántica para pintar cada patio de vecinos de falsas emociones.

Trump aparte, por fin tuvo lugar la cumbre de presidentes y el llorica ni se acercó. Puigdemont, harto de quejarse de maltrato financiero a Cataluña, eludió participar en el foro apropiado para arreglar tales entuertos. Retratados quedan él y su sublevación contra la democracia constitucional. El amigo del llorica, nuestro President Ximo Puig, se quedó allí plantado, esperando a su socio, tres meses después de haberle prometido una hermandad de sangre, unas relaciones privilegiadas, «pase lo que pase». Haciendo bueno aquello de que el corazón tiene razones que la razón no entiende. El encuentro presidencial sirvió para activar el nuevo sistema de financiación. Se tenía ganas. Todos sabemos que «el Gobierno discrimina a Valencia». Ya lo decía Paco Camps respecto a Zapatero, Ximo Puig sólo ha seguido la estela, pero intentando trasladar la responsabilidad de su amigo José Luis (autor de la piltrafa del actual modelo) a Rajoy, que se encontró el desaguisado. No es nuevo; dentro y fuera de Valencia, el victimismo resulta un caballo ganador. Una suerte de ventajismo por el que los éxitos siempre son de la comunidad autónoma, al margen de quien los financie, y los fracasos se le atribuyen al gobierno central como costumbre, tenga quien tenga la competencia.

El debate, sin embargo, no ha empezado demasiado bien. Grave riesgo de que las autonomías se echen a pelear unas con otras porque todas dicen sentirse discriminadas. Todas. Hasta «Aragón es inviable», según su presidente. No queda nadie contento con la feria, pero casi ninguno querrá negociar un modelo nuevo, que parta de cero, en lugar de darle otra patada adelante al cachivache tras regalar un poco más de alpiste a las regiones mediterráneas. Eso es lo que parece estar en la cabeza de Rajoy. Pero para arrancar toca riña. Susana Díaz ha acusado a la Comunidad de Madrid de tramposa por competir con otras autonomías bajando algunos impuestos, lo que demostraría su supuesta sobrefinanciación. Por lo mismo se puede señalar la sobrefinanciación andaluza, cuando es capaz de malgastar 170 millones en una televisión, o reducir la jornada laboral de sus funcionarios y ofrecer prestaciones sanitarias inalcanzables para otras regiones.

Hasta Ximo Puig le ha hecho los coros a la lideresa andaluza, y eso que él acaba de bajar el IRPF a la mayoría de los contribuyentes. Por lo que respecta a la Comunitat, convendría aclarar para qué quiere el tripartito más dinero. Para financiar los servicios públicos, aseguran con razón. Ahora, cuando se baja al detalle resulta que reclaman más financiación para contratar a 4.500 nuevos funcionarios, según nos enteramos por boca de la consellera Gabriela Bravo en vísperas de Nochebuena; más empleados públicos en vez de trasladar de departamento a tantos que tiene desocupados o con una productividad ínfima. Más financiación después de abortar el plan de Fabra para racionalizar el sector público. Más financiación cuando cierran aulas de colegios concertados que cuestan la mitad y además son más demandados por los padres. Más financiación mientras se maniobra contra los hospitales concertados que ahorran a la sanidad pública más de un 20% de su mastodóntico coste. Por una parte falta dinero, pero por la otra se opta por las soluciones más caras y menos lógicas.

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El conseller de Hacienda tiene una idea para evitar el enfrentamiento entre las autonomías. Ponerlas a todas de acuerdo para que pierda fondos el gobierno central, sobrado de gastos superfluos. Vicent Soler cree que el sistema no funciona por las «elites centralistas», incapaces de entender la España exterior a la M50. El estado opresor. Cabe estar seguro de que el Gobierno tira a la basura al menos tanto dinero como las propias autonomías. Pero seguimos necesitando un Ministerio de Educación que al menos sirva de policía contra las tentaciones ideológicas de ciertos territorios (contra los Marzà de turno), un Ministerio de Cultura que impulse una mínima idea nacional frente a la propaganda particularista antiespañola y un Ministerio de Sanidad que a lo mejor acaba ejerciendo de UCI de un sistema con riesgo de insolvencia. En torno al poder autonómico ha surgido -en todas partes- una trama emergente de intereses cruzados. Con la irrupción en primer lugar de una nueva clase social, potentísima, el funcionario autonómico, como integrante de una red ligada al presupuesto público, de la que tampoco han sido ajenos la patronal empresarial, los sindicatos, los medios de comunicación y todo tipo de asociacionismo civil. Ya dijo Josep Pla en los tiempos de la añorada II República de Joan Ribó qe «Madrid es una ciudad de aristócratas, funcionarios y tenderos». Lo clavó. Lo que nunca pudo imaginar la sorna del genio ampurdanés es que llegaría un día en el que diecisiete capitales de provincia pretenderían escalar su estatus para convertirse en unos Madrid de miniatura: con sus microaristocracias locales de políticos y empresarios, su legión de funcionarios y una infinidad de tiendas franquiciadas.

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