Cualquiera que en su día leyera -y yo lo hice- el proyecto de constitución para esa hipotética República Catalana redactado por Santiago Vidal hará cosa de dos años, llegaría a la conclusión de que, muy a pesar de lo que de su formación y trayectoria cupiera esperar, el por aquel entonces todavía juez hacía gala de un dominio de las categorías jurídicas muy por debajo del exigible en un simple estudiante de Derecho, y de un respeto por las garantías de los derechos ciudadanos digamos que manifiestamente mejorable.
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Cualquiera que en su día escuchara -y yo lo hice- al menos una de sus incontables charlas sobre 'el procès' encaminadas no tanto a convencer a los escépticos como a enardecer a los ya convencidos, y ahora abruptamente interrumpidas pese a que su agenda estaba sin duda más repleta que la de la Caballé en sus mejores años, llegaría igualmente a la conclusión de que la incontinencia verbal del entonces todavía senador era de una magnitud solo comparable con la de su fanatismo.
Y cualquiera que haya seguido con cierta atención su trayectoria política durante estos últimos tiempos -y yo, por la cuenta que me traía el pájaro, también lo venía haciendo-, y la haya contrastado con sus méritos y sus capacidades, habrá llegado necesariamente a la conclusión de el hecho de que un tipo como Santiago Vidal tuviera una papeleta, aunque solamente fuera una, para convertirse en el futuro Ministro de Justicia de la República Catalana debería asustar a los propios independentistas mucho más que la mismísima posibilidad de que los tanques de la Brunete acabaran desfilando por la Diagonal.
Pero que Santiago Vidal fuera ignorante como jurista, ambicioso como político, e indiscreto en una y otra tesitura, no quiere decir que sea también un mentiroso. Muy al contrario, sus revelaciones en torno a los manejos de la Generalitat de Catalunya a la hora de construir eso que tan misteriosamente llaman 'estructures d'Estat' casan a la perfección con las declaraciones de sus otros dirigentes, con las decisiones adoptadas por las instituciones que dirigen, y en general con la estrategia de burlar la vigilancia del Estado en la vía hacia la independencia. Y en consecuencia obligan a dejar de lado la política de contemporización que hasta ahora ha seguido el Gobierno.
La idea trasnochada de que los golpes de Estado se perpetran entrando a caballo en el Congreso pertenece a la España del XIX. En la Cataluña del XXI, en cambio, se perpetran controlando el sistema educativo y los medios de comunicación, espiando a los ciudadanos, asediando a los tribunales, suplantando a las instituciones, preparando listas negras de jueces y funcionarios, y convocando referéndums ilegales. Conviene saberlo. Y, claro está, darle las gracias a Santiago Vidal por habernos ayudado a abrir los ojos con su proverbial incontinencia, su desmedida ambición, y su cándida sinceridad.
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