Julián Quirós
Martes, 14 de febrero 2017, 08:25
Publicado en la edición impresa del 12 de febrero de 2017.
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La sala del Palau de les Arts es una caja futurista cubierta por el blanco frío y fluorescente de Calatrava y el azul cobalto, eléctrico, del trencadís. A las ocho de la tarde del pasado jueves estaba a reventar. Con la expectación de las ocasiones especiales. Quienes apenas llegamos a tiempo para ser testigos del derrumbamiento del PP arrollador e invencible de la época de los grandes eventos, los que asistimos al súbito canto del cisne (tan lírico) del poder de la derecha política valenciana, cuando se fueron por el desagüe la Fórmula 1, la Copa América y tantos otros iconos, todos los que creíamos enterrado un concepto maldito por esta izquierda pulcra y esteta, comprobamos en cambio que el estreno con pasarela de celebridades de la última Traviata de Verdi fue como una resurrección de aquel espíritu fogoso, en el que el reflejo pavloviano te hacía buscar con los ojos a Paco Camps y Rita Barberá junto a los invitados de alcurnia. En su lugar, reemplazándolos en el papel de anfitriones, estaban los gobernantes actuales, sin advertir hasta qué punto validaban aquella fórmula de la Valencia del nuevo siglo que tanto denostaron («toda la vida criticando el glamour de la derecha y sus eventos y ahora el corralito de Marzà organiza uno majestuoso, con Valentino y el duque de Alba a la cabeza; quién ha visto a esta izquierda, ni siquiera son rehenes de sus propias palabras»).
No todo se repite igual que entonces, por supuesto. Han pasado demasiadas cosas. Justo antes de comenzar la representación, los asistentes se volvieron de espaldas al escenario para ver entrar en el palco a Doña Sofía. El aplauso fue generalizado, intenso y sostenido, y un punto provocador, con las palmas elevadas y bien visibles. Con intención de hacerse notar. A un lado de la reina emérita se encontraba el alcalde Ribó, aguantando el chaparrón, acostumbrándose a ciertas incomodidades del cargo. Sin reinas magas republicanas. Y poco después de haber eliminado el nombre de Don Juan Carlos en la Marina Real y cuando su partido, Compromís, ha pedido también que el Museo de Ciencias deje de llamarse Príncipe Felipe. De momento, el Palau de les Arts mantiene la referencia a Doña Sofía, aunque sólo sea por su impulso indiscutido al proyecto («se mostró muy interesada en que se siga dando este nivel de ópera en Valencia y le encanta la Ciudad de las Artes»). El público, al término de la obra, volvió a despedir a la reina, con igual alarde. Poco o nada hablaron el alcalde y su majestad emérita. El delegado del gobierno cumplió a rajatabla el papel de funcionario y servidor público, acaparando buena parte de la conversación real. El President Puig, institucional, pareció manejar un elegante término medio entre los silencios de Ribó y la fluidez de Carlos Moragues.
Dejémoslo claro. Al margen del valor artístico de la ocasión y del trabajo laborioso del intendente Livermore, el estreno fue un evento portentoso y conveniente. Les Arts es uno de los puntales de la ciudad. Valencia ha de ser atractiva en frentes diversos; incluido el turístico y cultural. Necesita acciones para llamar la atención, para crear marca y añadir valor a su oferta. Un acontecimiento social de primera contribuye a destacar frente a los destinos competidores. La ópera en Valencia no podría sobrevivir con los recursos estrictos de la administración y de los aficionados, requiere como todo fenómeno social de la palanca de otras acciones comerciales, del sentido del espectáculo, del polvo de estrellas y de las vanidades efímeras de las sociedades modernas. Porque el dinero hoy va detrás de todo eso.
Bienvenidos pues a todos aquellos que durante años renegaron de la mística de los eventos; allá ellos con la gestión de sus contradicciones. Pero el poder político avaló la noche del jueves la pasarela escénica montada sobre Valencia. De primera. Con un mito erótico, Mónica Bellucci; un genio de la alta costura, Valentino; y un gigante artístico, el gran Plácido Domingo. A ver cómo lo incorporamos al reglado programa de objetivos del Pacto del Botánico; tampoco se puede decir que la nueva Mónica Oltra ande tan lejos de todo esto. Ya dijo un personaje cervantino que «nadie nace enseñado, y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras». Para el lector interesado en la crónica de negritas, sepa que la fiesta posterior fue una yuxtaposición de clanes autónomos con saludos contados entre ellos. Poca interacción. La tribu Vogue (Valentino y una tropa de italianos elegantísimos y mayores) apenas cruzó palabra con la tribu Hola (el duque de Alba, Nati Abascal, Luis Alfonso de Borbón...). No hubo tribu valenciana y la diva Bellucci, inaccesible y misteriosa. Faltó un grupo de modernetes (el cine de la ceja), pegaba poco allí, pero Ximo Puig, que se asentó en un lateral, precisará alguna corte a lo biutifulpipol si perdura en el cargo. El PSOE siempre tuvo a mano su corral de gente guapa, pero ahora Compromís le tiene segada la cantera. No faltarán puristas escandalizados por tantas mixturas entre el arte y lo fatuo, pero a finales del siglo XIX, según nos recordaba Llorente Falcó, ni siquiera se atenuaban las luces del Teatro Principal durante la representación, con objeto de no perder detalle sobre lo que pasaba en los palcos de la burguesía local. Hay cosas que no cambian.
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Tampoco cabe dejar pasar de largo, ¡ay!, la reconciliación encubierta con Santiago Calatrava, del que ahora conviene recordar que en realidad fue fichado por Joan Lerma (presente por cierto en el patio de butacas como espectador) y no por Eduardo Zaplana. Por algún despacho cercano a la vicepresidencia disfruta de sueldo público Ignacio Blanco, el ideólogo de aquel lema digital Calatrava te la clava, condenado por los tribunales. Eso también tendremos que arreglarlo. No será difícil. Si recapitulamos, lo mismo nos encontramos con que a este Consell le gustan más los grandes eventos de lo que su discurso público deja traslucir. En realidad, fue Alberto Fabra quien finiquitó aquella etapa (empezando por la Fórmula 1). Pero ahí tenemos fuera de todo riesgo el gran premio de motos de Cheste, la salida de la Vuelta al Mundo a Vela de Alicante y ahora también el Palau de les Arts. Sin complejos. Porque lo complejo, en el fondo, es hacerlos compatibles con «políticas aldeanas» (con permiso de Carolina Punset) como acallar las campanas de las iglesias, el postureo de las plazas a refugiados sin las mínimas condiciones de habitabilidad o criticar el gasto de la caja fija de la Generalitat en licores o verduras como si ya no se celebraran comidas y cenas hasta entrada la madrugada en el comedor del Palau.
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