Aludir a la crisis de los refugiados en Europa se ha convertido en un tema recurrente, sobre el que parece imposible que la Unión Europea adopte una posición conforme a los derechos humanos y, por tanto, fiel a su identidad primigenia. Esa actitud, que desgraciadamente refleja el sentir de muchos estados europeos, también alcanza a los inmigrantes. Unos y otros han quedado reducidos a la condición de «residuos humanos», por utilizar la precisa expresión del sociólogo y filósofo recientemente desaparecido Zygmunt Bauman. Según él, refugiados e inmigrantes integran hoy una creciente «población superflua» para la que Europa no parece tener un lugar que ofrecerles donde vivir. Se ciernen de esta manera sobre nuestro continente, una vez más, las sombras que anticipan los tiempos oscuros; tiempos que la filósofa alemana Hannah Arendt padeció con la llegada del nazismo al poder y retrató como nadie en su obra sobre 'Los orígenes del totalitarismo'. Para que esas sombras se disipen y no den paso a esos tiempos oscuros, es necesario dirigir una mirada diferente al mundo que compartimos.
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La Unión Europea es consciente del desafío que supone asumir sus responsabilidades y reconocer los derechos de los refugiados. No se trata de una cuestión nueva. Con ese objetivo en los años 90 del pasado siglo puso en marcha el denominado Sistema Europeo Común de Asilo (SECA/CEAS) sobre la base del Convenio de Dublín. En un espacio con fronteras abiertas y libertad de circulación, como el de la Unión Europea, era necesario adoptar una política común de asilo en toda la UE. Esa política, lógicamente, debía tener como objetivo la concesión de asilo a toda persona que huye de algún tipo de persecución o que está amenazada de daños graves. Así tenía que ser no porque los europeos fuéramos muy solidarios sino porque el asilo es un derecho fundamental, y su concesión, una obligación internacional con arreglo a la Convención de Ginebra de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados. La UE fue desarrollando desde entonces ese sistema común de asilo. Sin embargo, los acontecimientos de los dos últimos años han mostrado públicamente lo que resultaba evidente para muchos: que el sistema común no ha funcionado y que estamos asistiendo a una especie de desnaturalización del derecho de asilo.
Ante esta situación, en la que el SECA no ha funcionado y muchos de los estados de la UE se desentienden de esta cuestión o abiertamente se oponen a reconocer el derecho al asilo, existe una acuciante necesidad de reivindicar este derecho. Porque su reconocimiento efectivo es imprescindible para que cualquier persona que huye de su tierra por persecución, pueda volver a tener derechos. Los refugiados, y también los inmigrantes, como bien recordara la filósofa Agnes Heller, no pueden ser eternos huéspedes; ni pueden vivir por tiempo indefinido en el limbo de la inseguridad jurídica. Así lo entienden la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la Organización Mundial para las Migraciones (OIM) y otras organizaciones que han colaborado en un nuevo plan para dar respuesta a la crisis de refugiados en Europa, presentado en enero de 2017.
La Unión Europea se ha mostrado dispuesta a colaborar con estas entidades, según la Declaración de Malta de los miembros del Consejo Europeo (La Valeta, 3 de febrero de 2017), si bien en este caso su enfoque se ha centrado especialmente en los aspectos exteriores de la migración y en la necesidad de abordar la ruta del Mediterráneo central. De las tres principales rutas de acceso a Europa de las personas migrantes -la occidental, la oriental y la central- es esta última la que más preocupa en estos momentos a la UE porque es la que tiene el mayor flujo de personas y una alarmante presencia de las mafias. Por ello, intenta dar un nuevo impulso a una política migratoria sostenible cuyo elemento clave es "garantizar el control eficaz de nuestras fronteras exteriores, y contener los flujos ilegales hacia la UE" manteniendo el compromiso con la Declaración UE-Turquía e intensificando la cooperación con Libia como principal país de partida, así como con sus vecinos del norte de África y del África subsahariana, dentro del denominado Marco de Asociación y Plan de Acción de La Valeta.
Ahora bien, la nueva propuesta de la UE en este punto suscita múltiples interrogantes de gran calado político, jurídico y social. Son cuestiones que tienen directamente que ver con los derechos humanos: ¿podemos considerar a Turquía y Libia como terceros países seguros, es decir, colaboradores fiables en un control de las fronteras respetuoso con los derechos de las personas? ¿Qué ocurre con los solicitantes de asilo que son rechazados si no pueden ser devueltos a sus países? ¿Dónde están los miles de niños que han llegado solos a Europa y han desaparecido? ¿En qué situación se encuentran los refugiados que no son reconocidos como tales? ¿Qué ocurre con los Estados miembros que no asumen los cupos establecidos por la UE?, etc.
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Para responder a estas preguntas, la Fundación Mainel, el Instituto de Derechos Humanos y el Departamento de Filosofía del Derecho y Política de la Universitat de València, con la colaboración del proyecto Multihuri (DER2015-65840-R Mineco/Feder), organizan los días 17 y 18 de febrero en Valencia, el I Congreso Internacional de Derechos Humanos Los derechos de los refugiados y las responsabilidades de Europa.
Este congreso ofrece una oportunidad excepcional para reflexionar de forma argumentada, y con ello pasar a la acción, acerca de la necesidad de articular otra política de inmigración y asilo en Europa, en la que la dignidad de las personas y los derechos humanos sean el referente; pues, una vez más en palabras de Arendt, los derechos «tendrían que seguir siendo válidos aunque sólo existiera un ser humano en la Tierra».
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