Escucho esta pregunta a lo largo del días docenas de veces, aunque con la voz a medio hacer de mi hijo y su aún precaria forma de expresarse suena más a un «¿Quesh essho?». Lejos de incomodarme por su insistencia, me provoca una ternura desbordante. Nos interroga a mí y a su padre sobre la existencia de cualquier cosa anodina para nosotros pero repleta de sentido en su universo en miniatura. El patito de goma de su bañera, el charco de barro donde se revuelca Peppa Pig, cada coche que pasa por la calle o las hojas de los árboles en el parque. Intento contestar a sus preguntas con la mayor lógica. A veces me mira como si me entendiera y pasa automáticamente a formularme la misma interrogación pero relativa a otro objeto. Otras, su mente sin contaminar no tolera que le diga que un pez es un pez cuando para él es un animal mágico y colorido cuya sola visión le produce una emoción absoluta y sigue insistiendo para que le diga la verdad. «¿Quesh essho?». Yo me quedo sin argumentos.
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Quizá eso es la infancia. Cuestionárselo todo, hacerse preguntas sin parar para tratar de descifrar el mundo que se presenta simple e inocente. Hasta que llegamos los adultos con nuestra sensatez y nuestros razonamientos y vamos matando lentamente ese existencialismo infantil. Pasa el tiempo y una vez eliminadas las preguntas, todo es más fácil de digerir. Incluso lo más tremendo. Personas que se mueren en el mar huyendo de la pobreza, familias atrapadas en las fronteras de una Europa inútil y egoísta, señores que han saqueado y mangoneado las arcas públicas y siguen viviendo como si nada... No es fácil, de mayor, volver a hacerse preguntas. Es mucho más cómodo vivir adormecido, pero hay días en los que no entiendes nada y lo único que necesitas es gritar un rotundo ¿Qué es eso?
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